Miguel A. Pérez Pirela
Es de mañana, temprano, demasiado temprano. Suena el despertador como todos los días.
Qué extraño, no lo escucha. Duerme como un muerto. De hecho, sueña como un muerto. Está en su urna y percibe tantas cosas que pasan por entre sus ojos cocidos de muerto. Ve manchas que pasan y no tocan su faz todavía fresca, gente que se le acerca como para mirarlo, como para saber si está muerto de verdad. Siente que su lugar de descanso, su urna, casi está por caerse y se da cuenta que es sólo uno de sus primitos, que obsesionado por ver a su primer muerto, trata por todos los modos de asomarse y convertirse en una sombra más. Afortunadamente su intención fue detenida por su madre quien lo toma, le da una nalgada de mentira y aprovecha para verlo, a él, al muerto. Era un funeral muy desordenado, entre tantas sombras que pasan por su cara, tantos cafés fríos y llantos perdidos que se confunden con sudores. La única cosa que parecía verdaderamente existir ahí era el muerto y su impotente intención de abrir los ojos.
Suena todavía más fuerte el despertador y por fin cumple su cometido. Entre el calor asfixiante de pleno verano, el sonido incesante de automóviles que van al trabajo con personas esquizofrénicas adentro y el opaco semblante de aquella ciudad que una vez fue tan bella, se descubre despierto en la cama Agustín Pereira. Mira el techo y una sensación de no se sabe qué se le revuelca encima. Sintió que se tenía que levantar, vestirse y salir, así, un poco desordenado pero elegante como lo hacía siempre. Sintió también que tenía que tomar un bus, hacer treinta y tres minutos de tráfico y llegar hasta uno de los tantos edificios del centro con aspecto de los años sesenta. Sintió tantas cosas de ésas que hieden a responsabilidad que, al final, en el hastío de tantos días iguales y el momentáneo rechazo cósmico por todo eso, decidió hacerlo, una vez más, prometiéndose que dentro de poco todo cambiaría. Y así fue.
Apenas salió, algo lo estaba esperando, justo en las escaleras de la entrada de su casa alquilada desde hacía más de trece años. Salió y así, simplemente, como si nada fuera, encontró ahí un objeto extraño. Como era su costumbre y la costumbre de todos los no creyentes, no sólo en dios sino en cualquier cosa, hizo como si eso que estaba viendo en realidad no existiera. Siguió caminando con un poco más de pensamientos en la cabeza, pero caminando al fin. Fue hasta la parada del bus y esperó unos quince minutos entre las miradas de una mujer embarazada y un joven con sus mismas características sociales: un poco moreno, visto el sol inclemente de esa ciudad; un pantalón negro con aires de seriedad oficinista; una camisa manga larga, cansada de ser lavada, y una corbata no muy ancha de esas que se usaban exactamente diez años antes. Todo eso con un poco de sudor del día anterior y unas cuantas gotas un poco ácidas que comenzaban a brotar en formas de pequeñas burbujas en su espalda y en la parte inferior de su frente.
Llega el bus con su cansancio de siempre y lleno de tantas personas, animales y objetos contundentes. El medio de transporte es de muchos colores, tal vez de todos los colores del mundo, divididos entre líneas rectas, mensajes de nacionalismo y máximas populares. Dentro de éste la diversidad de objetos haría pensar a cualquier fondo de cualquier mar del mundo: cucharas, espejos, gallinas, celulares, medallitas de la virgen del “Perpetuo Socorro”, discos de vinil, cédulas de identidad perdidas pegadas en los espejos esperando por sus dueños, cajas de mudanzas, colchones doblados por la mitad y más o menos ochenta personas, entre las que estaban adentro y afuera, colgando de las ventanas y de la única puerta de acceso que funcionaba.
En ese ejemplo de tolerancia e improvisación caribeña estaba él, subido, sudado, tocado, pateado, pisado, ya cansado, pero sobre todo normal, él con su normalidad a cuestas.
Bajó del autobús y estaba más o menos en horario: cuarenta y cinco minutos de retraso. Ya seguramente había perdido el primer café de la oficina y las críticas machistas de las secretarias viejas contra las minifaldas de la señora Sulbarán. Apenas tomó la primera de las anchas calles del centro, se dio vuelta, así de pronto, y otra vez vio a esa cosa extraña. Ya sin más paciencia y con un poco de improvisación, se detuvo de pronto y volteó de nuevo su vista. Esa cosa extraña también se detuvo y lo miró fijamente. Continuó a caminar y después de poco a correr con su corbata que se movía de una lado al otro, saltando al ritmo de los huecos de la carretera que él esquivaba de forma olímpica. Se detuvo de nuevo y ahí estaba esa cosa. Entonces, ya cansado, entró en el primer café que encontró y se sentó, consciente de que su retraso esta vez sería de los mejores de su oficina. Se dijo que ya de frente a un café y un emparedado pensaría un poco más sobre esa cosa extraña. “Quizás es el hambre, algunas veces te jode”, pensó. De todas maneras si era eso, ya estaba más que acostumbrado, visto sus orígenes sociales y visto muchos de los días de su vida actual. No había bebido, desde hacía tiempo no fumaba y… “es extraño, a qué se deben estas alucinaciones”, se escuchó decir. Se frotó un poco sus ojos con los puños cerrados, los abrió y trató de individuar algo, pero sólo vio manchas fluorescentes y después, al poco tiempo, a esa cosa extraña otra vez detrás de él, sentada en las últimas sillas del café. Entonces, ya sin paciencia, visto que cada vez que él se volteaba esa cosa también se volteaba, colocándose siempre justo detrás de él, decidió retroceder lentamente mientras se mantenía sentado en la silla. Ésta, arrastrada por el piso de mosaico viejo, creó un ruido de esos que dan dentera, pero nadie pareció darle importancia. En la mente de todos esos amanecidos del centro de la ciudad cualquier acción está, ya desde el principio, justificada por el cada día imposible de ese país.
Cuando ya estuvo cerca de esa cosa extraña por fin la pudo individuar en toda su majestad y en sus rasgos sutiles y brillantes. Era perfecta, equilibrada, rápida. Tenía el aspecto de algo eficaz, definitivo, conclusivo. Parecía un objeto divino, eterno, algo especial. Con ese aspecto delgado y ese peso y sus metales mezclados armónicamente y, sobre todo, esa pequeñez que inspiraba respeto, con el olor a vida y muerte que poseía, con las facciones de desesperación y supervivencia. Era en realidad un objeto extraño.
Trató de hablarle, pero ese objeto extraño no le respondió y francamente era mejor así. La respuesta de esa cosa tal vez hubiera sido la prueba irrefutable de la locura de ese hombre. Él la observó, por largo rato, como mirándola a los ojos, y tal vez entendió.
De ahí en adelante la costumbre hizo un poco de su parte y, como todas las cosas en ese país, también esa extraña cosa y ese hombre entraron en la unión perfecta y olvidadiza del cotidiano y la costumbre caribeña. Fueron varios años repletos de días hechos del mismo modo: de trabajo, de retrasos, de amores pagados con cervezas, ron y salsa, de autobuses embarazados de la palabra “todo”, de sonidos de mar y de un poco de hambre, cuando los amores (cervezas, ron y salsa) no dejaban para más. La relación entre ese objeto extraño y su amigo ya desde hacía varios años era permanente y resignada. Tenía la semblanza de uno de esos tantos matrimonios acostumbrados o del despertador responsable, que andaba incluso sin pilas con tal de “joderme la vida”, como solía repetir él. Esa cosa estaba siempre ahí, incluso en los momentos de más pasión y pudor. Afortunadamente en esos casos tenía la delicadeza de voltearse y no presenciar el espectáculo del sexo durante aquellas noches calientes y arenosas. Pero estaba siempre ahí, presente, como esperando, con sus ojos bien abiertos y su cálculo con olor a destino y pobreza, con su mezcla de elegancia y violencia, con sus ganas, a veces sólo con eso, con sus ganas.
Un día, uno de los tantos días iguales y al mismo tiempo absurdos, el hecho sucedió tranquilamente, como suceden las cosa ahí, sin mucho alarde de triunfalismo o victimismo, sin escándalo o mucho silencio. Pasó. Así. Pasó y ya. Fue una noticia, sólo eso. Quién sabe por cuál motivo, intención o circunstancia, mandada por quién o para qué, quién sabe si sucedió para resolver qué cosa o aliviar qué dolor o crear qué alegría. Esa noche, eran quizas las 10:30 p.m., ni siquiera muy tarde era, Agustín Pereira sintió de manera súbita y relajada una bala, que ya decidida, entró justo en la parte superior izquierda de su espalda, pasando sutilmente y sin paradas por cada uno de los instantes de su cuerpo, dividiéndolo y descubriéndolo en un solo instante para realizar la magia de la muerte, al salir de forma precisa por la parte inferior de su corazón ya un poco jorobado y caer justo entre las medias sucias, al lado de algunas latas de cerveza vacías y dobladas y una televisión prendida Panasonic año 1976. Esa bala ahí tirada, manchada de un rojo vida, sin trabajo. Muerta.
L’insecurité
Traduit de l’espagnol (Venezuela) par Ximena González Broquen
C’est le matin, tôt, trop tôt. Le réveil sonne comme tous les jours.
Etrangement, il ne l’entend pas. Il dort comme un mort. D’ailleurs, il rêve comme un mort. Il est dans son cercueil, et il sent tant de choses passer au travers de ses yeux cousus d’homme mort. Il voit des taches, qui passent et ne touchent pas sa figure encore fraîche, des gens qui s’approchent de lui comme pour le regarder, comme pour savoir s’il est vraiment mort. Il sent que son lieu de repos, son cercueil, est presque en train de tomber, et il s’aperçoit alors qu’il ne s’agit que d’un des ses petits cousins qui, obsédé par la vision de son premier mort, tente par tous les moyens possibles de se pencher et se transforme ainsi en une ombre de plus.
Heureusement, son intention est contrecarrée par sa mère qui l’attrape, lui flanque un semblant de fessée, dont il profite pour le voir, lui, le mort. Il s’agit de funérailles très désordonnées, entremêlant tellement d’ombres passant par son visage, tellement de cafés froids et de pleurs perdus se confondant avec les sueurs.
La seule chose qui avait vraiment l’air d’exister était le mort et son impuissante tentative pour ouvrir les yeux.
Le réveil sonne encore plus fort et atteint finalement son but. Entre la chaleur asphyxiante du plein été, le son écrasant des automobiles allant au travail pleines de gens totalement schizophrènes, et l’opacité de cette ville qui un jour fut belle, Agustin Pereira se découvre bel et bien éveillé dans son lit. Il regarde le plafond et une sensation de je ne sais quoi se déverse sur lui. Il sentit alors qu’il devait se lever, s’habiller et sortir, comme ça, un peu chiffonné mais élégant comme il l’était toujours. Il sentit aussi qu’il devait prendre le bus, endurer trente-trois minutes de bouchons, et arriver jusqu’à un de ces nombreux immeubles des années soixante du centre. Il sentit tant de choses de celles qui puent la responsabilité, qu’à la fin, dans le ras-le-bol de tant de jours semblables et le rejet momentané de tout cela, il décida de le faire, une fois encore, en se promettant que bientôt tout changerait. Et ce fut ainsi.
A peine il sortit, quelque chose l’attendait, juste sur les marches de l’entrée de sa maison louée depuis plus de treize ans. Il sortit et ainsi, simplement, comme si de rien n’était, il trouva là un objet étrange. Comme à son habitude et comme à l’habitude de tous les croyants, non seulement en dieu mais aussi en n’importe quoi, il fit comme si ce qu’il était en train de voir n’existait pas en réalité. Il continua à marcher avec un peu plus d’idées dans la tête, mais en marchant tout de même. Il alla jusqu’à l’arrêt de bus et attendit à peu près quinze minutes entre les regards d’une femme enceinte et d’un jeune homme aux mêmes caractéristiques sociales que lui : un peu basané, vu le soleil implacable de cette ville ; un pantalon noir d’un sérieux bureaucratique ; une chemise à manches longues, fatiguée d’être lavée, et une cravate pas trop large de celles qui se portaient il y a exactement dix ans. Tout cela agrémenté d’un peu de sueur du jour antérieur et d’un bon nombre de gouttes acides qui commençaient à poindre sous la forme de petites bulles dans son dos et sur la partie inférieure de son front.
Le bus arrive avec sa fatigue de toujours, bourré de tellement de gens, d’animaux et d’objets pointus. Le moyen de transport est de tant de couleurs, peutêtre de toutes les couleurs du monde, divisées en lignes droites, en messages nationalistes et en maximes populaires. A l’intérieur de celui-ci la diversité d’objets ferait penser à n’importe quel fond de n’importe quel mer du monde : cuillères, disques en vinyle, cartes d’identité égarées et colées sur les vitres attendant leurs maîtres, cartons de déménagement, matelas pliés en deux et à peu près quatre-vingts personnes, entre celles qui étaient dedans et dehors, suspendues aux fenêtres et à l’unique porte d’accès qui fonctionnait. C’est dans ce modèle de tolérance et d’improvisation caribéenne qu’il se trouvait être, juché, en sueur, touché, piétiné, écrasé, fatigué déjà, mais surtout normal, lui qui trimballait sa normalité.
Il descendit du bus et il était plus ou moins à l’heure : quarante-cinq minutes de retard. Il avait sûrement déjà raté le premier café du bureau ainsi que les critiques machistes des vieilles secrétaires à propos des minijupes de madame Sulbarán. A peine il prit la première des larges rues du centre-ville, qu’il se retourna, tout à coup, et il vit à nouveau cette chose étrange. Vidé de toute patience et d’une manière un peu improvisée, il s’arrêta tout à coup et tourna à nouveau les yeux.
Cette chose étrange s’immobilisa elle aussi et le regarda fixement. Il se remit à marcher et peu après à courir, sa cravate se balançant à droite et à gauche, bondissant au rythme des trous de la rue qu’il esquivait d’une manière olympique. Il s’arrêta à nouveau et la chose était toujours là. Alors, fatigué déjà, il entra dans le premier café qu’il trouva et il s’assit, conscient que le retard serait cette fois-ci un des meilleurs de tout son bureau. Il se dit que face à un café et à un sandwich, il réfléchirait un peu plus à cette chose étrange. « Peut-être est-ce la faim, parfois elle joue de vilains tours », pensa-t-il. De toute manière, s’il s’agissait de cela, il était plus qu’habitué, vu ses origines sociales et vu nombre des jours de sa vie actuelle. Il n’avait pas bu, cela faisait longtemps qu’il ne fumait pas… « C’est étrange, à quoi peuvent bien être dues de telles hallucinations ? », s’écouta-t-il murmurer. Il se frotta un peu les yeux de ses poings fermés, les ouvrit et tenta de discerner quelque chose, mais il vit uniquement des taches fluorescentes et ensuite, peu de temps après, il vit cette chose étrange encore une fois derrière lui, assise sur l’une des chaises du fond du café. Alors, n’ayant plus aucune patience, vu que chaque fois qu’il se retournait cette chose se retournait aussi, se positionnant juste derrière lui, il décida de reculer lentement tout en restant assis sur sa chaise. Celle-ci, traînée sur le sol en vieille mosaïque, fit un bruit de ceux qui font grincer les dents, mais personne ne sembla y prêter la moindre attention. Dans l’esprit de tous ces insomniaques du centre-ville, chaque action est en effet justifiée d’avance par l’impossible dont chaque jour de ce pays est fait. Quand il fut proche de cette chose étrange il put enfin l’observer dans toute sa majesté et dans ses traits les plus subtils et les plus brillants. Elle était parfaite, équilibrée, rapide. Elle avait l’aspect de quelque chose d’efficace, de définitif, de concluant. Elle avait l’air d’un objet divin, éternel, de quelque chose de vraiment spécial. Avec cette finesse et ce poids, et la fusion harmonique de ses métaux et, surtout, cette petitesse qui inspirait le respect, avec cette odeur de vie et de mort qu’elle possédait, avec ces traits dedésespoir et de survie. C’était en vérité un objet bien étrange.
Il tenta de lui parler, mais cet objet étrange ne lui répondit pas et c’était beaucoup mieux ainsi. La réponse de cette chose aurait été peut-être la preuve irréfutable de la folie de cet homme. Il l’observa un long moment, comme s’il la regardait droit dans les yeux, et peut-être comprit-il alors.
A partir de ce moment, l’habitude ayant une part de responsabilité, comme toutes les choses dans ce pays, cette chose étrange et l’homme créèrent eux aussi cette union parfaite et oublieuse dont sont faits le quotidien et les habitudes caribéennes. Ce furent des années remplies de jours bâtis de la même manière : de travail, de retards, d’amours payées en bières, rhum et salsa, de bus gros du mot « tout », de bruit de mer et d’un peu de faim, quand les amours (bière, rhum et salsa) ne renfermaient rien d’autre. La relation entre cet objet étrange et son ami était depuis plusieurs années permanente et résignée. Elle ressemblait à un de ces nombreux mariages lassés et aussi à un de ces réveils responsables qui marchent même sans piles rien que pour « me gâcher la vie », comme il avait l’habitude de le répéter. Cette chose était toujours là, même dans les moments de plus forte passion et pudeur. Heureusement, dans ces cas-là, elle avait la délicatesse de se retourner et de ne pas assister au spectacle du sexe de ces nuits chaudes et sablonneuses. Mais elle était toujours là, présente, comme attendant quelque chose, avec ses yeux grands ouverts et ses calculs, puant le destin et la pauvreté, avec son mélange d’élégance et de violence, avec son envie, parfois rien qu’avec cela son envie.
Un jour, un de ces nombreux jours pareils à eux-mêmes et en même temps absurdes, cela arriva tranquillement, comme les choses arrivent ici, sans afficher beaucoup de triomphalisme ou de victimisation, sans faire beaucoup de silence ou de bruit. Cela arriva. Comme ça. Cela arriva et c’est tout. Ce fut une brève, rien que cela. Qui sait pour quelle raison, intention ou circonstance, envoyé par dieu sait qui ou quoi, qui sait si cela arriva pour résoudre quoi que ce soit ou soulager on ne sait quelle douleur ou créer on ne sait quelle joie. Cette nuit-là, il devait être 10h30 pm, il n’était même pas très tard, Agustín Pereira sentit subitement une balle, bien décidée, qui entra par la partie supérieure de son dos, passant subtilement et sans arrêts par chacun des instants de son corps, le divisant et le découvrant en un seul instant afin de réaliser la magie de la mort, en sortant d’une manière extrêmement précise par la partie inférieure de son coeur quelque peu foutu déjà, avant de tomber juste au milieu des chaussettes sales, à côté de quelques canettes de bière vides et écrasées, et d’une télé Panasonic 1979 allumée. Cette balle jetée là, tachée d’un rouge vie, sans travail. Morte.
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