viernes, 19 de octubre de 2007

Re-cordar a Ernesto Guevara de la Serna

Miguel Ángel Pérez Pirela

Los hombres, no los individuos

Heredamos países pobres, torturados, desaparecidos. Heredamos países cansados, Estados ineficientes, corruptos, desenraizados de las bases populares. Pero también heredamos pueblos cristalizados en Caracazos; en madres y abuelas, como las de La Plaza de mayo; en hombres, como el Che.
Ese Che que relató “conocí (a Fidel Castro) en una de esas frías noches de México y recuerdo que nuestra primera discusión versó sobre política internacional. A las pocas horas de la misma noche – en la madrugada – era yo uno de los futuros expedicionarios”
[1].
Es indudable. Los pueblos, las madres y los hombres, tienen calladas citas, y no precisamente con su destino. Citas con la humanidad toda, sumida en pobreza y desigualdad. Cita con el ritmo, cansancio y esperanzas de los pueblos.
Poco después del memorable encuentro de esos dos Latinoamericanos, el mismo Che y otros potenciales expedicionarios, cayeron en prisión. Fuerzas mayores parecían separar a Ernesto de la futura lucha cubana.
Ernesto Guevara, preocupado, pensó en dejar el camino libre para no interferir en los planes: “Recuerdo que le expuse (a Fidel Castro) específicamente mi caso: un extranjero, ilegal en México, con toda una serie de cargos encima. Le dije que no debía de manera alguna pararse por mí la revolución, y que podía dejarme; que yo comprendía la situación y que trataría de ir a pelear desde donde me lo mandaran y que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a un país cercano y no a la Argentina”
[2].
Según el entender del Joven Che, el camino hacia la revolución no podía pararse por individuos. Acaso sea esto cierto: el camino de la lucha no habrá de detenerse por meros individuos. Pero sí por hombres. Así lo comprendió ciertamente Castro, y así nos lo comenta el Che: “también recuerdo la respuesta tajante de Fidel: ‘Yo no te abandono’”
[3].
El Che estaría entre las filas de ese ejército rebelde que habría de zarpar con destino a Cuba. Fue entonces que, en medio de penurias económicas y reveces de traicioneros, “en fin, el 25 de noviembre de 1956, a las dos de la madrugada, empezaban a hacerse realidad las frases de Fidel, que habían servido de mofa a la prensa oficialista: ‘En el año 1956 seremos libres o seremos mártires’”
[4].

¿Libres o Mártires?

A la luz de esta lapidaria frase de Fidel, y como habitantes de este siglo XXI, no es ocioso preguntarse: ¿El Che, hombre libre o mártir?
La respuesta a esta absurda disyuntiva se hace todavía más difícil si nos adentramos en el carácter solitario, trágico y paradoxal de hombres de la talla y el talante del Che: ¿Bolívar, Libre o mártir?, ¿Allende, Libre o mártir?...
Algo es cierto, no podemos, ni siquiera acercarnos a una respuesta plausible sin antes terminar de entender que tanto el Che, como Bolívar y Allende fueron, antes que todo y sobre todo, hombres. Es allí que se encuentra precisamente el carácter histórico de su dignidad.
En el caso de Bolívar, el Che y Allende, nos encontramos con el mismo común denominador. Sus imágenes, después de sus muertes, han sido falseadas en nombre de una táctica político-histórica que todavía no terminamos de analizar en toda sus dimensiones.
Fue el caso, aquí en Venezuela de Bolívar, quien dejó de ser Simón, para convertirse simplemente en Bolívar, una estatua ecuestre, un discurso en el Panteón Nacional, un ramo de flores en alguna embajada venezolana en el mundo.
No cabe duda que la mejor manera de neutralizar históricamente a un hombre es justamente quitándole su carácter de hombre, despojándolo de su humanidad. Nadie puede luchar si está muerto. He aquí el carácter maquiavélico de aquellos que hacen de los hombres meros mártires.
También hemos vivido algo parecido con el Che: “sectores de la izquierda reaccionaron de manera equivoca después de la muerte del Che: primero fue la exaltación retórica y acrítica; más tarde pasaron al culto renacentista del héroe y al rechazo o el olvido de los aspectos claves de su pensamiento, sin estudiar la integralidad de éste”
[5].
No hay dudas, también en este caso, hay que rescatar al hombre.

El hombre Guevara, El hombre Cortazar

No se puede pensar en la muerte del Che sin rememorar aquel poema que Julio Cortazar escribe al enterarse de su muerte: “Yo tuve un hermano. No nos vimos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía. Lo quise a mi modo, le tomé su voz libre como el agua, caminé de a ratos cerca de su sombra. No nos vimos nunca pero no importaba, mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida”.
Pero tampoco puede evocarse dicho poema sin recordar la carta de Cortazar que acompañó estos versos hasta las manos de su editor. En esta misiva se encuentra plasmado el fundamento humano del poema. En ella dice Cortazar desde París: “El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto […] Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional”.
También aquí – como en las líneas antes citadas de un Ernesto conociendo a un Fidel – aparece más que un Cortazar mítico, un hombre, un poeta, escribiendo sobre su hermano guerrillero. Simplemente eso.
Hoy día recordamos al Che desde lo más íntimo de nuestro corazón, y es lógico. La palabra recordar viene del latín re (de nuevo) cordis (corazón). Cuando se recuerda, se hace pasar a la persona recordada nuevamente por el corazón de quien la recuerda. Y qué mejor recuerdo, qué mejor visita a la geografía íntima de los sentimientos, que la recorrida por entre las palabras del mismo Che hablando de su amigo Fidel, del mismísimo Cortazar hablando de su hermano, Ernesto Guevara de la Serna.

[1] Ernesto Che Guevara, Pasajes de la guerra revolucionaria, Ed. Política, La Habana, 2000, p. 4.
[2] Ibid., p. 6.
[3] Ibid.
[4] Ibid., p. 7.
[5] Germán Sánchez, « Che: su otra imagen », en Pensar al Che, CEA-Ed. José Martí, La Habana, 1989, I, p. 30.

miércoles, 10 de octubre de 2007

De cómo Allende hubiera reformado la Constitución

Miguel Ángel Pérez Pirela

La responsabilidad monumental de reformar la Carta Magna debe ser amparada y fundamentada, no solamente en sólidas bases teóricas, sino también históricas. Ello se hace todavía más imperativo si dicho proyecto de reforma se inscribe en un proceso revolucionario.
A partir de lo antes dicho, y revisando el mapa revolucionario de Nuestra América, surge imponente y necesaria, la imagen del Presidente Salvador Allende.
En su gobierno de la Unidad Popular (1970−1973), fue justamente la estructura del Estado lo que se propuso cambiar. ¿No es acaso esto lo que debe plantearse toda revolución? Evidentemente, no puede modificarse ningún Estado, sin antes cambiar sus reglas de juego. Salvador Allende expresó ello delante del mismísimo Congreso de Chile: “Se nos plantea el desafío de ponerlo todo en tela de juicio. Tenemos la urgencia de preguntar a cada ley, a cada institución existente y hasta a cada persona, si está sirviendo o no a nuestro desarrollo integral y autónomo. Estoy seguro de que pocas veces en la historia se presentó al Parlamento de cualquier Nación un reto de esta “magnitud”
[1].
En esta frase expresada por el “Compañero Presidente˝ el 21 de mayo de 1971, encontramos una de las más felices definiciones de revolución planteadas. Según esta afirmación, la revolución no es otra cosa que una transmutación de todo lo existente. De no ser así, nos encontraríamos de frente a simples reformas sociales, propias de cualquier socialdemocracia occidental.
De hecho, Allende defendió hasta la muerte una reconfiguración del Estado. Dicho Estado debía ser profundamente transformado con la entrada del pueblo, como protagonista indiscutible de su estructura.
En este sentido, el Presidente Allende expresó el mismísimo día de su toma del poder, el 5 de noviembre de 1970: “Yo sé que esta palabra Estado infunde cierta aprensión. Se ha abusado mucho de ella y en muchos casos se la usa para desprestigiar un sistema social justo. No le tengan miedo a la palabra Estado, porque dentro del Estado, en el Gobierno Popular, están ustedes, estamos todos. Juntos debemos perfeccionarlo para hacerlo eficiente, moderno, revolucionario”
[2].
La transformación del Estado, como premisa de la revolución, se habría de realizar entonces a través de la instauración del “Poder Popular” como forma acabada del poder en la revolución.
El problema radica en que muchas veces no se tiene claro qué es, en realidad, este Poder Popular que tanto se defiende en tiempos revolucionarios. Si no se aclara su significado verdadero, se corre el riesgo de desvirtuarlo y hacer de éste un mero lema político. Fue por este motivo que Salvador Allende, durante ese primer discurso en cuanto Presidente, no dudó en preguntarle a la multitud jubilosa presente en el Estadio Nacional de Santiago de Chile: “¿Qué es el Poder Popular?”
[3].
La respuesta dada por Allende no puede ser más acorde para la Venezuela de hoy día: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo. Acabaremos con los monopolios, que entregan a unas pocas docenas de familias el control de la economía. Acabaremos con un sistema fiscal puesto al servicio del lucro que siempre ha gravado más a los pobres que a los ricos. Que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento. Vamos a nacionalizar el crédito para ponerlo al servicio de la prosperidad nacional y popular. Acabaremos con los latifundios, que siguen condenando a miles de campesinos a la sumisión, a la miseria, impidiendo que el país obtenga de sus tierras todos los alimentos que necesitamos. Una auténtica reforma agraria hará esto posible. Terminaremos con el proceso de desnacionalización cada vez mayor, de nuestras industrias y fuentes de trabajo, que nos somete a la explotación foránea. Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales. Vamos a devolver a nuestro pueblo las grande minas de cobre, de carbón, de hierro, de salitre”
[4].
Esta detallada definición del Poder Popular, coincidía con el Programa de su Gobierno, la Unidad Popular. Programa que fue aplicado casi en su totalidad en menos de tres años de gobierno.
Si observamos con atención la propuesta de reforma a la Constitución venezolana, nos podemos percatar que en la misma se encuentran cristalizadas iniciativas similares a las que Allende proponía como necesarias para alcanzar el Poder Popular.
He aquí algunos ejemplos: “Acabaremos con los monopolios” (art. 113); “Acabaremos con un sistema fiscal […] que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento” (art. 318); “Acabaremos con los latifundios” (art. 307); “Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales” (art. 302).
Claro está, a la luz de la experiencia chilena, surgen algunas preguntas: ¿Cuándo se tocarán en Venezuela los intereses de “los banqueros y su apetito de enriquecimiento”? ¿En qué ha quedado la Reforma Agraria en nuestro país?...
Lo cierto es que hoy se le coloca al pueblo venezolano, como entonces al gobierno de Allende, la posibilidad de “ponerlo todo en tela de juicio”. Pero hay algo que debemos entender del proceso chileno: no se puede hacer revolución sin transformar el Estado; no se puede transformar el Estado sin instaurar el Poder Popular; y no hay Poder Popular sin, como lo dice el artículo 136, “grupos humanos organizados como base de la población”.
Si bien es cierto que, según este artículo 136, “el pueblo es el depositario de la soberanía”, no es menos cierto que si dicho pueblo no “ejerce el poder directamente a través del poder popular”, el texto constitucional será sólo letra muerta.
Es en este sentido que debe entenderse el Poder Popular aplicado en Chile, y propuesto hoy día en Venezuela. Este poder es, nada más y nada menos, que una puerta abierta para que el pueblo pueda tomar el poder que le corresponde.
Ahora, si el pueblo no se organiza cotidianamente en “formas de autogobierno” (art. 16), sería como si, al fin y al cabo, no quisiera entrar por la puerta histórica de su destino.
[1] Salvador Allende, Se abrirán las grandes alamedas, Txalaparta, Tafalla, 2006, p. 106.
[2] Ibid., p. 72.
[3] Ibid., p. 71.
[4] Ibid.

lunes, 1 de octubre de 2007

Popule Meus

Miguel Á. Pérez Pirela*
(Publicado en "Diario VEA" y "El Nacional")


Se continúa hablando – y se continuará a lo largo de la historia – del Poder Popular como poder en manos del pueblo. Pero si no se desvela previamente qué quiere decir en realidad “pueblo”, se corre el riesgo de jugar, no sólo contra sí mismo, sino más aún, a favor del adversario.
De hecho, basta hacer una muy somera investigación para darse cuenta que el pueblo quiere decir todo y nada. La palabra pueblo la encontramos en la boca de todos, es sin duda alguna “vox populi”: basta pensar al “Volk” de Hitler, al “pueblo” de Allende, al “popolo” de Musolini o al “peuple” de Rousseau. Dicha palabra aparece incluso en la boca de Jesús: “popule meus quid feci tibi? responde mihi”. “Pueblo mío: qué te he hecho. Respóndeme”. En fin, la semántica del pueblo ha dado para todo.
Ludwig Wittgenstein solía decir que la definición de una palabra no era otra cosa que el uso que se le daba a la misma. En este sentido, no resulta difícil darle tres acepciones iniciales a la palabra pueblo.
El pueblo es primero que todo sinónimo de identidad. Desde este punto de vista el mismo es visto como pueblo/nación: pensemos al pueblo venezolano o al pueblo francés. Pero el pueblo también es utilizado comúnmente como clase social. El pueblo sería desde esta perspectiva la clase más baja de la pirámide económica: pueblo como oposición a la burguesía. Por último, utilizamos la palabra pueblo en tanto que pequeña conglomeración o asentamiento humano. Pueblo bajo esta definición sería lo opuesto a la ciudad: nos referimos al pueblo andino de La Puerta o al pueblo falconiano de Menemauroa.
De hecho, al definir estas tres utilizaciones diversas de la palabra pueblo, nos damos cuenta que en sí mismas se oponen a otras entidades sociales existentes: el pueblo venezolano no es el pueblo francés; el pueblo como clase no es la burguesía; el pueblo de Menemauroa no es la ciudad de Coro.
La pregunta surge entonces espontáneamente: ¿de qué pueblo hablamos cuando nos referimos al Poder Popular?, o en otras palabras, ¿a cuáles de estos pueblos se le está dando el poder a través del Poder Popular propuesto en el artículo 136 de la Reforma?
La respuesta es de una complejidad irónica. Cuando se le da el Poder (Popular) al pueblo, antes que todo se le está quitando el poder a quien poder tiene. Sería ingenuo pensar que al dar el poder al pueblo no se está substrayendo el poder a quien para ese momento lo tiene. Ahí está el asunto.
A la luz de lo antes dicho surge una primera y fundamental definición de ese pueblo a quien se le está dando el poder: el pueblo que tendrá el poder en el futuro es, nada más y nada menos, que ese ente socio-político que nunca lo tuvo.
De hecho, la primera definición de pueblo – la que funda todas las otras – parte de la idea de pueblo como anti-poder. En este sentido, si hay algo que se opone al pueblo es justamente el poder encarnado en el Estado. La génesis misma del Estado moderno surge como anti-pueblo. Hobbes planteaba en su “Leviatán” que si no hay Estado, no hay pueblo; que el pueblo se estructura y organiza a partir de la oposición a un Estado cuya principal vocación es someterlo legalmente.
Se plantea entonces aquí el pueblo político como una figura de resistencia frente al poder instituido, sea éste Estado Central, Gobernación, Alcaldía, Banca, Religión, Medios de comunicación, Partido, Imperio, etc.
Si el pueblo se define en tanto que resistencia, se plantea un desafío aún mayor para ese artículo 136 que transfiere el poder al pueblo, a través de la figura del Poder Popular. Dicho reto consiste en tener la valentía revolucionaria de anularse a sí mismo como único e indiscutible poder constituido, para dárselo al poder originario, al poder constituyente, al poder de resistencia, al no-Estado, al no-Gobierno, al no-Partido.
La responsabilidad histórica de los cambios que se nos presentan está por ello en preguntarnos: ¿Quién posee el poder?: ¿quien lo transfiere o a quien se le transfiere?
Detrás de esta transferencia del poder de un Estado o un Gobierno al pueblo hay una gran paradoja, pues quien transfiere el poder a otro lo hace porque, en realidad, lo tiene. El desafío estaría entonces en preguntar, a aquel o aquellos que transfieren el poder al pueblo, si estarían eventualmente dispuestos a dejarlo.

*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA