miércoles, 19 de septiembre de 2007

El imperio de lo exclusivo

Miguel Ángel Pérez Pirela

De todos los ángulos de la oposición al proyecto de reforma de la Constitución aparecen críticas entorno al artículo 115 referente a las diversas formas de propiedad. Por lo general se escucha decir que dicho artículo solapa la propiedad privada, no obstante en éste se encuentra contemplada la misma y definida como “aquella que pertenece a personas naturales o jurídicas y que se reconoce sobre bienes de uso y consumo, y medios de producción legítimamente adquiridos” (artículo 115 propuesto).
Visto que en el artículo 115 sugerido se conserva y respeta el derecho a la propiedad privada como anteriormente expuesto, es urgente preguntarnos: ¿Qué se esconde detrás de este furibundo ataque a otras formas de propiedad que no se resuman única y exclusivamente a lo privado?
Para responder a dicha interrogante debemos adentrarnos en eso que hemos querido llamar el imperio de lo exclusivo.
Hoy día en el castellano corriente y cotidiano se llama exclusivo a todo aquello que posee un carácter lujoso, caro, fashion. Muy pocas veces nos damos cuenta que el sentido primero que se esconde detrás del término exclusivo denota precisamente su carácter excluyente.
Exclusivo sería entonces todo objeto que pertenece (y que sólo puede pertenecer) a un individuo y no a los otros. He aquí entonces el carácter negativo que caracteriza a la propiedad privada.
Solamente a la luz de lo antes dicho es que podemos entender las críticas que adelantan los opositores al artículo 115 sugerido.
Sus detractores entienden la propiedad desde un punto de vista meramente exclusivo. Ello quiere decir que conciben como única propiedad posible la propiedad privada. En otras palabras se puede afirmar que elevan esta última al rango de dogma indiscutible.
A partir de lo antes dicho es evidente que la propuesta del artículo 115 – que alarga el campo de la propiedad privada – resulta simplemente inconcebible para un defensor dogmático de la propiedad excluyente. Al postular el legislador varios tipos de propiedad – como por ejemplo la propiedad pública, social, colectiva y mixta – no está haciendo nada más y nada menos que insertar un nuevo tipo de valor basado en lo social.
Y ¿Qué es esta discusión sino un franco debate en torno a valores?
De hecho, no podemos engañarnos: la discusión a propósito del artículo 115 no es otra cosa que una propuesta de valores sociales como alternativa a los valores individualistas que caracterizan el neoliberalismo y su instrumento fundamental, el capitalismo.
¿Qué es el capitalismo sino una dogmatización del capital como propiedad en las manos de unos pocos?
El capitalismo como teoría filosofico–política concibe la apropiación, no solamente de los medios de producción, sino también del trabajo humano en manos de unos pocos. En éste todo se vuelve propiedad privada.
Desde este punto de vista el capitalismo se presenta como el instrumento económico de una versión exclusiva de la propiedad. El capitalismo es por ello el instrumento predilecto de la propuesta neoliberal en lo concerniente a la aplicación en el plano político, económico y social de valores individualistas. Para el neo-liberalismo el individuo es un átomo, o mejor, un 1+1 que nunca dará como resultado 2. En dicho sistema lo social no está contemplado. De allí el hecho que en su lenguaje corriente lo exclusivo se convierte en sinónimo de bueno, posee un valor positivo.
Es justamente contra este tipo de postura que surge la propuesta de valores sociales que no ven al individuo como un átomo separado de otros individuos. Dichos valores presuponen la correlación política, económica y social de los individuos en comunidades organizadas.
Bajo esta lógica surgen, por ejemplo, los consejos comunales, las cooperativas, etc., que son la cristalización de los valores sociales antes mencionados. Vale entonces preguntarse que podría ser, por ejemplo, un consejo comunal si sólo existiera como único tipo de propiedad la propiedad privada. La respuesta es muy simple: no podría hacer absolutamente nada.
La organización entorno a valores sociales presupone por ello la ampliación de la propiedad privada a otras formas de propiedad. Simplemente con el artículo 115 propuesto se quiere establecer la república de los valores sociales contra el imperio de los valores individualistas. Conjugar socialmente la propiedad no quiere decir anularla. Todo lo contrario, dogmatizar la propiedad privada quiere decir sin más decretar la muerte de la propiedad social. Ello conllevaría a lo que hoy día observamos en muchas partes del mundo: todo en manos de pocos, poco en manos de todos. En otras palabras, miseria y pobreza como elementos característicos de las mayorías populares. Lujo y exclusividad, como característica esencial de las minorías económicas.
La discusión entorno a la propiedad es por ello la discusión entorno a la democracia (gobierno de las mayorías) que queremos. No puede haber democracia en el imperio de lo exclusivo. Pero tampoco puede haber dictadura en la república de lo social.

sábado, 1 de septiembre de 2007

“Síntomas disfrazados de diagnósticos”

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Publicado en el "Diario VEA" y "El Nacional, 2007)

Al menos que no tomemos como punto de partida el debate del individuo consigo mismo - que la tradición elaborada por Platón y San Agustín llamó “pensamiento” - todo debate presupone como condición necesaria un diálogo con el otro. En ese sentido, el debate por antonomasia es un acto de alteridad, es decir, un acto “polítiko”. Ello coloca irremediablemente el debate en una dimensión social. Detalle éste que obliga a replantear no solamente el horizonte de alteridad de todo debate sino, más aún, la estructura fundacional del debate como práctica social. ¿A qué nos referimos más precisamente? Todo debate, para que sea considerado como tal, implica no sólo al otro, sino también a la estructura, fundación o lugar desde el cual ese otro habla. Es precisamente aquí que el debate filosófico-político contemporáneo nos brinda herramientas excepcionales para comprender este elemento fundacional del debate. Según las posiciones del liberalismo de John Rawls el debate fundacional de cualquier sociedad debe instaurarse desde un “velo de ignorancia”, es decir, desde un lugar de neutralidad radical. Según Rawls, para que el debate social sea justo, es necesario que cada individuo que participa en la creación del contrato no sepa absolutamente nada de los otros individuos con los cuales está pactando. El debate se fundaría entonces en individuos sin sexo, edad, posición social, religión, nacionalidad, etc. Nos encontramos por ello de frente a una dogmatización de la neutralidad como punto de partida del debate. De todo ello surge una perplejidad: ¿puede una sociedad fundar-se en la negación de las identidades comunitarias, tribales, societales? Una buena parte de la respuesta a dicho interrogante es planteada por la crítica que, desde el comunitarismo, se le hace a las posiciones anteriormente planteadas. Según autores como Charles Taylor o Michael Sandel no se puede elaborar la estructura fundacional de un debate social desde la neutralidad. Si bien es cierto que “las palabras no son neutras”, tampoco las sociedades contemporáneas. Éstas son el fruto de un enmarañado sistema de valores comunitarios, insoslayables a la hora de pensar el “nosotros”. El pacto fundacional de una sociedad parte por ello de lo comunitario. Es precisamente allí donde se fragua el metal hirviente del debate político. De hecho, se habla aquí de la comunidad como lugar fundacional del individuo. Sólo a partir de una lógica comunitaria el sujeto construye lo propio de sus necesidades, deseos, frustraciones, límites y ventajas.
En los últimos días en nuestro país nos hemos encontrado con encarnaciones representativas del modelo neutral propuesto por Rawls. De hecho, protagonistas del debate actual venezolano han inscrito sus propuestas en un “No Mans Land”, es decir, un lugar caracterizado por una neutralidad absoluta. Ello se ve reflejado en posturas según las cuales sus afirmaciones no serían políticas, sino meramente cívicas. Contradicción ésta que, antes de ser semántica, es etimológica. Si bien es cierto que lo político viene del griego “polis”, es decir, ciudad, también lo es que lo cívico viene del latín “civis”, que casualmente también reenvía a la idea de ciudad. Y es que todo debate, si quiere ser tal, debe estar fundamentado en un topos o lugar comunitario desde donde, no solamente se expresa una idea, sino que más aún, se asume todo el universo cultural, económico, sexual, religioso, político, desde donde se habló. Quien habla debe asumir por ello la responsabilidad de lo dicho, no sólo delante de la comunidad contra quien tomó la palabra, sino también delante de sus símiles. Hablar desde la neutralidad del “velo de ignorancia” rawlsiano implica entonces una acción propicia para el anti-debate, o más aún, el no-debate. Quien habla desde la neutralidad liberal en realidad está dinamitando el fundamento propio del debate. Aquel que, a la hora de plantear reivindicaciones cívicas desde el foro público se dice no-político, está simplemente siendo un síntoma más del malestar social que critica. Pero esta vez disfrazado de diagnóstico.