sábado, 1 de noviembre de 2008

Bio-poder, Bio-ética, Bio-política:

la Bene-fi-ciencia o el bien de la ciencia

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Publicado en la Revista "RELEA", 2008, Universidad Central de Venezuela)

Lo Bio: representación y valor de la vida
Muchas veces se cree que la discusión entorno a la bioética es, sobre todo, una discusión de carácter racional, “fantasmático”, religioso o meramente teórico-moral. Nada más lejos de la realidad. La reflexión sobre la probable relación entre bioética y ciencia está fundada en ese pathos que presupone toda reflexión sobre la Vida. De dicha discusión depende, y aún más, dependerán las posibilidades que en el futuro tendrá la Vida de frente a los avasalladores descubrimientos científicos y las paradojas de la relación ciencia-política-economía.
En este sentido no está de más recordar que al hablar de la relación ciencia-bioética “nos encontramos primero que todo, delante de una crisis de la representación de la vida y del valor de ésta. ¿Se debe advertir al futuro esposo de un seropositivo del peligro que corre? ¿Se debe imponer la propiedad colectiva de los órganos de los muertos? ¿Podremos engendrar huérfanos? ¿Cómo soportar la desigualdad de oportunidades entre países desarrollados y países menos desarrollados en relación a la distribución de la venta de órganos? […]
[1].
La pregunta que surge de estas preguntas sería entonces: ¿quién puede decidir delante de “situaciones límites” en las que está en juego la noción misma de vida, es decir, su carga simbólica? Y de encontrar una o un grupo de personas aptas/actas para la toma de dicha decisión, entraríamos en una problemática ulterior concerniente a los criterios racionales y fundamentos morales a partir de los cuales se decidiría.
Un aspecto esencial que no se puede soslayar es precisamente el del criterio de una persona común y corriente – es decir sin especiales competencias científicas o (teórico) morales – que se ve confrontada a tomar una “decisión bioética”. ¿Puede esta persona pronunciarse “bioéticamente”? ¿Sería legítima su voz? ¿Desde qué posición hablaría? De frente a estas interrogantes se debería entonces reflexionar sobre el estatuto mismo de la palabra bioética. ¿Se trata de una posición científica, técnica, intelectual, religiosa o moral? Dilucidar sobre ello nos permitirá hacernos una idea más clara sobre lo propio de la bioética, es decir, sobre su fundamento. Si es que se puede llegar a un acuerdo sobre el mismo.
De hecho, ¿presupone la bioética un acuerdo en relación a la ética? De no ser así, ¿cómo se podría llegar a un acuerdo bioético sin un acuerdo ético anterior? ¿Se podría decir entonces que la bioética está fundamentada en una ética en movimiento, una especie de ética in progress? Si es el caso, ¿se podría hablar entonces de una “renovación de la ética” que pueda adaptarse a los rápidos cambios y desafíos éticos, económicos y políticos que nos presenta la ciencia?
Las respuestas a estas perplejidades abren entonces la bioética a un campo mucho más vasto, a partir del cual la misma se propone como instrumento privilegiado para pensar sobre la ciencia, sus paradojas y límites.

I. Bio-poder: La Ciencia como ideología

El poder de la ciencia, y más específicamente, de la biociencia se encuentra plasmado en varios aspectos que no se deben soslayar. Dichos aspectos fundan eso que podría ser llamada la ideología científica, o más bien, la ciencia como ideología. Esta ideología surge de una voluntad de emancipación por parte de la ciencia y la técnica del hombre que las controla. “Habermas considera que el capitalismo avanzado abre la ciencia a técnicas de control del comportamiento humano de más en más finas”:

Después de que la técnica sirvió a la emancipación de los hombres, ella misma se emancipó de éstos, de la acción y de las normas humanas. Es precisamente a ello a lo cual nosotros asistimos en nuestro mundo contemporáneo, es decir, a esta independencia conquistada por la ciencia, quien encuentra en sí misma su propia legitimidad. La ciencia se convirtió en una ideología que es independiente de toda ideología. Toda una esfera de la conciencia se transformó de este modo en conciencia tecnocrática, lo que corresponde exactamente a la abolición de toda diferencia entre la moral y la técnica. La conciencia tecnocrática no quiere decir la disolución de esta o aquella estructura moral particular, ésta corresponde más globalmente al rechazo de la ‘moralidad’ en tanto que categoría de existencia en general
[2].

No se puede negar que eso que muchos ven como una actividad científica benéfica, humanitaria, ética, puede poseer una fuerte carga ideológica que es importante tomar en consideración para medir, o al menos captar, la dificultad latente a la hora de colocar límites a la misma. “Si la idea de una reglamentación o ‘etización’ del poder biológico puede pasar por una limitación es precisamente porque ello relativiza, en el nivel más profundo, una base ideológica transparente hasta nuestros días: el optimismo suscitado por la ciencia”
[3]. Abordemos entonces más precisamente las características de esta ideología científica.
En primer lugar surge una ideología de la libertad científica. De hecho, “la Ciencia se quiere como el instrumento de la libertad, ya que la misma ofrece a los individuos los medios para sustraerse del imperialismo de los hechos y negar la fatalidad”
[4].
Partiendo de ello el científico se erige como una especie de sacerdote de la ciencia el cual, a través de sus actos, liberará al hombre del fatal determinismo de la naturaleza. “Eso que reclaman los investigadores es precisamente el derecho a la libertad de la investigación, derecho que consiste en interrogar y provocar a la naturaleza con instrumentos que se encuentran en nuestros días en una nueva escala de potencia. De ello surge, y es aquí que encontramos materia para el debate, un costo humano. La cuestión es entonces la de saber si dicho costo puede ser aceptado, y hasta dónde, en cuanto instrumento de un apetito cognoscitivo”
[5].
Por otra parte se encuentra la ideología del progreso científico que interpreta la historia humana como una línea recta que se proyecta siempre hacia un futuro mejor que el pasado y el presente. La ciencia es uno de los paradigmas más emblemáticos de dicha lógica del progreso. La ideología del progreso científico proclama que toda acción científica se traduce inevitablemente en un mejoramiento de la situación presente de los seres humanos. Ello implica, por otra parte, que cualquier límite o traba que se le coloque al ser humano será, sin más, un retraso para la humanidad entera. Dicha concepción progresista de la ciencia da lugar también a una visión esperanzadora de la misma: “sólo el progreso está en la medida de corregir y rectificar los defectos del progreso, los errores engendrados por el progreso”
[6].
De lo antes dicho deriva un ulterior aspecto de la ciencia como ideología: la ideología de la esperanza científica. Toda acción científica está concebida como proyectada hacia un futuro mejor. La esperanza sería entonces el motor que hace creer en el advenimiento de resultados científicos (únicamente positivos) para la humanidad. Este aspecto esperanzador trata de hacer una amalgama entre la ciencia y la ética al afirmar que “la investigación en sí misma es fecunda e inocente, y que es sólo al nivel de la aplicación que hay que ser vigilantes”. Ello conlleva a una clara conclusión: “El desliz no es científico y por ello no es ético
[7]”. Todo aquello que contradiga la ciencia o la coloque entre paréntesis sería visto entonces como pesimista en relación a las posibilidades de los seres humanos.
Otro elemento capital del progreso científico es precisamente el de su fe en la ideología de la potencia científica. En la tradición occidental la potencia humana está ligada íntimamente al control de la naturaleza. El poder de – a través de una actividad cultural como es la ciencia – modificar la naturaleza según la voluntad humana es señal de fuerza. La naturaleza desde este punto de vista se presenta como una realidad maleable, como pura potencia, delante del acto todo poderoso del ser humano. Es innegable que ello implica una concepción cosificadora y cosificante del medioambiente. Éste se piensa a partir de una visión antropocéntrica. Evidentemente los adelantos en términos de conocimiento científicos han aumentado de forma notoria dicha sensación de poder. Cada día más la ciencia encuentra nuevos y más sofisticados mecanismos de modificación de la naturaleza. Ello implica entonces “una afirmación (casi-nietzscheana) de una potencia inusitada, demiúrgica, jamás experimentada hasta ahora”. Pero, de hecho, el testimonio optimista de una libertad sin límites que la investigación ha encontrado por sí misma, más que ser un argumento, es un elogio a la potencia.
A partir de lo antes dicho se conciben entonces una ciencia desprovista de límites, o al menos, determinada por el menor número de trabas posibles. Es en este sentido que muchos científicos integran los errores científicos como males necesarios, racionales y justificables desde todo punto de vista. Castillo, citando el punto de vista de científicos, afirma que “los errores no son más que instrumentos inevitables de la investigación. La historia de la ciencia, así como la historia del hombre, está poblada de potenciales extravíos”
[8].
La ciencia se presenta desde este punto de vista como instrumento liberador del ser humano y cualquier intento por frenarla se traduciría en una tentativa esclavizante en relación a los “tiempos modernos”.
La cuestión está por ello en analizar eso que se encuentra detrás de la ideología que encarna la ciencia hoy día. Al acercarnos a la ciencia como ideología nos percatamos que “más allá de toda motivación sicológica o social, hay lugar para la pasión ya que se trata aquí de comunicar no solamente un tipo de racionalización, sino también una convicción, la convicción que esta racionalización es la mejor. La cuestión de lo mejor conduce entonces a una justificación de tipo ética”
[9].
La Ciencia sería por ello también un problema de valores y, en este sentido, se plantea un primer “conflicto entre el valor del saber y el valor de los derechos del hombre”. De hecho, “el campo del saber no cubre necesariamente el campo de lo humanitario”. Surge entonces una tensión que tiene que ver, por una parte, con el derecho a investigar, y por otra, con los derechos de aquellos que son investigados.
Pero se debe notar que la cuestión de los límites de la ciencia no concierne únicamente el plano teórico y la historia da muestra de ello:

Tales resoluciones son la réplica a la amarga experiencia, de modo muy especial, de las atrocidades nazis. Más tarde, sin embargo, se ha ido conociendo que la experimentación en los humanos, sin garantías ni consentimiento, no sólo hay que achacarla a los nazis, pues varios países democráticos se han visto envueltos en los mismos atropellos. Desde el cirujano inglés Charles Maitlan, inoculando viruela a prisioneros, pasando por la citada crueldad nazi (en Dachau y bajo el Dr. Sigmund Rasecher se hicieron numerosos experimentos con el cuerpo humano; recordemos que en Núrember se juzgó a 23 médicos y se condenó a muerte a siete)
[10].

La reflexión y el análisis de los límites que han de colocarse a la ciencia estructuran precisamente el objeto propio de la bioética, en tanto que reflexión y discusión en torno a la cuestión del bio-poder de la ciencia.

II. Bio-ética: Los límites a la Ciencia

Antes de entrar de lleno en la definición, o mejor, las definiciones de la bioética es necesario hacer una breve puntualización histórica a propósito de sus orígenes:

Se dice que fue un descubrimiento simultaneo […] del oncólogo Van Rensselaer Potter y del ginecólogo Hellegers […]. W. T. Reich, en un detenido análisis, ha demostrado que la paternidad del término se debe a Potter. Su libro de 1971, Bioética, un puente hacia el futuro, es el pistoletazo de salida de esta nueva disciplina. Es cierto que Hellegers popularizará inmediatamente el neologismo con la creación del Instituto Kennedy de Bioética e Georgetown. Potter veía la bioética como un puente o unión entre la biología y la ética […]. Hellegers, por su parte, se centrará en el aspecto más interdisciplinario de la bioética; aspecto que ha sido triunfante en lo que al concepto de bioética se refiere […]. En esta breve historia otros nombres deberían ocupar un lugar de importancia. Limitémonos a señalar a D. Callahan, promotor del Hasting Center, que con su publicación Hasting Center Report se ha convertido en referencia obligada en lo que atañe a la ética y a las ciencias de la vida
[11].

Pero comencemos por definir la bioética a partir precisamente de la Enciclopedia de Bioética. Según dicha fuente la bioética sería “el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicas y la atención de la salud en la medida en que esta conducta se analiza a la luz de principios y valores morales”
[12]. Autores como Sádaba centran su atención, más que sobre la conducta humana, sobre “el estudio disciplinar de los problemas derivados de los avances biológicos con especial atención a su dimensión moral”[13].
La bioética, en este sentido, tiende a colocarse como parte de esas diversas derivaciones que, en los últimos tiempos, se han emancipado de lo que en el mundo filosófico es llamada la ética general. Algunos casos pondrían sernos útiles: hoy día se habla por ejemplo de la ética de los negocios, la de los animales, la ética de la publicidad, la ecológica, la bioética animal, la gen-ética, la infoética, la microbioética y macrobioética, y más generalmente la bioética fundamental y bioética clínica
[14].
A propósito de la carga semántica del término de bioética, Castillo propone tres definiciones por lo demás interesantes que colocan la bioética frente a sus contradicciones. En una primera definición la finalidad de la bioética es la de “anticipar los efectos del progreso científico y técnico”. En otras palabras, ésta se debe comprender como “la elaboración de nuestras responsabilidades con relación a las generaciones futuras”. El trabajo de la bioética es por ello un trabajo de “vigilancia cuyo norte es la individualidad potencialmente amenazada”
[15]. Está de más afirmar el carácter apriorístico de esta definición. La bioética se coloca como una mirada, juicio o valor anterior a la actividad científica.
En un segundo momento la bioética se considera como instrumento ético al servicio de la ciencia. La bioética, por no apoyarse en ningún fundamento metafísico, estaría disponible a los cambios propios de la ciencia y la técnica contemporánea. Ello quiere decir que la misma no tomaría ninguna disposición apriorística frente al avance de la ciencia. Todo lo contrario. La bioética se pronunciaría a posteriori con relación al progreso científico. Ésta sería entonces el instrumento a partir del cual “se solicitaría a la ética de facilitar la introducción del progreso técnico en la costumbres”. La bioética se presentaría por ello como la legitimación ética del progreso científico” y, en este sentido, serviría como instrumento pedagógico para introducir en los jóvenes una “figura desdramatizada del progreso”
[16].
Una tercera y última definición de bioética se encuentra plasmada en la aplicación de la bioética a través de los “Comités de bioética”. Evidentemente esta definición de bioética posee un sentido mucho más pragmático que los anteriores. La bioética conjugada a un grupo de personas que discuten, analizan y deciden, posee su fundamento en la idea misma de derecho. Se trataría aquí de una ética para el derecho, es decir, de un valor o bien que se hace ley, prescripción. La bioética estaría entonces fundada en un trabajo de “legislación” a partir de la búsqueda de un equilibrio o suerte de justicia entre las solicitudes de la moral, por una parte, y la ciencia, por otra.
Pero es precisamente esta última definición la que nos coloca delante del impasse más importante de la reflexión sobre la bioética. Partiendo del supuesto caso que un grupo de personas, miembros de una comisión, se sienten a discutir entorno a decisiones que tienen que ver con la bioética es justo preguntarles: ¿sobre qué fundamentos éticos han de decidir? Si el grupo en cuestión es homogéneo, desde el punto de vista ético, la empresa se facilita, relativamente. Ahora, si dicho grupo está compuesto por individuos provenientes de diversos universos morales, religiosos, económicos, culturales o políticos, las cosas tienden entonces a complicarse.
La cuestión surge entonces en toda su complejidad y podría resumirse con la siguiente pregunta: ¿existe un acuerdo sobre el fundamento de la bioética?
Es precisamente sobre este punto que nos encontramos con las contradicciones propias de la bioética. De hecho, “uno de los objetivos de una bioética universal es lograr el máximo consenso entre opiniones, culturas e ideologías diversas”. Pero es innegable que “hoy día no existe consenso internacional relacionado a la ética de la investigación. Sobre el embrión o sobre las células y tejidos humanos, no existe una ética internacional explícita”.
No cabe duda que en nuestros días existe la solicitud de un consenso sobre valores bioéticos, al mismo tiempo que un acuerdo casi unánime sobre principios como la búsqueda de la verdad objetiva, el respeto por las personas, la beneficencia, la justicia, entre otros. Mas no existe ningún tipo de acuerdo sobre algo tan crucial como el fundamento ontológico de dichos valores. Ello se traduce entonces en una ausencia de acuerdo sobre los límites de aplicabilidad de estos principios
[17].
A partir de lo antes dicho surgen preguntas fundacionales con relación a la bioética: ¿Cuál debe ser la ética de la bioética? ¿Existe una fundamentación general y universal de la bioética? ¿En qué tipo de acuerdo se debería fundar dicha fundamentación?
Para responder a estas interrogantes se han hechos esfuerzos por encontrar principios o fundamentos aplicables. Por ejemplo, “desde los años noventa viene funcionando a modo de referencia básica lo que se ha dado en llamar ‘los principios de la bioética’. Tales principios tienen su origen en el ‘Informe Belmont’. Dicho informe es el resultado de los cuatro años de discusión de una Comisión Nacional, organizada a instancias del Congreso de los Estados Unidos. La Comisión debería tratar de principios éticos que afectan a la investigación con humanos”. De ello se derivaron tres principios guías”: la autonomía de las personas, la beneficencia (o maximizar los beneficios y minimizar los riesgos) y la justicia, que en este caso, es justicia distributiva. Es precisamente ésta la raíz del hoy ya célebre texto de Beauchamp y Childress, Principios de ética biomédica
[18], obra que añadirá el principio de no maleficencia.
Pero incluso los principios anteriormente expuestos son objeto de serias relativizaciones por parte de quienes afirman que detrás de todo principio se encuentra una visión partidaria de la ética. Por ejemplo muchos observan que “el principio de justicia tendrá primacía, debido a su tradición socializante, en Europa; mientras que el de autonomía será propio, dada su tradición liberal, de los países anglosajones […]”
[19].
Existen también quienes profesan una aversión por los principios bioéticos fundados en meras teorías morales. Para autores como Jonson y Toulmin, las posiciones de Beauchamp y Childress resultan inaplicables en cuanto se basan en fundamentos racionales y éticos que no se prestan a un consenso internacional. Dichos autores en lugar de proponer nuevos principios, plantean un método alternativo para sostener la bioética: “éstos pensaban que la gramática adecuada debería confiar menos en los principios y más en los casos concretos. Observaban que la gente, cuando discutía sobre principios, se eternizaba, mientras que si partía de casos concretos, personas con ideología distintas llegaban pronto a un cierto consenso. El asunto, efectivamente, era el de encontrar un consenso suficiente entre individuos con teorías morales diferentes”.
Para fundamentar lo anteriormente planteado basta tomar como ejemplo a los mismos Beauchamp y Childress: “el primero es utilitarista y el segundo un deontologista kantiano. El utilitarista, como es bien sabido, considera que algo es bueno y, por lo tanto debería hacerse, si tiene buenas consecuencias. El deontologismo, por el contrario, considera que existen unos principios a los cuales hay que acomodarse y, por lo tanto, algo es bueno si debe hacerse”
[20].
¿Qué respuesta o proposición dar entonces frente al impasse que presupone la discusión sobre los fundamentos de la bioética y su relación a los desafíos del biopoder contemporáneo?

III. Bio-política: Hacia el mecanismo de la Bene-fi-ciencia

La presente reflexión se erige entonces como un planteamiento al tan controversial problema del fundamento de la bioética. Sobre todo en relación a las implicaciones con un bio-poder de más en más tecnificado y efectivo. Para ello damos razón al cambio de método en relación a la cuestión que autores como Jonson y Toulmin realizan. Es imprescindible encontrar fundamentos que no se basen en principios morales universales como los propuestos por Beauchamp y Childress. Pero por otra parte, defendemos la posición de estos dos últimos autores en la búsqueda de fundamentos bioéticos que no partan de meros casos prácticos como lo afirmaban Jonson y Toulmin.
De frente a la carencia de fundamentos bioéticos universales y a la relatividad de una bioética fundada en casos concretos, proponemos más bien la búsqueda de mecanismos o procedimientos bioéticos que puedan servir al mundo científico como modus operandi u hoja de ruta.
Es precisamente en esta óptica que surge eso que hemos querido llamar – utilizando un neologismo – el mecanismo de Bene-fi-ciencia. Dicho principio le recuerda a la ciencia, o más bien, a la actividad científica – visto que es a esto a lo que llamamos ciencia – que el fin último que debe guiar su actuar es el (bene) bien. ¿Pero de qué tipo de bien hablamos?
Las afirmaciones antes hechas se inscriben de lleno en la ética aristotélica. Y ello en dos sentidos complementarios. Primeramente dicha ética – amparada en su obra Ética Nicomaquea – parte de la premisa que toda actividad humana tiende o debería tender hacia un fin. Esto en el griego aristotélico se plasma a través de la noción de telos. El telos o finalidad es eso a lo cual todo tiende
[21].
Si consideramos entonces la ciencia como actividad científica es necesario estipular, saber, definir, cuál es el fin que la mueve. Si, como lo mencionamos anteriormente, la ciencia es considerada únicamente como ideología científica del bio-poder, evidentemente su finalidad quedará reducida a una acumulación de saber sobre la naturaleza, o a un mecanismo de control de la misma, o a un instrumento como cualquier otro de poder, o en fin de cuentas a un medio para la celebridad del científico.
Evidentemente estas finalidades de ningún modo se inscriben en una concepción bioética amparada en ese mecanismo que hemos querido llamar de la Bene-fi-ciencia. ¿Cómo aplicar entonces los criterios de dicho mecanismo? Lo primero es comenzar por una definición, al menos aproximativa de lo que quiere decir ciencia.
En un primer momento consideramos aquí ciencia en su sentido más antiguo como epísteme que quiere decir “saber” o “conocimento”. El término griego epísteme en la filosofía clásica se opone a doxa que reenvía más bien a una idea de “opinión”. Aunque ambos términos, de una cierta manera, son tipos de conocimiento, la doxa no se ampara en ningún tipo de verdad objetiva. La doxa es pura subjetividad no comprobable a través de un confronto con la naturaleza, criterio de realidad de la ciencia.
Por el contrario el objeto de reflexión y estudio de la epísteme o ciencia es la naturaleza a través de un método bien específico fundado en la búsqueda de la verdad a través de las causas. En el mundo antiguo y, más específicamente en Aristóteles, la actividad científica quiere decir búsqueda de las causas. Se debe notar que entonces esta epísteme o ciencia no se reducía únicamente a las ciencias experimentales y exactas. Este tipo de conocimiento científico englobaba todo conocimiento que buscase la verdad a través de sus causas.
La ciencia sería entonces, desde el punto de vista más general, un tipo específico de saber o conocimiento que, en cuanto tal, tiene que ver con la búsqueda de la verdad. Ahora, si el telos o fin de la ciencia es la búsqueda de la verdad surgiría una pregunta ulterior: ¿Por qué y para qué buscar la verdad? Una respuesta plausible no puede estar fundada en la búsqueda de la verdad por la verdad. La gratuidad de la búsqueda de la verdad no resuelve el problema. Si el científico se esfuerza en su búsqueda cotidiana por la verdad debe existir algún motivo.
Insistimos, dicho motivo no debería estar fundado en la llamada ideología científica del bio-poder ya que la misma presupondría una búsqueda científica finalizada al monopolio del poder por parte de uno o unos, al individualismo, al utilitarismo. Ejemplos de ello no faltan:

Y no hay que olvidar cómo el capital internacional se ha volcado en las ciencias de la vida esperando obtener de ahí extraordinarios beneficios. La prestigiosa revista The New England Journal of Medicine ha publicado recientemente informes con datos decisivos sobre la dependencia de los hospitales universitarios del dinero proporcionado por las industrias farmacéuticas o sobre las trabas que tales industrias ponen a las publicaciones que no le son favorables. La empresa Amgen cotizó desproporcionadamente el alza en bolsa por medio de una falsa información sobre el gen de la obesidad y otro tanto hizo Gentech con la hormona del crecimiento
[22].

Si el conocimiento científico mira al conocimiento de la naturaleza, ¿lo hace por cuál motivo?
Responder a esta pregunta a partir de nuestro mecanismo de Bene-fi-ciencia, implica hacer surgir la dimensión ética de la noción de verdad científica. Contrariamente a cuanto suele pensarse, la noción de verdad no se resume sólo a una dimensión que tiene que ver con la racionalidad. La esencia misma de la noción de verdad está íntimamente ligada a la noción de bien. De hecho, verdad y bien en la óptica escolástica hacen parte de los llamados Trascendentales. El verum y el bonum escolástico son categorías que se complementan.
A partir de lo antes dicho, y regresando a la bioética, es justo preguntarse ¿existe búsqueda científica de la verdad, aislada de una búsqueda del bien? Cuando el científico realiza una investigación para conocer la verdad, lo hace guiado por una cierta idea de bien? De ser así llegamos entonces a la pregunta pivote de nuestra reflexión: ¿Cuál es el bien que busca el científico en su acción científica?, o en otras palabras, ¿Cuál es el bien al cual aspira la ciencia al momento de buscar la verdad?
Cuando un biólogo molecular venezolano se esfuerza por convertir el petróleo pesado en ligero a través de mecanismos biológicos fundado en hongos, ¿por qué lo hace? Cuando un científico trabaja en tecnologías que permitan la detección de transgénicos, ¿por qué realiza dicha acción? Cuando un grupo de investigadores trabajan en la creación de una genoteca de cacao venezolano, ¿qué los lleva a hacer ello?
En toda acción humana existe un telos o finalidad. Dicha finalidad puede ser negativa o positiva, pero está siempre presente. Yo puedo robar porque tengo hambre o porque quiero ser rico. Yo doy una limosna porque quiero ayudar al prójimo o porque quiero sentirme bien conmigo mismo. Toda acción, al fin y al cabo, se realiza a partir de un telos o finalidad. Ello es cierto incluso cuando la persona que actúa no es conciente del fin por el cual actúa. La ciencia no escapa a ello. La ciencia o actuar científico está guiada por un telos o fin último.
El fin de la bioética sería por ello, o al menos debería ser, el de preguntar, cuestionar, indagar sobre el fin que mueve a la ciencia para relacionar dicho fin al bien. Y cuando decimos “ciencia” no la pensamos sólo como fenómeno ideal, analítico. El rol de la bioética sería el de cuestionar al científico particular. A todos aquellos que, a través de una acción que podríamos tildar de científica, contribuyen a la búsqueda de la verdad a través del trabajo con y sobre la naturaleza.
¿Cuál sería entonces el rol del mecanismo de Bene-fi-ciencia? El mismo consistiría, no solamente en preguntar sobre la finalidad que está a la base del accionar científico. Dicho mecanismo tendría que verificar de qué manera esta finalidad se inscribe en una idea de bien. Y aún más, especificar de cuál bien se trata. Todo ello con la finalidad de establecer un criterio esencial para juzgar bioéticamente cualquier actividad científica.
Aunque pueda parecer polémico, toda actividad científica, para coincidir con el mecanismo de Bene-fi-ciencia, deberá considerarse como una actividad Política. Sólo si se establece el fundamento bio-político como filtro bioético de la ciencia, la misma puede considerarse apta desde en punto de vista bioético. Todo ello necesita evidentemente una explicación y aclaración.
Cuando hablamos de Política, lo hacemos con p mayúscula, haciendo igualmente referencia a Aristóteles y con él al mundo griego. La bioética puede tomar la política como medida sólo si ésta se concibe bajo su definición originaria. Política viene del griego polis que quiere decir ciudad, ciudadela y, más generalmente, sociedad. En este sentido se dice que una acción es Política cuando la misma se inscribe en un entorno social.
Contrariamente a ello, la actividad científica suele considerarse en el seno mismo del mundo científico como una práctica que concierne únicamente a un investigador o grupo de escogidos que desarrollan sus experimentos en las fronteras exclusivas de los laboratorios, centro de investigaciones o universidades. Dicha concepción conlleva a una creencia tácita, en dicho entorno, fundada precisamente en el carácter exclusivo de la ciencia. Ello dificulta sobremanera la conciencia – en el científico medio – del hecho que sus manipulaciones, experimentos y resultados tienen un impacto directo en la comunidad, la sociedad, el país que lo entornan.
De hecho, comprender el aspecto Político del científico implica interiorizar que toda acción científica, por el hecho de ser una acción humana, se inscribe en una sociedad que rebasa los bordes de la comunidad científica.
La toma de conciencia por parte de la ciencia de su carácter Político conlleva necesariamente a un re-pensamiento de la misma en tanto que actividad ligada íntimamente con la esfera del otro. Es innegable que toda acción humana se inscribe en un entorno hecho de otros. Es por ello que dichas actividades presuponen una responsabilidad de frente a éstos.
Además, la dimensión bio-política a la cual se debe abrir la actividad científica no presupone únicamente al otro en cuanto individuo, es decir a el otro. La responsabilidad social que posee la bioética, a través del mecanismo de Bene-fi-ciencia, es también una responsabilidad en relación a lo otro que, sin ser persona o individuo, es también depositario y víctima de la acción científica. Con la idea de lo otro nos referimos al entorno natural donde se desarrolla el ser humano, es decir, el ecosistema.
Toda actividad científica implica una modificación en lo otro, concebido como naturaleza, y ello a su vez implica irremediablemente un impacto sobre el ser humano, es decir, sobre la cultura.
El punto de vista de la bioética hará entonces pesar sobre la espalda de la actividad científica la mirada de ese otro que, lo quiera o no, será impactado de una forma u otra por esa actividad que el científico realiza en la frontera exclusiva de su laboratorio. La bioética ha de posar entonces sobre la acción científica la dimensión de inclusión que sólo puede dar la vocación Política, en el sentido aristotélico.

De la scientia a la cum-scientia

El fin de la ciencia es por ello un tipo de bien que debe necesariamente ser el bien común: “la evolución de los medios (científicos) es algo que debe ser justificada por una finalidad deseable”
[23].
A partir de una reflexión sobre la bio-ética surge entonces la necesidad de colocar límites al bio-poder de la ciencia moderna. Evidentemente ello ha de realizarse a través de una mirada alternativa de la cuestión, fundada en el paradigma bio-político anteriormente planteado. El desafío está precisamente en abrir dicho paradigma a la tradición aristotélica de finalidad (telos), y más aún, de finalidad buena en vista de una aplicación social (polis).
Se trata, en resumidas cuentas, de abordar la cuestión de la scientia a partir de instrumentos semánticos alternativos que podríamos plantear tomando en consideración la preposición latina cum. Sirviéndonos de ésta abrimos el fenómeno scientia a una necesaria dimensión ética. Más que hablar entonces de una modernizante idea de scientia, fundada en una ideología del bio-poder, plantaríamos una cum-scientia con repercusiones en el campo ético, es decir, del bien. Lo propio de la bioética estaría por ello en fundar la scientia en una cum-scientia.

[1] Monique Castillo, “La bioéthique à l’épreuve des pouvoirs”, en Jean-Christophe Goddard y Bernard Mabille (Dir.), Le Pouvoir, Vrin, Paris, 1994, p. 314. Traducción nuestra.
[2] Ibid., p. 315. Traducción nuestra. Cfr. J. Habermas, Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos, Madrid, 2005; M. Weber, Ciencia y Política, Centro Editor de Amçerica Latina, Buenos Aires, 1980.
[3] Ibid., Traducción nuestra.
[4] Ibid., Traducción nuestra.
[5] Ibid., Traducción nuestra.
[6] Ibid., p. 321. Traducción nuestra.
[7] Ibid., Traducción nuestra.
[8] Ibid., p. 320. Traducción nuestra.
[9] “Existe la sospecha de una cierta voluntad de potencia, de una ambición corporativa de celebridad mundial” […]. Ibid., p. 316. Traducción nuestra.
[10] Javier Sádaba, Principios de la bioética laica, Gedisa, Barcelona, 2004, p. 38.
[11] W. T. Reich, “The word ‘Bioethics’. Its Birth and the Legacies of those who shaped it”, en Kennedy Institute of Ethics Journal, 4, n. 4, 1994. V. R. Potter, Bioethics: a Bridge to the Future, Prentice-Hall, New Jersey, 1971. Cfr. Ibid., p. 34.
[12] .Ibid.
[13] Ibid., p. 34-35.
[14] Cfr. Ibid., p. 35.
[15] Monique Castillo, op. cit., p. 316-317. Traducción nuestra.
[16] Ibid., p. 317. Traducción nuestra.
[17] Javier Sádaba, op. cit., p. 76.
[18] Cfr. Beauchamp y Childress, Principios de ética biomédica, Masson, Barcelona, 1998.
[19] Javier Sádaba, op. cit., p. 48-49.
[20] Ibid.
[21] En el caso de Aristóteles el telos, es decir eso a lo cual cada cosa tiende, es representado por el bien. Cf. Ética Nicomaquea, Libro I, 1, 1094a 15 y X, 2, 1172b 9-10.
[22] Javier Sádaba, op. cit., p. 32.
[23] Monique Castillo, op. cit., p. 325. Traducción nuestra.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Armas de comunicación masiva en la era de globalización

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Prólogo al libro de P. Virilio "Ciudad Pánico", Monte Ávila, 2008)

La “infowar” o guerra de la información

Esta obra comienza por darnos una dramática y – a la vez – milimétrica autopsia de fenómenos como la caída de la torres gemelas en septiembre de 2001 con la cual se abrió teatralmente, dramáticamente, patéticamente el siglo XXI.
Ciudad pánico de Paul Virilio comienza por meter el dedo en la llaga de un “crear sin creación” por parte de los Estados Unidos, o en otras palabras, de una acción cuasi mágica que consiste en sacar del sombrero del mundo un conejo que puede no existir como realidad, pero sí como acontecimiento. La realidad se deja de un lado, como principio ontológico, para dar paso al acontecimiento. Este último se configura entonces como la gran demostración de fuerza de la “hiperpotencia de los mass-media”.
En un mundo subyugado por una “lógica de serie” en la cual todos los individuos – aparentemente libres de una libertad liberal – actúan y producen robóticamente, llega el fenómeno del acontecimiento para acabar con la “monotonía de una sociedad en la cual la sincronización de la opinión completa hábilmente la estandarización de la producción”. (35-36)
Pero más que del acontecimiento se trata aquí de “crear el accidente” que funda el primero. Se busca acabar con la causalidad aristotélica que señalaba esa “causa primera” fundadora de los fenómenos reales. Nada de eso. En tiempos de “globalización planetaria” se trata de romper el “encadenamiento de causalidad” (37) – y con éste la realidad cotidiana – para afianzar una “estandarización de los comportamientos” y, lo que es peor, la “sincronización de las emociones” (40).
En palabras del mismo Virilio: “se quiera o no, crear un acontecimiento es, en lo sucesivo, provocar un accidente” (40). ¿Tendrá acaso esto que ver con las armas de destrucción masivas que nunca fueron encontradas en Irak? Más allá de la evidente respuesta, lo cierto es que en tiempos de globalización la supremacía de “las armas de destrucción (los misiles) ceden su primacía estratégica a esas armas de comunicación masiva destinada a golpear los espíritus”. (41).
Las lógicas de dominación han entendido que el efecto y la propagación de las armas comunicacionales de destrucción, y su arsenal científico tecnológico de irradiación planetaria, posee “un impacto audiovisual (en tiempo real) que se impone ampliamente, por su velocidad de propagación a escala mundial, sobre el impacto material, que es justamente blanco de los proyectiles explosivos”(41). De ello surge la nueva metodología de guerra utilizada a escala global: un hiperterrorismo que ataca los espíritus y no los cuerpos, a través del poder mediático.
La conclusión del autor es lapidaría: en el futuro el “Ministerio de la guerra” será superado y englobado por el “Ministerio del miedo”, cuyas armas serán satélites, cámaras, pantallas. Todo ello arremete definitivamente contra la concepción clásica de la guerra, que hoy día ha ido menguando, para hacer honor a un tipo de conflicto en el cual las principales víctimas son precisamente los civiles:

Una prueba entre otras de esta descomposición de la guerra clásica nos es provista por la inversión del número de víctimas, puesto que en los conflictos recientes el 80 % de las pérdidas están del lado de los civiles, mientras que en la guerra tradicional era exactamente a la inversa. Si antaño se distinguía claramente la guerra internacional de la guerra civil – la guerra de todos contra todos – de ahora en más toda guerra que se precie de tal es primero una guerra contra los civiles (42).

Según Virilio, tres son las dimensiones que, a los largo de la Historia, se han privilegiado al interno de las guerras. En un primer momento el autor coloca la dimensión “masa” que constituye el elemento fundacional de murallas, armaduras legiones. La guerra era entonces estructurada a partir de un choque frontal entre masa versus masa. Más tarde el elemento fundacional de la guerra deviene la “energía”, estructurada a partir del movimiento propio de catapultas, arcos, pólvora, artillería y bombas. Pero ambas dimensiones de la guerra se limitan a un plano meramente material que, en cuanto tal, únicamente determinan lo físico, lo corporal.
Hoy día la situación bélica posee una complejidad desmedida, que estructura la totalidad del libro “Ciudad pánico”, y se ve reflejada en la tercera dimensión guerrera que es precisamente la “información”: “de allí este repentino cambio en el que la INFOWAR a aparece no sólo como una ‘guerra contra los materiales’, sino sobre todo como una ‘GUERRA CONTRA LO REAL; una desrealización por doquier en la que el arma de destrucción masiva es estratégicamente superior al arma de destrucción masiva (atómica, química, bacteriológica…) (43).

Democracia de la emoción

De la dimensión informativa surge un elemento determinante para interpretar políticamente muchos fenómenos que atañen nuestra América Latina y más precisamente la Venezuela del siglo XXI. La “infoguerra” que deriva de la supremacía del elemento “información” en las guerras contemporáneas, desde el punto de vista político, se traduce en una nueva forma de dictadura global que Virilio llama la “DEMOCRACIA DE EMOCION”.
Se trata de una democracia cuya amenaza no es sólo la de una “democracia de opinión que remplazaría a la democracia representativa de los partidos políticos”. El problema es aún mayor pues nos encontramos ante la “desmesura de una emoción colectiva a la vez sincronizada y globalizada, en la que el modelo podría ser el de un tele-evangelismo-postpolítico” (46).
¡Pero atención! El autor deja en claro que este tipo de “democracia” no tiene nada que ver con la célebre “democracia de opinión” ni tampoco con la “política espectáculo”, denunciada por sociólogos como Christopher Lasch. Nos encontramos entonces en la “era de una sincronización de la emoción colectiva” que, por su peligro y actualidad, es necesario definir:

Sincronización de la emoción colectiva que favorece, con la revolución informativa, ya no el antiguo colectivismo burocrático de los regímenes totalitario sino aquello que paradójicamente podría denominarse como un individualismo de masa, puesto que cada uno, uno por uno, padece en el mismo instante el condicionamiento mass-mediático. Efecto espectacular en el que la imagen audiotelevisiva deviene la herramienta privilegiada de la INTER-OPERABILIDAD de la realidad física, por un lado, y de la realidad mediática, por el otro, lo que he propuesto llamar la ESTEREO-REALIDAD. (47).

¿Nos es acaso ésta una excelente parrilla de lectura para la interpretación de hechos que han marcado la historia reciente venezolana?
Entre otros muchos capítulos de esta historia en los cuales los mass-medias han yuxtapuesto la “emoción” a la “realidad” a través de la creación de un “evento” ficticio, se encuentra el famoso fenómeno de “Puente Llaguno” en abril de 2002. Entonces, los mass medias privados, haciendo uso de sus “armas tecnológicas”, no sólo se permitieron cortar las pantallas e imponer una cadena nacional privada, sino que además “crearon” ex nihilo un evento, según el cual, individuos afectos al gobierno de Hugo Chávez disparaban contra manifestantes desarmados desde el puente.
A pesar que más tarde las pruebas arrojaron que estos individuos simplemente se defendían de francotiradores que disparaban contra los manifestantes, la percepción que las tomas de los canales privados dieron hacían creer lo contrario. El resultado de la “construcción” de esta para-realidad o estereo-realidad – como la llama Virilio – fue la conmoción de cada venezolano colectivamente, conmoción cuyo fin último por parte de poderes ocultos era la justificación de un golpe de estado contra el Presidente Hugo Chávez. Este hecho afianza la certeza de Virilio según la cual “ciertos espíritus delirantes intentan provocar el accidente de lo real a cualquier precio; ese choque frontal que volvería indiscernibles verdad y realidad mentirosas o, en otras palabras, que pondrían en práctica el arsenal completo de la DESREALIZACION (50).
Todo ello de alguna manera refuerza la cita que el autor hace de David Nataf y su ensayo La Guerra informática: “en materia de tecnologías no existe ni derecho de suelo ni derecho de sangre, sino el derecho del más fuerte” (47-48). A partir de lo antes dicho afirma Virilio:

Añadiría una precisión: no se trata aquí del derecho que rige la “ley de la selva”, sino de derecho de la demostración de fuerza, de ese putsch mediático en el que la velocidad domina a la fuerza bruta, a la fuerza material, esa velocidad de la luz de las ondas electromagnéticas sin la cual la globalización de los poderes desaparecería como un espejismo. (48)

Se juega entonces un juego de poder cuyo fin fundamental es monopolizar la opinión del ciudadano, en relación a cualquier tema que pueda ayudar a la acumulación del poder por parte de los potentes del globo. Afirma Paul Virilio en la pluma de Dubois: “asistimos a una deriva consumista en la que se adquiere una opinión como se compra un detergente”. (48)
Todo ello se traduce en una confusión que no sólo se ve reflejada en la imagen “ocular”, sino lo que es aún más grave en nuestra imagen “mental”, como la define el autor. El peligro es doble: en un primer momento, el de un individuo determinado en sus decisiones individuales, las cuales se ven reflejadas, más tarde, en la “representación democrática” misma de “nuestros parlamentos”. (49).
La intuición más contundente del autor es entonces la de un mundo fundado, no más en la verdad, sino en la mentira construida, creada, forjada, en vista de intereses particulares. Mentira que estructura una guerra de la información que, como lo expresa el autor, pasa de ser “trágica”, a convertirse en “satánica” por el hecho de tener como vocación el “aniquilar la verdad de un mundo común” (49).
Saliendo de las fronteras de nuestra Latinoamérica el fenómeno de la INFOWAR se hace todavía más apoteósico y se refleja en posturas como la que trae a colación el autor:

Aprendiendo de los conflictos de Afganistán e Irak, George W. Bush declaraba, el 14 de abril de 2003: “Por una combinación de estrategias imaginativas y de tecnologías avanzadas, redefinimos la guerra sobre nuestras propias bases”. Esas pocas palabras pronunciadas en la euforia de la victoria tienen el mérito de indicarnos claramente la naturaleza de la nueva guerra estadounidense: esa INFOWAR que apunta desde ahora a accidentar la verdad de los hechos y la realidad del mundo aparentemente globalizado (49).

La alerta se constituye entonces no sólo en el plano político sino más aún en el moral. La infoguerra con la que se inaugura esta era tratará, de más en más, de “romper el espejo de lo real para hacer perder a cada uno (aliados o adversarios) la percepción de lo verdadero y de lo falso, de lo justo y de lo injusto, de lo real y de lo virtual; confusión fatal tanto del lenguaje como de las imágenes que culmina en el levantamiento de esa flamante TORRE DE BABEL, pensada para llevar a cabo la revancha estadounidense por el derrumbamiento del World Trade Center” (50).

Ciudad pánico, Mundo pánico, Latinoamérica pánico

Hemos de notar que las dimensiones que abarca esta obra van más allá de lo mediático. Virilio no sólo traza un mapa simbólico a partir de la dogmatización contemporánea de la información como nuevo género de guerra. El autor también afronta el tema de la ciudad como forma de terrible agregación social, que llega incluso a tomar el puesto del Estado-Nación: Más que una guerra entre los Estados Unidos e Irak, el conflicto que hoy se vive en ese país parece más bien una injusta venganza que Nueva York le hace pagar a Bagdad.
Claro está, la concepción que el autor tiene de la ciudad en la era globalizada es original y a la vez alarmante: la ciudad de nuestra era es, antes que todo, “CIUDAD PANICO”. De hecho, para Virilio, “la catástrofe más grande del siglo XX ha sido la ciudad, la metrópolis contemporánea de los desastres del progreso”. (94).
Ciudades éstas que han sido secuestradas por el “progreso” de los grandes poderes mundiales para ser convertidas sin más en el teatro de las guerras de hoy día:

NEW YORK tras la caída del World Trade Center, BAGDAD después de la de Saddam Hussein, JERUSALEM y el “muro de separación”, pero también HONG KONG o PEKIN, donde los pobladores de los alrededores levantan barricadas en sus aldeas ante la amenaza de la neumonía atípica… todos nombre de una lista de aglomeraciones que espera su ampliación indefinida (93).

Cuando hablamos de ciudades convertidas en teatros bélicos no lo hacemos en el sentido militarista de “teatro de operaciones”. El sentido de la teatralidad de la cual son víctimas las ciudades contemporáneas reenvía más bien al drama, la puesta en escena, la obra.
En la ciudad se materializa esa guerra como drama teatral que países como los Estados Unidos proliferan por todo el planeta: “es en la ciudad, y en ninguna otra parte más, donde se ha probado en el siglo XX esta GUERRA CONTRA LOS CIVILES que ha sucedido progresivamente a la del campo de honor militar” (99).
Paul Virilio ve en los Estados Unidos el protagonista principal de eso que él ha querido llamar el “militarismo teatral”. Militarismo que no busca otra cosa que monopolizar un poder mundial a través de la monopolización de las emociones a escala planetaria. Dicho país, en su empeño por afianzar una ‘estado de sitio’ mundial, no escatima esfuerzos en la creación una “psicosis OBSIDIONAL” en los espectadores que siguen una a una sus proezas bélicas.
Lo antes dicho se nos plantea entonces como una premisa interpretativa excepcional para entender los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la sucesiva guerra en Afganistán e Irak que provocó.
La caída de esas torres en Nueva York aglutinaron a todos los telespectadores del planeta en una democracia mundial del miedo que fue seguida en directo y, en cuanto tal, determinó la participación ipso facta de la humanidad entera en el drama de una sola ciudad pánico. Claro está, en todo ello jugaron un rol protagónico los mass media como “identificadores” por antonomasia del terror.
Es en este contexto que surgen las “armas de comunicación masivas”, cuya principal vocación parece ser entonces la “administración del miedo público” en pro de los intereses de las grandes potencias:

En efecto, si el miedo es el ingrediente básico de lo fantástico, la administración del miedo público, que debutó hace unos cuarenta años con el “equilibrio del terror”, retoma el servicio activo desde el otoño de 2001 hasta la operación “Choque y Espanto”, en Irak, donde hemos asistido a verdaderos “pases de magia” multimediáticos, cuando los asesinos suicidas y los coaligados se desviven por subyugar a las multitudes con un exceso de medios pirotécnicos que, sin poder utilizar las famosas “armas de destrucción masiva”, usan y abusan de esas “armas de comunicación” igualmente masivas, cuyo arsenal no cesa de desarrollarse gracias a las antenas parabólicas y a las proezas de esas “operaciones psicológicas” (PSY OPS) cuyo objetivo es propagar el pánico con el pretexto de conjurarlo (91).

Pero lo que resulta más paradójico de toda esta teatralización de la guerra es precisamente su carácter vil. En sus arremetidas bélicas países como los Estados Unidos ejercen acciones contra países pequeños, cuyo arsenal militar presuponen de antemano un triunfo por parte de los primeros. Ello no sólo presupone un falso conflicto, como causa de la guerra, sino también una falsa guerra. Como lo afirma Emmanuel Todd: “Los estadounidenses están condenados a hacer militarismo teatral ante países débiles como Irak o los países árabes en general” (91).
Esta teatral guerra contra países débiles corresponde a un mantenimiento de las tenciones internacionales que, de hecho, amenazaban con desaparecer al finalizar la llamada “guerra fría”. El aparente triunfo de dicha guerra fría contra la Unión Soviética hizo nacer eso que Todd llama una “ilusión de superpotencia”: “esa ilusión óptica aparentemente perdura gracias a la ausencia de un enemigo declarado y, por otra parte, a la desaparición no solamente de Bin Laden y de Saddan Hussein, sino incluso, y sobre todo, al carácter de inhallables de esas ‘armas de destrucción masiva’, pretexto del desencadenamiento de la guerra preventiva estadounidense” (91). ¿No tendrá acaso todo esto que ver con la reinstauración, después de la segunda guerra mundial, de la “cuarta flota” en las aguas del Caribe?
De todo ello surge una de las más importantes intuiciones de la obra: el imperio estadounidense no es, ni se quiere, territorial, sino más bien “imperio LIBERAL” (105). Dicho de otro modo, se pretende acabar definitivamente con el Estado-Nación para dar paso a la lógica de la METACIUDAD “que realmente ya no tiene lugar, puesto que en adelante rechaza situarse aquí o allá, como lo hacía tan bien la capital geopolítica de las naciones” (94).
Ello nos da luces a propósito de la decidida arremetida de los Estados Unidos contra la existencia de Estados-Nación en muchas partes del mundo. Los ejemplos abundan, aunque por su parecido es necesario citar el caso del desmembramiento de Estados-Nación en los Balcanes y, en la actualidad, el intento de fraccionamiento del Estado boliviano a través de las propuestas separatista de la llamada “Media luna”, aupada por los Estados Unidos. Se trata, como lo expresa Virilio, de una “proliferación de Estados cada vez más débiles, burbuja de jabón que desaparece en su agrandamiento externo y en su reducción interna” (95).
Se trata por ello de la sustitución de los Estados por la figura de ciudades o metrópolis, las cuales significan un regreso inevitable a las ciudades-estados griegas y renacentistas. Claro está, con la neta diferencia que las actuales son el campo bélico de un terrorismo mediático que las convierte en ciudades pánico.
El ser humano se repliega entonces de más en más en metrópolis que terminan convirtiéndose en gigantescas cárceles. Latinoamérica no escapa de ello:

Ocurre lo mismo en el subcontinente latinoamericano, en San Pablo, en Bogotá o en Río de Janeiro, donde las pandillas asolan las ciudades, cuando no son los “paramilitares” o las “fuerzas armadas” supuestamente “revolucionarias”… pero sobre todo revelacionarias de un caos total del antiguo “derecho de la ciudad” que refuerza la urgencia de un cerco, de un campo encerrado y, al fin, de un Estado policíaco en el que se privatizan las “fuerzas del orden”, como lo han sido, una tras otras, las empresas públicas: transporte, energía, puestos de telecomunicaciones y el día de mañana – ya van por buen camino -: ejércitos nacionales (96).

Como nos muestra Paul Virilio en Ciudad Pánico, las nuevas formas de dominación en – lo que él llama – la era de la globalización son mucho más sutiles y complejas que aquellas utilizadas en las épocas totalitarias.
El control, ahora y en el futuro, se ejercerá más bien en el campo de la guerra de la información que, tomando como teatro las ciudades – y no más los Estados-Nación – instaurarán una “democracia de la emoción” en la que todos sentiremos el pathos de batallas y desastres naturales en un tiempo real que termina por dejarnos atónitos, inmóviles, esclavos.
Las armas de destrucción masiva – coartada del “imperio liberal” estadounidense para sus “teatros de guerras” – no serán más armas que atenten contra la vida material de los ciudadanos globales, sino más bien las que, en milésimas de segundo, puedan llegar a los telespectadores del globo entero, determinando sus sentimientos, percepciones y, por qué no, decisiones personales y políticas.
El fin último será entonces la monopolización y administración de un miedo planetario contra un supuesto terrorismo, que permitirá la concretización del sueño imperialista estadounidense de “un poderoso EJERCITO ANTIPANICO, que ampliaría el principio de defensa nacional a defensa civil. Vasto programa ‘hiperpolicíaco’, éste, en el que la cuestión del estado de excepción sería formulada a escala mundial” (107-108).
Aquellos que crean, administran y monopolizan el miedo a escala planetaria, a través de los mass media, podrán sin más salir de sus propias fronteras, ya no con la excusa de salvar un soldado o proteger sus intereses nacionales, sino ahora con el desproporcionado anhelo de proteger a los ciudadanos globales del fastuoso peligro de un “hiperterrorismo anónimo y desterritorializado”.

Caracas, 28 de septiembre de 2008.

NOTAS

[Las citas corresponden a la versión original del libro: Paul Virilio, Ciudad pánico, Libros del Zorzal, 2006.], p. 35-36.
Aristóteles, Ética Nicomaquea, México 2000.
Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 37.
Ibid., p. 40.
Idem.
Ibid., p. 41.
Idem.
Ibid., p. 42.
Ibid., p. 43.
Ibid., p. 46.
Christopher Lasch, The culture of narcissism: American Life in an Age of Diminishing Expectations, New York 1979; trad. Castellana, La cultura del narcisismo, Barcelona 2000, p. 110.
Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 47.
Ibid., p. 50.
David Nataf, La Guerra informática, en Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 47-48.
Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 48.
J.P. Dubois, “Le Nouvel Observateur”, 2 de Marzo de 2000, en Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 48.
Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 49.
Idem.
Idem.
Ibid., p. 50.
Ibid., p. 94.
Ibid., p. 93.
Ibid., p. 99.
Ibid., p. 91.
Emmanuel Todd, Après l´Empire, en Paul Virilo, Ciudad pánico, p. 91.
Idem.
Paul Virilio, Ciudad pánico, p. 105.
Ibid., p. 94.
Ibid., p. 95.
Ibid., p. 96.
Ibid., p. 107-108.

domingo, 1 de junio de 2008

La Filosofía Política del separatismo en Latinoamérica

De Thomas Hobbes a Evo Morales

The Political Philosophy of separatism in Latin America
From Thomas Hobbes to Evo Morales
Miguel Ángel Pérez Pirela
[1]
(Publicado en la Revista "Ensayo y Error", Universidad Simón Rodriguez)

Resumen

A través de un método teórico comparativo entre el “estado de naturaleza” que Hobbes plantea en su libro “Leviatán” (1651), y la propuesta libertarista de Robert Nozick (1974) en su obra “Anarquía, Estado y Utopía”, el artículo plantea dos concepciones filosófico-políticas que se contrastan hoy día en la realidad latinoamericana. Por una parte un estado de naturaleza en el cual la libertad de cada individuo es dogmatizada (libertarismo o neoliberalismo); por otra, una institución social en la cual la lógica del yo deja paso a la lógica del nosotros. El resultado será entonces la tensión entre dos estructuras antagónicas (el Libre Mercado versus el Estado Social), que se manifiesta en tentativas por fragmentar Estados Latinoamericanos, en nombre de una libertad de las partes que se quiere imponer al bienestar del todo.

Palabras clave: Estado, neoliberalismo, fragmentación, Bolivia.



Abstract

Through a comparative theoretical method between the state of nature Hobbes states in his book “Leviatán” (1651) and Nozick’s libertarian proposal in his work “Anarchy, State and Utopia” (1974), this article states two philosophical-political conceptions which are nowadays contrasted into the Latin American reality. On the one hand, a nature state where every individual’s freedom is “dogmatized” (libertarianism or neoliberalism); on the other hand, a social institution in which the logic of self gives a way to the logic of us. The result will then be tension between two antagonistic structures (the Free Market versus the Social State), evidenced by attempts of fragmenting Latin American States on behalf of a freedom of the parties that want to impose on the welfare of all.

Keywords: State, neoliberalism, fragmentation, Bolivia.

1.- El Estado: lugar del nosotros

Para entender la complejidad de la situación boliviana es necesario adentrarnos en la obra “Leviatán” que Thomas Hobbes escribió en 1651
[2], y que funge como fundamento de lo que hoy conocemos como Estado moderno. Los movimientos secesionistas que hoy se manifiestan en países como Bolivia[3] no buscan otra cosa que desestabilizar los estamentos de ese fenómeno colectivo llamado Estado. Dichos movimientos responden a una lógica neoliberal cuyos fundamentos filosófico-políticos están bien afianzados en el pensamiento contemporáneo: si hay algo que se opone a la lógica y existencia misma del Estado es precisamente la lógica y existencia del Libre Mercado[4]. Está de más decir que el Libre Mercado presupone una dimensión privada, mientras que el Estado se fundamenta en lo social. Se trata entonces de una confrontación filosófica y a la vez política entre el yo y el nosotros.
¿Por qué nace el Estado? Según la ficción que Hobbes construye en su libro Leviatán, el Estado nace de una situación inicial que el autor llama estado de naturaleza. En dicho estado cada individuo es completamente soberano. Nótese que la soberanía tiene raíces, no sólo en el Estado como suele utilizarse hoy día, sino más bien en los individuos. Pero ¿qué quiere decir que cada individuo es soberano? Antes que todo, que cada individuo es absolutamente libre de hacer todo lo que crea necesario para garantizar de la mejor forma posible su sobrevivencia y los placeres que la misma contempla. En otras palabras, posee un estatuto de individualidad absoluta que no es otra cosa que el tan trillado y a la vez indefinido individualismo.
De todo ello surge una difícil situación en lo que respecta a la coexistencia de cada individualidad. El hecho de que cada individuo sea absolutamente libre presupone una situación de guerra anunciada. De allí la célebre frase hobbesiana homo homini lupus: el hombre es lobo del hombre. No es difícil concluir que existe una imposibilidad en relación a la existencia de una vida colectiva basada en la absolutización de las libertades individuales. Tampoco lo es realizar un paralelismo en lo que puede ser el estado natural de Hobbes y sus individualismos, y la propuesta de mercado neoliberal que hoy día avanzan las corrientes derechistas transnacionales, en las cuales los individualismos buscan avasallar las lógicas de organización social.
No cabe duda que una situación en la cual cada individuo sea absolutamente libre y absolutamente soberano no puede durar en el tiempo sin un conflicto inminente, caracterizado por una violencia desproporcionada: expresa el mismo Hobbes que “en una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y leve”
[5].
Es por ello que Hobbes, en el Leviatán, no tarda en plantear la imposibilidad de ese estado natural y la necesidad de crear un estado (cultural). Son los mismos individuos, de frente a las contradicciones de una libertad individual elevada al rango de dogma, quienes pactan un contrato que les permita superar el impasse de dicha situación inicial. Es precisamente en ese momento que nace como tal, eso que hoy día se conoce como Estado. Los individuos donan parte de su libertad al Leviatán o Estado y en cambio reciben esa seguridad (social) que les permite vivir en común.
He aquí un primer elemento distintivo que nos permite colocar, de una parte, una lógica individualista muy parecida al Mercado neoliberal, en el cual prevalece la guerra de todos contra todos, donde ganará el más fuerte; y por otra, la lógica social amparada en un Estado cuya premisa fundacional es la convivencia en un espacio común de todos quienes lo habitan.
Hobbes nos propone entonces la relativización de un yo supremo en vista de la institución contractual de un nosotros. ¿No es acaso esta lógica la que se intenta menoscabar a través de las propuestas de fragmentación de los Estados existentes, por parte de lógicas individualistas? ¿No es posible ver en los movimientos separatistas a los que nos confrontamos hoy día la instauración de una lógica individual o privada, opuesta a una lógica social cuyo instrumento principal es el Estado? Responder estas preguntas quiere decir buscar en los orígenes de la filosofía moderna los elementos conceptuales necesarios para comprender los fundamentos del neoliberalismo contemporáneo y sus lógicas separatistas.
El Estado nace entonces con características bien específicas, que definen su estabilidad en el tiempo y la posibilidad de aplicar sus lógicas sociales. Una primera característica importante es precisamente la que se plantea a través de la más que conocida violencia legítima weberiana
[6]. Se trata de una violencia que le es extraída a cada individuo para ser monopolizada por un Estado que la utilizará para garantizar la convivencia de las partes. De este modo, la violencia es manejada, a través del contrato social, no por cada uno sino, más bien, por todos. Ya no será la parte la que de forma unilateral decidirá el todo, sino más bien será el todo quien a partir de una lógica de conjunto decidirá la lógica de las partes. No es difícil aplicar dichos fundamentos filosófico-políticos a lógicas fragmentarias o lógicas de partes, como lo son las Provincias de Santa cruz, Beni, Pando y Tarija, con relación a la lógica del todo de la República de Bolivia.
Pero hay otras características que definen al Estado así como lo concebimos hoy día: para que el Estado pueda existir, funcionar, y conservarse en el tiempo es necesario que el mismo instaure, a partir de una violencia legalizada y monopolizada, un ejército nacional; también es necesario el establecimiento y respeto de fronteras nacionales definidas y resguardadas; además debe existir una cabeza visible que en todo caso se refleja a través de un gobierno, sea cual sea su naturaleza. La mezcla de todos estos elementos es nada más y nada menos que la llamada Soberanía Nacional del Estado. ¿No es acaso contra estas características de un Estado Soberano que se está armando el movimiento separatista boliviano?
No se puede interpretar de otro modo el “referéndum” que se dio en Santa Cruz-Bolivia el 04 de mayo de 2008, sino como una relativización y como un enfrentamiento directo contra la unidad y la concordia militar boliviana, la estabilidad y conservación de sus fronteras, y más aun, el respeto de un gobierno democráticamente elegido por las mayorías bolivianas y representados por el presidente: Evo Morales.
Pero hay otro elemento de una importancia radical que caracteriza la existencia del Estado y que muchas veces es dejado de un lado, y en otros casos, manipulado para el servicio de las partes contra las posibilidades y la dignidad del todo. Hablamos aquí de la identidad nacional como el elemento fundante, estructurante y la condición misma de posibilidad del Estado-Nación. La milicia, las fronteras y los gobernantes no serían absolutamente nada sin el rol fundacional y a la vez simbólico de la identidad nacional. Es precisamente ésta la que une los trozos dispersos de una región, o incluso de individualidades, bajo el manto simbólico de un nosotros idéntico a sí mismo. La identidad es el elemento definitorio de los individuos que habitan las fronteras de un Estado. La identidad define el nosotros, no solamente en cuanto un nosotros idéntico a sí mismo, sino también a un nosotros diverso de los otros. La identidad del Estado boliviano es por ello el punto focal con el cual juegan y manipulan las lógicas individualistas de matriz neoliberal.
Es así como, coartando las características del Estado-Nación, como por ejemplo los límites y fronteras, las lógicas secesionistas de las oligarquías bolivianas realizan distinciones entre tierras altas y tierras bajas, con el fin de sustraer de allí identidades fraccionadas a través de las cuales separan los Quechuas y Aymaras de las montañas, de los Guaranís y Blancos de las llanuras con el fin de crear, no más un nuevo Estado ni una nueva República, sino lo que es aun más grave, una improvisada “Nación Camba”
[7].
El elemento identitario parece entonces tomar un lugar predominante en la lógica separatista contra el Estado boliviano, cuando en realidad no es más que una vil excusa para esconder y maquillar la lógica de Libre Mercado individualista. En la llamada “Nación Camba” y las provincias que se proponen como separatistas se encuentran no sólo los latifundios de las tierras más fértiles de Bolivia, sino también el 44% del PIB boliviano, y lo que es aún más relevante, las mayores reservas de hidrocarburos del país, que son el segundo yacimiento de gas en el hemisferio con 49.7 trillones de pies cúbicos, calculado en 150.000 millardos de dólares. He aquí la verdadera identidad de la “Nación Camba”.

2.- El libre Mercado: El lugar del yo

Pero resultaría demagógico, e incluso populista, plantear una antítesis entre el rol neoliberal del Libre Mercado y el rol social del Estado, sin antes definir los elementos filosóficos y políticos del neoliberalismo y su instrumento predilecto, el Mercado. Para realizar dicha tarea se debe tomar en consideración, antes que todo, las reflexiones de uno de los más importantes teóricos contemporáneos de la filosofía neoliberal. Robert Nozick en su libro: Anarquía, Estado y Utopía
[8], define sin lugar a dudas uno de los elementos más importantes de eso que él llama el “libertarismo”, que no es más que la elevación al cuadrado del liberalismo, el cual es convertido de este modo en neoliberalismo. El neoliberalismo posee como elemento fundamental la dogmatización de los derechos individuales, hurtando la existencia misma de los derechos sociales: “el fin que se busca proteger es el de un tipo de respeto que va en la dirección del individuo entendido como uno y separado de los otros… El cada uno que debe ser respetado, según Nozick, va más bien en la dirección de una separación neta entre cada individuo. La incursión de una mano, que no sea la del individuo, en su esfera individual, significaría una intromisión irrespetuosa que ningún argumento igualitario puede justificar”[9].
Resulta claro que del derecho individual que plantea Nozick surge la relativización ipso facto de un Estado con las características antes planteadas. Según la lógica neoliberal toda incursión del Estado en la esfera individual es vista como una violación de los dogmáticos y exclusivos derechos individualistas antes planteados que, en muchos casos, se esconden detrás de angelicales derechos universales conjugados para el uso exclusivo de pocos.
Como podemos ver este tipo de filosofía y lógica individualista plantea un individualismo separatista que, en un primer momento, separa a los individuos entre sí, como era el caso del estado natural de Hobbes, pero que no tarda en separar también al Estado en fragmentos, como es el caso de las provincias bolivianas de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija. ¿Qué surge entonces de esta filosofía política neoliberal?
De la premisa de los derechos individuales exclusivos y dogmáticos de la teoría neoliberal aparece la llamada teoría del Estado “ultra mínimo”. Dicho Estado “ultra mínimo” se funda en “asociaciones protectoras privadas” del cual surge, a su vez, el Estado “mínimo”. ¿Pero qué es entonces este Estado “mínimo” neoliberal?
La respuesta es por lo demás simple: el Estado reducido que propone el neoliberalismo no es otra cosa que un ente que dona “servicios de protección”. Servicios cuya principal responsabilidad y vocación es la de proteger a aquellos individuos que, en el estado natural de guerra economisista neoliberal, lograron acaparar el mayor capital en ganancias, dejando en una situación precaria a la mayoría de los individuos. ¿No es acaso esto lo que piden las Provincias separatistas bolivianas?
Si bien es cierto que es precisamente este tipo de protección lo que exigen las Provincias de Santa Cruz, Beni, Pando y Tarija, también lo es que, el gobierno de Evo Morales, en principio, no estaría dispuesto a reducir el Estado que dirige a un servicio de protección brindado a las oligarquías bolivianas con el fin de defender sus ventajas económicas de las mayorías históricamente explotadas y excluidas.
He aquí el epicentro de la crisis boliviana: en ella se encuentran confrontadas dos visiones filosófico-políticas incompatibles entre sí. Por una parte, una lógica neoliberal amparada en los derechos individualistas y exclusivos para los más aventajados del Libre Mercado, salvaguardados por un Estado “mínimo”. Por otra, la de una lógica colectivista fundada en un Estado Social, estructurado a partir de sólidas bases militares, limítrofes, gubernamentales e identitarias.
De hecho, todo ello contradice las posturas libertaristas de Nozick, quien plantea su “Estado mínimo” a partir de “relaciones privadas espontáneas” de las cuales surgen “agencias de protección privadas” que, a su vez, estarían organizadas por una “mano invisible” que se convierten, sin más, en un residuo de Estado o Estado “mínimo”.
¿Qué propone entonces el neoliberalismo como sustituto institucional del Estado que menoscaba? Robert Nozick plantea el Libre Mercado como “la única institución económica coherente con la tutela de la igual libertad negativa para los individuos”
[10]. En otras palabras, en lugar del Estado surge la figura del Mercado como institución alternativa de convivencia entre los seres humanos. Pero al analizar en detalle los sistemas políticos contemporáneos nos damos cuenta que existe una evidente contradicción entre el Estado “mínimo” que propone el neoliberalismo y la aplicación de dicha ideología en los países que la proponen y la defienden.

3.- El Liberalismo Paternalista:

Si observamos con atención países, como los Estados Unidos de América o algunos de la Europa Occidental, no tardamos en percatarnos que los mismos aplican eso que en otro momento hemos llamado el “liberalismo paternalista”
[11]. Se trata de un liberalismo que, contrariamente a lo que profesa, se funda en un Estado fuerte que se ve reflejado en: defensa a ultranza de sus fronteras contra la inmigración extranjera, importante intervención policial, leyes fuertemente punitivas, musculosos planes estratégicos en seguridad y defensa de la Nación, compra y producción de armas de guerra, subvención estatal de rubros estratégicos de su economía, fuerte identidad nacional, entre otras muchas características.
No obstante lo antes dicho, estos países fuera de sus fronteras, promulgan la aplicación de políticas neoliberales que coartan la estructura misma de los Estados que la acatan. En este sentido, es justo preguntarse hasta qué punto dichos países occidentales estarían dispuestos a colocar en la mesa la posibilidad de un referéndum separatista como el celebrado en Bolivia el 04 de mayo de 2008, para colocar a sus ciudadanos delante de la posibilidad de una separación de facto del Estado. Imaginemos por un momento someter a las poblaciones afrodescendientes de New Orleans a un referéndum consultivo como el planteado en la llamada “media luna” boliviana; o pensemos por un instante en preguntarles a los descendientes magrebinos en Francia sobre la posibilidad de separarse de la Republique, o a fin de cuentas, planteemos a la Monarquía española la posibilidad de escuchar las reivindicaciones de la ETA a través de una consulta refrendaría.
Las lógicas individualistas planteadas en el estado de naturaleza hobbesiano en el siglo XVII, y reafirmadas por la filosofía política libertarista o neoliberal de autores como Robert Nozick, se presentan como insostenible en el plano de la realidad social. En esta última, la composibilidad de las individualidades se hace necesaria y, en una situación en la cual cada uno es absolutamente libre de una libertad dogmática, la guerra de todos contra todos (homo homini lupus) es un resultado inminente.
De allí la necesidad de establecer instituciones reguladoras, tales como el Estado, que no sólo deberán dar estructura social a las acciones de individuos libres, sino también a otras instituciones humanas como el (libre) Mercado que, dejado a su propia lógica, terminaría por reproducir un estado natural hobbesiano en el cual nadie aseguraría la sobrevivencia y seguridad de nadie.
No es entonces sorprendente percatarnos cómo los países occidentales anteriormente citados, mantienen dentro de sus fronteras estructuras estables y fuertes que garantizan su sobrevivencia en el tiempo, en tanto que Estado-Nación. Lo que sí resulta paradójico es que dichas potencias económicas traten de influir en el desmembramiento de Estados-Naciones como el boliviano, aupando lógicas individualistas y fragmentarias a través de las cuales seguramente dichos Estados se quedarían desarmados a la hora de afrontar convenientemente los retos del siglo XXI que apenas comienza.

[1] Dir. del Centro de Investigaciones Teóricas (CENIT) del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA), Jefe de la Unidad de Ciencia Política, Caracas, Venezuela.
Post-doctor en Filosofía Política por la Sorbona, Paris 1, Francia; Dr. en Filosofía Política por la Pontificia Università Gregoriana de Roma, Italia.
[2] Hobbes T. (1980). Leviatán, México: FCE.
[3] Encontramos por ejemplo, el caso de Nicaragua con los Misquitos, cuando se utilizó el tema de las autonomías indígenas para desestabilizar un proyecto revolucionario; además encontramos casos como el Zulia en Venezuela y Guayaquil en Ecuador.
[4] A pesar de esto, téngase en cuenta que De Souza ha planteado el maridaje entre ambos cuando expresa que: “El Estado fue la arena política donde el capitalismo trató de realizar todas sus potencialidades mediante el reconocimiento de los límites de aquél”. De Souza B., A Reinvençao Solidária e Participativa do Estado, en Seminario Internacional Sociedade e a Reforma do Estado, São Paulo, 1998. Disponible en: http://www.mp.gov.br/arquivos_down/seges/publicacoes/reforma/seminario/Boaventura.PDF (traducción nuestra).
[5] Hobbes T. (1980). ob. cit., p. 103.
[6] Weber Max en “La política como vocación” menciona que: “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia.”. Weber Max en “La política como vocación” En “El Político y el Científico”, Madrid, Alianza editorial.
[7] Quienes proponen la creación de la “Nación Camba” afirman que: “Hoy el término “camba” tiene algunos significados que varían según el contexto y según quién lo pronuncie o emita. Al interior de las tierras bajas de Bolivia (principalmente Santa Cruz, Beni y Pando) se usa hoy aquel término, en unos casos, para discriminar al originario; en otros, para identificarse con una geografía de clima tropical y, en otros, para diferenciarse de los bolivianos de las tierras altas (valles y altiplano)”. Disponible en http://www.nacioncamba.net
[8] Nozick, R. (1974). Anarchy, State and Utopia, New York: Basic Books; trad. Castellana (1991). Anarquía, Estado y Utopía, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
[9] Pérez Pirela, Miguel A. (2003). Perfil de la discusión filosófica política contemporánea, Roma: Pontificia Università Gregoriana, p. 143-144.
[10] Veca, S. (1998). La Filosofia Politica, Roma-Bari: Laterza, p. 79.
[11] Pérez Pirela, Miguel A. (2003). ob. cit., p. 168.

jueves, 17 de abril de 2008

Los dos Partidos Únicos

Miguel Á. Pérez Pirela*

Si existe algo que se ha criticado en Venezuela en el último decenio es precisamente el bipartidismo. Pero hay que aclarar que éste, en Venezuela, no tiene absolutamente nada que ver con la inexistencia de otros partidos de menor peso electoral. Si algo nos enseñó la IV República fue precisamente que el bipartidismo consiste en la existencia de dos grandes partidos políticos cuya magnitud es tan importante que logra neutralizar a los partidos más pequeños sin, por ello, anularlos.
Seamos entonces sinceros y, a la vez, lúcidos: el temor a un partido único debería ser inmediatamente cambiado por el miedo a dos partidos únicos.
Cuando observamos los avatares de la política venezolana actual nos percatamos que estamos en vísperas de un inminente neo-bipartidismo quintorepublicano, y ello se refleja en diferentes señales políticas.
Primero que todo hemos notado en el seno de la oposición un desmembramiento en el partido Primero Justicia, el cual ha visto alguno de sus cuadros fundamentales pasar al partido Un Nuevo Tiempo. No cabe duda que este último partido ha instaurado una lógica de unión de fuerzas muy parecida al que, por su parte, realiza el chavismo al fundar un partido unido. Claro está, con menos ruido, pues en ningún momento se le ha acusado a UNT de crear un partido “único”.
Como es sabido, esta última acusación ha sido hecha más bien contra el PSUV. Dicha acusación ha querido jugar con la ambigüedad entre partido “único” y partido “unido”. Pero al ver más de cerca sus movimientos y desdramatizar sus iniciativas nos damos cuenta que se trata simplemente de la consagración de una fuerza de unidad parecida – “en términos politológicos” – a la que, por su parte, realiza UNT.
El resultado parece ser por ello la existencia en el chavismo de un gran partido quien protegerá, y a la vez neutralizará, a los partidos de menor envergadura como el PCV y el PPT. De hecho, se debe recordar que dichos partidos, al momento del lanzamiento del PSUV, tuvieron que resistir políticamente para no ser tragados por el nuevo partido cuya inminencia era avasallante.
La misma suerte y resistencia vale para partidos como PJ el cual delante de la nacionalización de una partido regional como lo es UNT tuvo que unir fuerzas y resistir al quiebre interno que se fraguó desde la lógica del UNT quien, de hecho, se quiere “el” partido de la oposición.
Lo cierto es que la geografía del poder, en lo que a partidos se refiere, se encuentra en estos momentos en una importante r-evolución silenciosa cuyos resultados son a penas perceptibles, y que tiende lenta pero inminentemente hacia un bipartidismo.
Otro elemento que hay que adicionar al mapa político son los resultados del 2D el cual fue importante para la reformulación del poder partidista en Venezuela. El positivo resultado electoral para la oposición venezolana no fue leído entonces como un resultado partidista aunque, de facto, lo fue. Y ello por un motivo muy simple: el mito de la oposición unida, más allá de los partidos que la componen, está siendo anulado por las divisiones propias de las campañas de los próximos comicios electorales: la romántica “sociedad civil unida” se esfuma paulatinamente en vista de la aparición de líderes del gran partido de la oposición.
También el resultado del 2D se traduce para el chavismo en términos partidistas: dicho resultado fue adverso, antes que todo, para el naciente PSUV, partido que ahora deberá ampliar su poder, estructuras y redes.
No le temo por ello a la tan anunciada ruptura violenta del hilo democrático por parte de extremistas o a la entrada de marines en nuestras fronteras: el proceso es más complejo y menos pomposo. Le temo a un peligroso bipartidismo quintorepublicano cuya principales víctimas serían las bases populares organizadas que dieron nacimiento a la llamada revolución. Está de más decirlo: el peligro de todo bipartidismo son los “pactos”.
Por otra parte, no cabe duda de que alguien está sacando mal las cuentas: ¿quién puede decir que los triunfos de la revolución desde 1999 pueden ser atribuibles a un partido político?

*Instituto de Estudios Avanzados (IDEA)