martes, 28 de agosto de 2007

La implosión del Estado

Miguel Ángel Pérez Pirela*

Sin ánimos de ofender a nadie es necesario poner en relieve que nuestra Constitución vigente esconde en algunos de sus artículos afirmaciones que podrían ser tildadas por muchos – en el mejor de los casos – como chistes – en el peor – como mera ironía. Nos referimos sobre todo al artículo 141 de la actual Carta Magna. En el mismo se define al Estado como un ente que “se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública”. De frente a una tal afirmación no queda más que preguntarnos: ¿es acaso éste el Estado con el cual convive día a día el pueblo?, o en fin de cuentas, ¿es ésta la imagen que los ciudadanos y ciudadanas poseen del Estado?
No existe ninguna duda sobre la respuesta negativa de la mayoría de los venezolanos a estas interrogantes. Pero tampoco existen dudas sobre el hecho que la propuesta de reforma a la Constitución se inscribe precisamente en esta problemática: estamos llamados imperativamente a cambiar el Estado que tenemos. Claro está, no podemos realizar semejante empresa sin antes preguntarnos qué es el Estado que queremos cambiar, qué Estado queremos y, por último, sí de verdad queremos algún Estado.
Para responder a todo ello debemos situarnos en el siglo XVII y traer a colación a Thomas Hobbes y su definición del Estado moderno. Este autor imaginó un estado de naturaleza en el cual cada hombre es absolutamente soberano y libre. Según dicha ficción, en esta situación inicial cada uno podría hacer todo lo que quisiera. Evidentemente ello traería consigo una guerra de todos contra todos que llevaría sin más a la anarquía generalizada (homo hominis lupus). Es precisamente contra esta situación que nace el Estado: cada uno transfiere su libertad y su soberanía individual a un tercero (Estado), a condición que este último le asegure una convivencia pacífica con el resto de los individuos.
El problema está en que dicho Estado auspiciado por los individuos – para crear reglas en pro del convivir y gestionar lo colectivo – se ha convertido paulatinamente en un monstruo separado de ese pueblo que le transfirió la potestad de ejercer el poder. Es precisamente éste el origen del tan criticado Estado buro-crático y tecnó-crata. Es decir un Estado que da el poder (del griego, cratos), por una parte a la burocracia, al bureau (del francés, escritorio), y por otra, a aquellos que poseen el conocimiento o tecno. En otras palabras, nos encontramos de frente a un Estado que acapara el poder en un conjunto de políticos y técnicos agrupados en un cuerpo profesional.
¿Qué hacer entonces para cambiar dicho Estado moderno teorizado hace casi medio milenio?
Para acabar con el Estado antes descrito uno de los métodos más plausibles es el de la implosión. Hay que derribar el Estado desde sus entrañas, y qué mejor manera de hacerlo que cambiando sus reglas de juego: es esencialmente aquí que se inscribe la lógica de la propuesta de reforma a la Constitución. Es en este punto donde toma sentido la idea de un Poder Popular que “no nace del sufragio ni de elección alguna sino que nace de la condición de los grupos humanos organizados” (art. 136 propuesto). Según la propuesta ya no será entonces el pueblo quien transferirá su poder al Estado, sino que el pueblo mismo gestionará parte del poder a través de “formas de autogobierno”. He aquí el epicentro de la cuestión.
Pero de nada sirve decretar constitucionalmente el poder en manos del pueblo si, al mismo tiempo, dicho poder no lo ejerce cotidianamente el pueblo organizado en “comunidades, comunas y autogobiernos de las ciudades a través de los consejos comunales, obreros, campesinos, estudiantiles…”. (art. 136 propuesto).
A la luz de lo antes dicho, la propuesta de reforma a la Constitución sería entonces una puerta abierta o condición mínima para hacerle más fácil el camino al pueblo en su lucha por la reapropiación del poder. ¡Pero atención! De ninguna manera el decretar el Poder Popular puede considerarse como el punto de llegada del colosal e histórico maratón popular por su soberanía. No se debe olvidar que muchas veces el poder decretado en manos de todos se convirtió en el poder en manos de ninguno, es decir, de algunos.

*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

miércoles, 15 de agosto de 2007

De los valores y anti-valores venezolanos


Miguel Á. Pérez Pirela*

La revolución venezolana en este momento histórico apuesta a la consolidación de un fundamento político y moral de dimensiones históricas cristalizado en la reforma de la Constitución.
Pero suele pasar que, por estarse forjando importantes realidades, las esenciales pasen por debajo de la mesa. De ahí una necesaria interrogación: ¿dónde ha quedado la discusión de los valores morales del venezolano contemporáneo?
Si de hecho existen valores morales y políticos que fundamenten el cotidiano del venezolano, es justo preguntarse hoy día sobre la identidad y aplicación de los mismos.
Pero hay que aclarar que no hablamos aquí de valores universales, metafísicos o hipotéticos. Se trata de realizar un esfuerzo fenomenológico y extraer de las actitudes, acciones y modos de pensar de los venezolanos, los valores que están debajo de su accionar.
No cabe la menor duda que existe una preocupación generalizada sobre los modos de actuar de nuestros compatriotas, que parecen asomar la existencia de valores individualistas como fundamento de sus creencias, deseos y objetivos.
Es imprescindible preguntarse entonces, ¿qué es un valor individualista? Primero que todo hay que aclarar que valor individualista no es sinónimo de valor individual. El individualismo sería más bien la dogmatización y perversión de este último.
El pensador francés Alexis de Tocqueville escribía en su Democracia en América, justo en los años en que Bolívar emprendía la revolución por el continente, que el individualismo es algo mucho más profundo, complejo y peligroso que el egoísmo. Mientras que el egoísmo siempre ha existido, el “individualismo es una expresión reciente que ha creado una idea nueva: nuestros padres no conocían sino el egoísmo”. Diríamos entonces con Tocqueville que el egoísmo es un rasgo natural del hombre que tiende a colocar en primer plano el ego, es decir, el yo.
Por el contrario, el individualismo es un fenómeno y una patología moderna que, no sólo coloca el propio yo como centro de gravedad, sino que además hace de esta actitud un valor moral. ¿Qué significa ello?
Hacer del yo un valor moral quiere decir hacerlo un imperativo, elevarlo al rango de deber ser. Como lo ejemplifica el sociólogo Christopher Lasch en La cultura del narcisismo, según el individualismo, tú estás llamado a buscar sólo tus propios intereses; si actúas pensando únicamente en ti, estás haciendo el bien. He aquí el origen de las teorías de auto-superación o de éxito empresarial – cuyas publicaciones inundan nuestro país – que colocan como modelo a seguir el “emprendedor” o “manager” exitoso que piensa únicamente en sus propios intereses, cueste lo que cueste socialmente.
Figuras que, dicho sea de paso, ilustran y fundamentan el neo-liberalismo y su instrumento primordial, el capitalismo. El mensaje que se esconde detrás de dichas posturas invita a la felicidad, goce, bienestar y disfrute exclusivamente desde el punto de vista individual.
Todo ello, claro está, en franca oposición a los valores sociales – fundamento de toda revolución – los cuales son vistos como trabas o impedimentos al desenvolvimiento del propio yo.
El mundo desde esta perspectiva es visto como un campo de batalla donde sólo los más individualistas han de sobrevivir, ser protagonistas y líderes. En otras palabras, aquellos que no ahorran energías en ganarse un puesto importante y mantenerlo, acumular el mayor capital posible en negocios, amistades influyentes, sueldos desmedidos, favores debidos, desproporcionados bienes, etc.
La pregunta surge entonces espontáneamente: ¿cómo forjar sinceramente y, sobre todo, empíricamente nuevos paradigmas sociales en Venezuela, si estos están fundamentados en valores individualistas?
Responder a ello nos dará luces sobre el cómo habrá de encararse, en términos de valores, la histórica apuesta antes planteada, es decir, la reforma de la Constitución.


*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

miércoles, 1 de agosto de 2007

El hombre no es una isla

Miguel Ángel Pérez Pirela

Como expresaba Tomás de Aquino en su Suma Teológica, hay quien hace el mal creyendo hacer el bien. Algo muy parecido sucede con los defensores “románticos” de la naturaleza.
Toda postura que pretenda defender la naturaleza a través de meros discursos sentimentales está destinada al fracaso por no tomar en cuenta las causas culturales de la degradación que sufre hoy día el planeta. De hecho, ¿Qué tipo de mentalidad se encuentra al origen de un tal desastre ambiental? Para responder a esta pregunta es necesario re-visitar la historia de la “mentalidad moderna”.
La modernidad parte de un llamado cartesiano a idolatrar, venerar y aupar la “razón” del individuo. Razón que, según esta posición, es capaz de contrarrestar las vicisitudes propias de la naturaleza.
Es así que se instaura una visión dogmática de la razón humana que promete llevarnos, en un futuro no muy lejano, al control de la naturaleza. Fin éste que pre-supone una lucha del ser humano contra los determinismos naturales. La razón, según esta visión, habría entonces de salvarnos del fatal determinismo natural que nos hace víctimas de las enfermedades, el envejecimiento, los desastres naturales e, incluso, la muerte.
De esta “creencia” surge entonces el icono de este tipo de racionalidad encarnado en la “ideología de la ciencia moderna”. Dicha ideología científica se presenta como el instrumento por excelencia de la batalla del ser humano contra la naturaleza. Es así cómo el método y las limitaciones epistemológicas propias de la conservadora ciencia moderna terminan de solidificar la antitesis, ya creada, entre el ser humano y la naturaleza.
La ciencia no tarda en convertirse en una cuasi-religión que pregona la libertad, el progreso y la esperanza. A partir de ésta el individuo moderno se erige como una potencia racional cuyo paradigma es esa figura sacerdotal encarnada en el “científico”.
El paso fue dado. De ahora en adelante todo aquello que vaya contra la “voluntad de potencia” de la racionalidad científica sería tildado como contrario a la esperanza moderna de un progreso y libertad absoluta. Dicho individuo científico-racional-moderno se presenta de este modo como una “racionalidad pura” al estilo kantiano o, en otras palabras, como un “sujeto absoluto”. Es precisamente en este instante cuando la definición de sujeto (humano) se opone irremediablemente a un objeto que, en este caso, es nada más y nada menos que la naturaleza toda.
Al objetivar la naturaleza se cae sin más en el trágico error moderno que hace de ésta un mero instrumento. Se crea así la bien conocida jerarquía que coloca al hombre en el ápice de la naturaleza. Pero el proceso “modernizante” no se detiene allí. La razón moderna no tarda en extraer al ser humano de la jerarquía misma para hacer de éste algo separado de la naturaleza.
Es en este contexto que nace la crítica de Edgar Morin contra la “visión insular” del hombre. Visión ésta que hace del ser humano un ser extra-terrestre o meta-físico. Según esta postura el hombre sería una especie de ser sobre-natural que tendría poco o nada que ver con el sistema, el ritmo y las leyes propias de la naturaleza.
Aquí encontramos entonces el origen de la tan celebrada “auto-nomía” del individuo moderno que sostiene que el hombre sólo respeta las leyes de sí mismo (auto/lo que sale de sí – nomos/ley).
A partir de esta lógica surge como último eslabón de la cadena moderna una visión “conquistadora” del individuo moderno que, antes de conquistar a otros hombres, está llamado a conquistar la naturaleza. La grandeza moderna del hombre partiría por ello de su capacidad de modificar la naturaleza entendida como mero objeto o instrumento. De hecho, según esta lógica, los países más “desarrollados” serían aquellos que controlan y modifican mejor la naturaleza.
Ahora, si bien es cierto, que hoy día existe una crítica generalizada contra los conquistadores (de hombres) del siglo XVIII y XIX, también lo es que en la actualidad se continúa celebrando a los conquistadores de la naturaleza. Conquistadores que no han terminado de entender el principio de la eco-logía, es decir, que el hogar (oikos) propio del hombre no se encuentra fuera de la naturaleza sino en su seno.

Investigador del Instituto de Estudios Avanzados