sábado, 1 de noviembre de 2008

Bio-poder, Bio-ética, Bio-política:

la Bene-fi-ciencia o el bien de la ciencia

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Publicado en la Revista "RELEA", 2008, Universidad Central de Venezuela)

Lo Bio: representación y valor de la vida
Muchas veces se cree que la discusión entorno a la bioética es, sobre todo, una discusión de carácter racional, “fantasmático”, religioso o meramente teórico-moral. Nada más lejos de la realidad. La reflexión sobre la probable relación entre bioética y ciencia está fundada en ese pathos que presupone toda reflexión sobre la Vida. De dicha discusión depende, y aún más, dependerán las posibilidades que en el futuro tendrá la Vida de frente a los avasalladores descubrimientos científicos y las paradojas de la relación ciencia-política-economía.
En este sentido no está de más recordar que al hablar de la relación ciencia-bioética “nos encontramos primero que todo, delante de una crisis de la representación de la vida y del valor de ésta. ¿Se debe advertir al futuro esposo de un seropositivo del peligro que corre? ¿Se debe imponer la propiedad colectiva de los órganos de los muertos? ¿Podremos engendrar huérfanos? ¿Cómo soportar la desigualdad de oportunidades entre países desarrollados y países menos desarrollados en relación a la distribución de la venta de órganos? […]
[1].
La pregunta que surge de estas preguntas sería entonces: ¿quién puede decidir delante de “situaciones límites” en las que está en juego la noción misma de vida, es decir, su carga simbólica? Y de encontrar una o un grupo de personas aptas/actas para la toma de dicha decisión, entraríamos en una problemática ulterior concerniente a los criterios racionales y fundamentos morales a partir de los cuales se decidiría.
Un aspecto esencial que no se puede soslayar es precisamente el del criterio de una persona común y corriente – es decir sin especiales competencias científicas o (teórico) morales – que se ve confrontada a tomar una “decisión bioética”. ¿Puede esta persona pronunciarse “bioéticamente”? ¿Sería legítima su voz? ¿Desde qué posición hablaría? De frente a estas interrogantes se debería entonces reflexionar sobre el estatuto mismo de la palabra bioética. ¿Se trata de una posición científica, técnica, intelectual, religiosa o moral? Dilucidar sobre ello nos permitirá hacernos una idea más clara sobre lo propio de la bioética, es decir, sobre su fundamento. Si es que se puede llegar a un acuerdo sobre el mismo.
De hecho, ¿presupone la bioética un acuerdo en relación a la ética? De no ser así, ¿cómo se podría llegar a un acuerdo bioético sin un acuerdo ético anterior? ¿Se podría decir entonces que la bioética está fundamentada en una ética en movimiento, una especie de ética in progress? Si es el caso, ¿se podría hablar entonces de una “renovación de la ética” que pueda adaptarse a los rápidos cambios y desafíos éticos, económicos y políticos que nos presenta la ciencia?
Las respuestas a estas perplejidades abren entonces la bioética a un campo mucho más vasto, a partir del cual la misma se propone como instrumento privilegiado para pensar sobre la ciencia, sus paradojas y límites.

I. Bio-poder: La Ciencia como ideología

El poder de la ciencia, y más específicamente, de la biociencia se encuentra plasmado en varios aspectos que no se deben soslayar. Dichos aspectos fundan eso que podría ser llamada la ideología científica, o más bien, la ciencia como ideología. Esta ideología surge de una voluntad de emancipación por parte de la ciencia y la técnica del hombre que las controla. “Habermas considera que el capitalismo avanzado abre la ciencia a técnicas de control del comportamiento humano de más en más finas”:

Después de que la técnica sirvió a la emancipación de los hombres, ella misma se emancipó de éstos, de la acción y de las normas humanas. Es precisamente a ello a lo cual nosotros asistimos en nuestro mundo contemporáneo, es decir, a esta independencia conquistada por la ciencia, quien encuentra en sí misma su propia legitimidad. La ciencia se convirtió en una ideología que es independiente de toda ideología. Toda una esfera de la conciencia se transformó de este modo en conciencia tecnocrática, lo que corresponde exactamente a la abolición de toda diferencia entre la moral y la técnica. La conciencia tecnocrática no quiere decir la disolución de esta o aquella estructura moral particular, ésta corresponde más globalmente al rechazo de la ‘moralidad’ en tanto que categoría de existencia en general
[2].

No se puede negar que eso que muchos ven como una actividad científica benéfica, humanitaria, ética, puede poseer una fuerte carga ideológica que es importante tomar en consideración para medir, o al menos captar, la dificultad latente a la hora de colocar límites a la misma. “Si la idea de una reglamentación o ‘etización’ del poder biológico puede pasar por una limitación es precisamente porque ello relativiza, en el nivel más profundo, una base ideológica transparente hasta nuestros días: el optimismo suscitado por la ciencia”
[3]. Abordemos entonces más precisamente las características de esta ideología científica.
En primer lugar surge una ideología de la libertad científica. De hecho, “la Ciencia se quiere como el instrumento de la libertad, ya que la misma ofrece a los individuos los medios para sustraerse del imperialismo de los hechos y negar la fatalidad”
[4].
Partiendo de ello el científico se erige como una especie de sacerdote de la ciencia el cual, a través de sus actos, liberará al hombre del fatal determinismo de la naturaleza. “Eso que reclaman los investigadores es precisamente el derecho a la libertad de la investigación, derecho que consiste en interrogar y provocar a la naturaleza con instrumentos que se encuentran en nuestros días en una nueva escala de potencia. De ello surge, y es aquí que encontramos materia para el debate, un costo humano. La cuestión es entonces la de saber si dicho costo puede ser aceptado, y hasta dónde, en cuanto instrumento de un apetito cognoscitivo”
[5].
Por otra parte se encuentra la ideología del progreso científico que interpreta la historia humana como una línea recta que se proyecta siempre hacia un futuro mejor que el pasado y el presente. La ciencia es uno de los paradigmas más emblemáticos de dicha lógica del progreso. La ideología del progreso científico proclama que toda acción científica se traduce inevitablemente en un mejoramiento de la situación presente de los seres humanos. Ello implica, por otra parte, que cualquier límite o traba que se le coloque al ser humano será, sin más, un retraso para la humanidad entera. Dicha concepción progresista de la ciencia da lugar también a una visión esperanzadora de la misma: “sólo el progreso está en la medida de corregir y rectificar los defectos del progreso, los errores engendrados por el progreso”
[6].
De lo antes dicho deriva un ulterior aspecto de la ciencia como ideología: la ideología de la esperanza científica. Toda acción científica está concebida como proyectada hacia un futuro mejor. La esperanza sería entonces el motor que hace creer en el advenimiento de resultados científicos (únicamente positivos) para la humanidad. Este aspecto esperanzador trata de hacer una amalgama entre la ciencia y la ética al afirmar que “la investigación en sí misma es fecunda e inocente, y que es sólo al nivel de la aplicación que hay que ser vigilantes”. Ello conlleva a una clara conclusión: “El desliz no es científico y por ello no es ético
[7]”. Todo aquello que contradiga la ciencia o la coloque entre paréntesis sería visto entonces como pesimista en relación a las posibilidades de los seres humanos.
Otro elemento capital del progreso científico es precisamente el de su fe en la ideología de la potencia científica. En la tradición occidental la potencia humana está ligada íntimamente al control de la naturaleza. El poder de – a través de una actividad cultural como es la ciencia – modificar la naturaleza según la voluntad humana es señal de fuerza. La naturaleza desde este punto de vista se presenta como una realidad maleable, como pura potencia, delante del acto todo poderoso del ser humano. Es innegable que ello implica una concepción cosificadora y cosificante del medioambiente. Éste se piensa a partir de una visión antropocéntrica. Evidentemente los adelantos en términos de conocimiento científicos han aumentado de forma notoria dicha sensación de poder. Cada día más la ciencia encuentra nuevos y más sofisticados mecanismos de modificación de la naturaleza. Ello implica entonces “una afirmación (casi-nietzscheana) de una potencia inusitada, demiúrgica, jamás experimentada hasta ahora”. Pero, de hecho, el testimonio optimista de una libertad sin límites que la investigación ha encontrado por sí misma, más que ser un argumento, es un elogio a la potencia.
A partir de lo antes dicho se conciben entonces una ciencia desprovista de límites, o al menos, determinada por el menor número de trabas posibles. Es en este sentido que muchos científicos integran los errores científicos como males necesarios, racionales y justificables desde todo punto de vista. Castillo, citando el punto de vista de científicos, afirma que “los errores no son más que instrumentos inevitables de la investigación. La historia de la ciencia, así como la historia del hombre, está poblada de potenciales extravíos”
[8].
La ciencia se presenta desde este punto de vista como instrumento liberador del ser humano y cualquier intento por frenarla se traduciría en una tentativa esclavizante en relación a los “tiempos modernos”.
La cuestión está por ello en analizar eso que se encuentra detrás de la ideología que encarna la ciencia hoy día. Al acercarnos a la ciencia como ideología nos percatamos que “más allá de toda motivación sicológica o social, hay lugar para la pasión ya que se trata aquí de comunicar no solamente un tipo de racionalización, sino también una convicción, la convicción que esta racionalización es la mejor. La cuestión de lo mejor conduce entonces a una justificación de tipo ética”
[9].
La Ciencia sería por ello también un problema de valores y, en este sentido, se plantea un primer “conflicto entre el valor del saber y el valor de los derechos del hombre”. De hecho, “el campo del saber no cubre necesariamente el campo de lo humanitario”. Surge entonces una tensión que tiene que ver, por una parte, con el derecho a investigar, y por otra, con los derechos de aquellos que son investigados.
Pero se debe notar que la cuestión de los límites de la ciencia no concierne únicamente el plano teórico y la historia da muestra de ello:

Tales resoluciones son la réplica a la amarga experiencia, de modo muy especial, de las atrocidades nazis. Más tarde, sin embargo, se ha ido conociendo que la experimentación en los humanos, sin garantías ni consentimiento, no sólo hay que achacarla a los nazis, pues varios países democráticos se han visto envueltos en los mismos atropellos. Desde el cirujano inglés Charles Maitlan, inoculando viruela a prisioneros, pasando por la citada crueldad nazi (en Dachau y bajo el Dr. Sigmund Rasecher se hicieron numerosos experimentos con el cuerpo humano; recordemos que en Núrember se juzgó a 23 médicos y se condenó a muerte a siete)
[10].

La reflexión y el análisis de los límites que han de colocarse a la ciencia estructuran precisamente el objeto propio de la bioética, en tanto que reflexión y discusión en torno a la cuestión del bio-poder de la ciencia.

II. Bio-ética: Los límites a la Ciencia

Antes de entrar de lleno en la definición, o mejor, las definiciones de la bioética es necesario hacer una breve puntualización histórica a propósito de sus orígenes:

Se dice que fue un descubrimiento simultaneo […] del oncólogo Van Rensselaer Potter y del ginecólogo Hellegers […]. W. T. Reich, en un detenido análisis, ha demostrado que la paternidad del término se debe a Potter. Su libro de 1971, Bioética, un puente hacia el futuro, es el pistoletazo de salida de esta nueva disciplina. Es cierto que Hellegers popularizará inmediatamente el neologismo con la creación del Instituto Kennedy de Bioética e Georgetown. Potter veía la bioética como un puente o unión entre la biología y la ética […]. Hellegers, por su parte, se centrará en el aspecto más interdisciplinario de la bioética; aspecto que ha sido triunfante en lo que al concepto de bioética se refiere […]. En esta breve historia otros nombres deberían ocupar un lugar de importancia. Limitémonos a señalar a D. Callahan, promotor del Hasting Center, que con su publicación Hasting Center Report se ha convertido en referencia obligada en lo que atañe a la ética y a las ciencias de la vida
[11].

Pero comencemos por definir la bioética a partir precisamente de la Enciclopedia de Bioética. Según dicha fuente la bioética sería “el estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicas y la atención de la salud en la medida en que esta conducta se analiza a la luz de principios y valores morales”
[12]. Autores como Sádaba centran su atención, más que sobre la conducta humana, sobre “el estudio disciplinar de los problemas derivados de los avances biológicos con especial atención a su dimensión moral”[13].
La bioética, en este sentido, tiende a colocarse como parte de esas diversas derivaciones que, en los últimos tiempos, se han emancipado de lo que en el mundo filosófico es llamada la ética general. Algunos casos pondrían sernos útiles: hoy día se habla por ejemplo de la ética de los negocios, la de los animales, la ética de la publicidad, la ecológica, la bioética animal, la gen-ética, la infoética, la microbioética y macrobioética, y más generalmente la bioética fundamental y bioética clínica
[14].
A propósito de la carga semántica del término de bioética, Castillo propone tres definiciones por lo demás interesantes que colocan la bioética frente a sus contradicciones. En una primera definición la finalidad de la bioética es la de “anticipar los efectos del progreso científico y técnico”. En otras palabras, ésta se debe comprender como “la elaboración de nuestras responsabilidades con relación a las generaciones futuras”. El trabajo de la bioética es por ello un trabajo de “vigilancia cuyo norte es la individualidad potencialmente amenazada”
[15]. Está de más afirmar el carácter apriorístico de esta definición. La bioética se coloca como una mirada, juicio o valor anterior a la actividad científica.
En un segundo momento la bioética se considera como instrumento ético al servicio de la ciencia. La bioética, por no apoyarse en ningún fundamento metafísico, estaría disponible a los cambios propios de la ciencia y la técnica contemporánea. Ello quiere decir que la misma no tomaría ninguna disposición apriorística frente al avance de la ciencia. Todo lo contrario. La bioética se pronunciaría a posteriori con relación al progreso científico. Ésta sería entonces el instrumento a partir del cual “se solicitaría a la ética de facilitar la introducción del progreso técnico en la costumbres”. La bioética se presentaría por ello como la legitimación ética del progreso científico” y, en este sentido, serviría como instrumento pedagógico para introducir en los jóvenes una “figura desdramatizada del progreso”
[16].
Una tercera y última definición de bioética se encuentra plasmada en la aplicación de la bioética a través de los “Comités de bioética”. Evidentemente esta definición de bioética posee un sentido mucho más pragmático que los anteriores. La bioética conjugada a un grupo de personas que discuten, analizan y deciden, posee su fundamento en la idea misma de derecho. Se trataría aquí de una ética para el derecho, es decir, de un valor o bien que se hace ley, prescripción. La bioética estaría entonces fundada en un trabajo de “legislación” a partir de la búsqueda de un equilibrio o suerte de justicia entre las solicitudes de la moral, por una parte, y la ciencia, por otra.
Pero es precisamente esta última definición la que nos coloca delante del impasse más importante de la reflexión sobre la bioética. Partiendo del supuesto caso que un grupo de personas, miembros de una comisión, se sienten a discutir entorno a decisiones que tienen que ver con la bioética es justo preguntarles: ¿sobre qué fundamentos éticos han de decidir? Si el grupo en cuestión es homogéneo, desde el punto de vista ético, la empresa se facilita, relativamente. Ahora, si dicho grupo está compuesto por individuos provenientes de diversos universos morales, religiosos, económicos, culturales o políticos, las cosas tienden entonces a complicarse.
La cuestión surge entonces en toda su complejidad y podría resumirse con la siguiente pregunta: ¿existe un acuerdo sobre el fundamento de la bioética?
Es precisamente sobre este punto que nos encontramos con las contradicciones propias de la bioética. De hecho, “uno de los objetivos de una bioética universal es lograr el máximo consenso entre opiniones, culturas e ideologías diversas”. Pero es innegable que “hoy día no existe consenso internacional relacionado a la ética de la investigación. Sobre el embrión o sobre las células y tejidos humanos, no existe una ética internacional explícita”.
No cabe duda que en nuestros días existe la solicitud de un consenso sobre valores bioéticos, al mismo tiempo que un acuerdo casi unánime sobre principios como la búsqueda de la verdad objetiva, el respeto por las personas, la beneficencia, la justicia, entre otros. Mas no existe ningún tipo de acuerdo sobre algo tan crucial como el fundamento ontológico de dichos valores. Ello se traduce entonces en una ausencia de acuerdo sobre los límites de aplicabilidad de estos principios
[17].
A partir de lo antes dicho surgen preguntas fundacionales con relación a la bioética: ¿Cuál debe ser la ética de la bioética? ¿Existe una fundamentación general y universal de la bioética? ¿En qué tipo de acuerdo se debería fundar dicha fundamentación?
Para responder a estas interrogantes se han hechos esfuerzos por encontrar principios o fundamentos aplicables. Por ejemplo, “desde los años noventa viene funcionando a modo de referencia básica lo que se ha dado en llamar ‘los principios de la bioética’. Tales principios tienen su origen en el ‘Informe Belmont’. Dicho informe es el resultado de los cuatro años de discusión de una Comisión Nacional, organizada a instancias del Congreso de los Estados Unidos. La Comisión debería tratar de principios éticos que afectan a la investigación con humanos”. De ello se derivaron tres principios guías”: la autonomía de las personas, la beneficencia (o maximizar los beneficios y minimizar los riesgos) y la justicia, que en este caso, es justicia distributiva. Es precisamente ésta la raíz del hoy ya célebre texto de Beauchamp y Childress, Principios de ética biomédica
[18], obra que añadirá el principio de no maleficencia.
Pero incluso los principios anteriormente expuestos son objeto de serias relativizaciones por parte de quienes afirman que detrás de todo principio se encuentra una visión partidaria de la ética. Por ejemplo muchos observan que “el principio de justicia tendrá primacía, debido a su tradición socializante, en Europa; mientras que el de autonomía será propio, dada su tradición liberal, de los países anglosajones […]”
[19].
Existen también quienes profesan una aversión por los principios bioéticos fundados en meras teorías morales. Para autores como Jonson y Toulmin, las posiciones de Beauchamp y Childress resultan inaplicables en cuanto se basan en fundamentos racionales y éticos que no se prestan a un consenso internacional. Dichos autores en lugar de proponer nuevos principios, plantean un método alternativo para sostener la bioética: “éstos pensaban que la gramática adecuada debería confiar menos en los principios y más en los casos concretos. Observaban que la gente, cuando discutía sobre principios, se eternizaba, mientras que si partía de casos concretos, personas con ideología distintas llegaban pronto a un cierto consenso. El asunto, efectivamente, era el de encontrar un consenso suficiente entre individuos con teorías morales diferentes”.
Para fundamentar lo anteriormente planteado basta tomar como ejemplo a los mismos Beauchamp y Childress: “el primero es utilitarista y el segundo un deontologista kantiano. El utilitarista, como es bien sabido, considera que algo es bueno y, por lo tanto debería hacerse, si tiene buenas consecuencias. El deontologismo, por el contrario, considera que existen unos principios a los cuales hay que acomodarse y, por lo tanto, algo es bueno si debe hacerse”
[20].
¿Qué respuesta o proposición dar entonces frente al impasse que presupone la discusión sobre los fundamentos de la bioética y su relación a los desafíos del biopoder contemporáneo?

III. Bio-política: Hacia el mecanismo de la Bene-fi-ciencia

La presente reflexión se erige entonces como un planteamiento al tan controversial problema del fundamento de la bioética. Sobre todo en relación a las implicaciones con un bio-poder de más en más tecnificado y efectivo. Para ello damos razón al cambio de método en relación a la cuestión que autores como Jonson y Toulmin realizan. Es imprescindible encontrar fundamentos que no se basen en principios morales universales como los propuestos por Beauchamp y Childress. Pero por otra parte, defendemos la posición de estos dos últimos autores en la búsqueda de fundamentos bioéticos que no partan de meros casos prácticos como lo afirmaban Jonson y Toulmin.
De frente a la carencia de fundamentos bioéticos universales y a la relatividad de una bioética fundada en casos concretos, proponemos más bien la búsqueda de mecanismos o procedimientos bioéticos que puedan servir al mundo científico como modus operandi u hoja de ruta.
Es precisamente en esta óptica que surge eso que hemos querido llamar – utilizando un neologismo – el mecanismo de Bene-fi-ciencia. Dicho principio le recuerda a la ciencia, o más bien, a la actividad científica – visto que es a esto a lo que llamamos ciencia – que el fin último que debe guiar su actuar es el (bene) bien. ¿Pero de qué tipo de bien hablamos?
Las afirmaciones antes hechas se inscriben de lleno en la ética aristotélica. Y ello en dos sentidos complementarios. Primeramente dicha ética – amparada en su obra Ética Nicomaquea – parte de la premisa que toda actividad humana tiende o debería tender hacia un fin. Esto en el griego aristotélico se plasma a través de la noción de telos. El telos o finalidad es eso a lo cual todo tiende
[21].
Si consideramos entonces la ciencia como actividad científica es necesario estipular, saber, definir, cuál es el fin que la mueve. Si, como lo mencionamos anteriormente, la ciencia es considerada únicamente como ideología científica del bio-poder, evidentemente su finalidad quedará reducida a una acumulación de saber sobre la naturaleza, o a un mecanismo de control de la misma, o a un instrumento como cualquier otro de poder, o en fin de cuentas a un medio para la celebridad del científico.
Evidentemente estas finalidades de ningún modo se inscriben en una concepción bioética amparada en ese mecanismo que hemos querido llamar de la Bene-fi-ciencia. ¿Cómo aplicar entonces los criterios de dicho mecanismo? Lo primero es comenzar por una definición, al menos aproximativa de lo que quiere decir ciencia.
En un primer momento consideramos aquí ciencia en su sentido más antiguo como epísteme que quiere decir “saber” o “conocimento”. El término griego epísteme en la filosofía clásica se opone a doxa que reenvía más bien a una idea de “opinión”. Aunque ambos términos, de una cierta manera, son tipos de conocimiento, la doxa no se ampara en ningún tipo de verdad objetiva. La doxa es pura subjetividad no comprobable a través de un confronto con la naturaleza, criterio de realidad de la ciencia.
Por el contrario el objeto de reflexión y estudio de la epísteme o ciencia es la naturaleza a través de un método bien específico fundado en la búsqueda de la verdad a través de las causas. En el mundo antiguo y, más específicamente en Aristóteles, la actividad científica quiere decir búsqueda de las causas. Se debe notar que entonces esta epísteme o ciencia no se reducía únicamente a las ciencias experimentales y exactas. Este tipo de conocimiento científico englobaba todo conocimiento que buscase la verdad a través de sus causas.
La ciencia sería entonces, desde el punto de vista más general, un tipo específico de saber o conocimiento que, en cuanto tal, tiene que ver con la búsqueda de la verdad. Ahora, si el telos o fin de la ciencia es la búsqueda de la verdad surgiría una pregunta ulterior: ¿Por qué y para qué buscar la verdad? Una respuesta plausible no puede estar fundada en la búsqueda de la verdad por la verdad. La gratuidad de la búsqueda de la verdad no resuelve el problema. Si el científico se esfuerza en su búsqueda cotidiana por la verdad debe existir algún motivo.
Insistimos, dicho motivo no debería estar fundado en la llamada ideología científica del bio-poder ya que la misma presupondría una búsqueda científica finalizada al monopolio del poder por parte de uno o unos, al individualismo, al utilitarismo. Ejemplos de ello no faltan:

Y no hay que olvidar cómo el capital internacional se ha volcado en las ciencias de la vida esperando obtener de ahí extraordinarios beneficios. La prestigiosa revista The New England Journal of Medicine ha publicado recientemente informes con datos decisivos sobre la dependencia de los hospitales universitarios del dinero proporcionado por las industrias farmacéuticas o sobre las trabas que tales industrias ponen a las publicaciones que no le son favorables. La empresa Amgen cotizó desproporcionadamente el alza en bolsa por medio de una falsa información sobre el gen de la obesidad y otro tanto hizo Gentech con la hormona del crecimiento
[22].

Si el conocimiento científico mira al conocimiento de la naturaleza, ¿lo hace por cuál motivo?
Responder a esta pregunta a partir de nuestro mecanismo de Bene-fi-ciencia, implica hacer surgir la dimensión ética de la noción de verdad científica. Contrariamente a cuanto suele pensarse, la noción de verdad no se resume sólo a una dimensión que tiene que ver con la racionalidad. La esencia misma de la noción de verdad está íntimamente ligada a la noción de bien. De hecho, verdad y bien en la óptica escolástica hacen parte de los llamados Trascendentales. El verum y el bonum escolástico son categorías que se complementan.
A partir de lo antes dicho, y regresando a la bioética, es justo preguntarse ¿existe búsqueda científica de la verdad, aislada de una búsqueda del bien? Cuando el científico realiza una investigación para conocer la verdad, lo hace guiado por una cierta idea de bien? De ser así llegamos entonces a la pregunta pivote de nuestra reflexión: ¿Cuál es el bien que busca el científico en su acción científica?, o en otras palabras, ¿Cuál es el bien al cual aspira la ciencia al momento de buscar la verdad?
Cuando un biólogo molecular venezolano se esfuerza por convertir el petróleo pesado en ligero a través de mecanismos biológicos fundado en hongos, ¿por qué lo hace? Cuando un científico trabaja en tecnologías que permitan la detección de transgénicos, ¿por qué realiza dicha acción? Cuando un grupo de investigadores trabajan en la creación de una genoteca de cacao venezolano, ¿qué los lleva a hacer ello?
En toda acción humana existe un telos o finalidad. Dicha finalidad puede ser negativa o positiva, pero está siempre presente. Yo puedo robar porque tengo hambre o porque quiero ser rico. Yo doy una limosna porque quiero ayudar al prójimo o porque quiero sentirme bien conmigo mismo. Toda acción, al fin y al cabo, se realiza a partir de un telos o finalidad. Ello es cierto incluso cuando la persona que actúa no es conciente del fin por el cual actúa. La ciencia no escapa a ello. La ciencia o actuar científico está guiada por un telos o fin último.
El fin de la bioética sería por ello, o al menos debería ser, el de preguntar, cuestionar, indagar sobre el fin que mueve a la ciencia para relacionar dicho fin al bien. Y cuando decimos “ciencia” no la pensamos sólo como fenómeno ideal, analítico. El rol de la bioética sería el de cuestionar al científico particular. A todos aquellos que, a través de una acción que podríamos tildar de científica, contribuyen a la búsqueda de la verdad a través del trabajo con y sobre la naturaleza.
¿Cuál sería entonces el rol del mecanismo de Bene-fi-ciencia? El mismo consistiría, no solamente en preguntar sobre la finalidad que está a la base del accionar científico. Dicho mecanismo tendría que verificar de qué manera esta finalidad se inscribe en una idea de bien. Y aún más, especificar de cuál bien se trata. Todo ello con la finalidad de establecer un criterio esencial para juzgar bioéticamente cualquier actividad científica.
Aunque pueda parecer polémico, toda actividad científica, para coincidir con el mecanismo de Bene-fi-ciencia, deberá considerarse como una actividad Política. Sólo si se establece el fundamento bio-político como filtro bioético de la ciencia, la misma puede considerarse apta desde en punto de vista bioético. Todo ello necesita evidentemente una explicación y aclaración.
Cuando hablamos de Política, lo hacemos con p mayúscula, haciendo igualmente referencia a Aristóteles y con él al mundo griego. La bioética puede tomar la política como medida sólo si ésta se concibe bajo su definición originaria. Política viene del griego polis que quiere decir ciudad, ciudadela y, más generalmente, sociedad. En este sentido se dice que una acción es Política cuando la misma se inscribe en un entorno social.
Contrariamente a ello, la actividad científica suele considerarse en el seno mismo del mundo científico como una práctica que concierne únicamente a un investigador o grupo de escogidos que desarrollan sus experimentos en las fronteras exclusivas de los laboratorios, centro de investigaciones o universidades. Dicha concepción conlleva a una creencia tácita, en dicho entorno, fundada precisamente en el carácter exclusivo de la ciencia. Ello dificulta sobremanera la conciencia – en el científico medio – del hecho que sus manipulaciones, experimentos y resultados tienen un impacto directo en la comunidad, la sociedad, el país que lo entornan.
De hecho, comprender el aspecto Político del científico implica interiorizar que toda acción científica, por el hecho de ser una acción humana, se inscribe en una sociedad que rebasa los bordes de la comunidad científica.
La toma de conciencia por parte de la ciencia de su carácter Político conlleva necesariamente a un re-pensamiento de la misma en tanto que actividad ligada íntimamente con la esfera del otro. Es innegable que toda acción humana se inscribe en un entorno hecho de otros. Es por ello que dichas actividades presuponen una responsabilidad de frente a éstos.
Además, la dimensión bio-política a la cual se debe abrir la actividad científica no presupone únicamente al otro en cuanto individuo, es decir a el otro. La responsabilidad social que posee la bioética, a través del mecanismo de Bene-fi-ciencia, es también una responsabilidad en relación a lo otro que, sin ser persona o individuo, es también depositario y víctima de la acción científica. Con la idea de lo otro nos referimos al entorno natural donde se desarrolla el ser humano, es decir, el ecosistema.
Toda actividad científica implica una modificación en lo otro, concebido como naturaleza, y ello a su vez implica irremediablemente un impacto sobre el ser humano, es decir, sobre la cultura.
El punto de vista de la bioética hará entonces pesar sobre la espalda de la actividad científica la mirada de ese otro que, lo quiera o no, será impactado de una forma u otra por esa actividad que el científico realiza en la frontera exclusiva de su laboratorio. La bioética ha de posar entonces sobre la acción científica la dimensión de inclusión que sólo puede dar la vocación Política, en el sentido aristotélico.

De la scientia a la cum-scientia

El fin de la ciencia es por ello un tipo de bien que debe necesariamente ser el bien común: “la evolución de los medios (científicos) es algo que debe ser justificada por una finalidad deseable”
[23].
A partir de una reflexión sobre la bio-ética surge entonces la necesidad de colocar límites al bio-poder de la ciencia moderna. Evidentemente ello ha de realizarse a través de una mirada alternativa de la cuestión, fundada en el paradigma bio-político anteriormente planteado. El desafío está precisamente en abrir dicho paradigma a la tradición aristotélica de finalidad (telos), y más aún, de finalidad buena en vista de una aplicación social (polis).
Se trata, en resumidas cuentas, de abordar la cuestión de la scientia a partir de instrumentos semánticos alternativos que podríamos plantear tomando en consideración la preposición latina cum. Sirviéndonos de ésta abrimos el fenómeno scientia a una necesaria dimensión ética. Más que hablar entonces de una modernizante idea de scientia, fundada en una ideología del bio-poder, plantaríamos una cum-scientia con repercusiones en el campo ético, es decir, del bien. Lo propio de la bioética estaría por ello en fundar la scientia en una cum-scientia.

[1] Monique Castillo, “La bioéthique à l’épreuve des pouvoirs”, en Jean-Christophe Goddard y Bernard Mabille (Dir.), Le Pouvoir, Vrin, Paris, 1994, p. 314. Traducción nuestra.
[2] Ibid., p. 315. Traducción nuestra. Cfr. J. Habermas, Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos, Madrid, 2005; M. Weber, Ciencia y Política, Centro Editor de Amçerica Latina, Buenos Aires, 1980.
[3] Ibid., Traducción nuestra.
[4] Ibid., Traducción nuestra.
[5] Ibid., Traducción nuestra.
[6] Ibid., p. 321. Traducción nuestra.
[7] Ibid., Traducción nuestra.
[8] Ibid., p. 320. Traducción nuestra.
[9] “Existe la sospecha de una cierta voluntad de potencia, de una ambición corporativa de celebridad mundial” […]. Ibid., p. 316. Traducción nuestra.
[10] Javier Sádaba, Principios de la bioética laica, Gedisa, Barcelona, 2004, p. 38.
[11] W. T. Reich, “The word ‘Bioethics’. Its Birth and the Legacies of those who shaped it”, en Kennedy Institute of Ethics Journal, 4, n. 4, 1994. V. R. Potter, Bioethics: a Bridge to the Future, Prentice-Hall, New Jersey, 1971. Cfr. Ibid., p. 34.
[12] .Ibid.
[13] Ibid., p. 34-35.
[14] Cfr. Ibid., p. 35.
[15] Monique Castillo, op. cit., p. 316-317. Traducción nuestra.
[16] Ibid., p. 317. Traducción nuestra.
[17] Javier Sádaba, op. cit., p. 76.
[18] Cfr. Beauchamp y Childress, Principios de ética biomédica, Masson, Barcelona, 1998.
[19] Javier Sádaba, op. cit., p. 48-49.
[20] Ibid.
[21] En el caso de Aristóteles el telos, es decir eso a lo cual cada cosa tiende, es representado por el bien. Cf. Ética Nicomaquea, Libro I, 1, 1094a 15 y X, 2, 1172b 9-10.
[22] Javier Sádaba, op. cit., p. 32.
[23] Monique Castillo, op. cit., p. 325. Traducción nuestra.