miércoles, 5 de diciembre de 2007

¿Se ganó o se perdió el 2 de Diciembre?


Miguel Á. Pérez Pirela
(Publicado en "Diario VEA" y "El Nacional")

¿Puede interpretarse los resultados electorales del 2 de diciembre como un triunfo del socialismo? Ciertamente no fue un triunfo. Pero podría serlo.
Haber perdido tres millones de los siete millones que en el 2006 votaron por la Presidencia de Hugo Chávez es sin duda alguna una excelente oportunidad para una necesaria reflexión sobre las posibilidades e imposibilidades del movimiento socialista venezolano.
Movimiento que en los últimos años ha venido practicando una metodología deductiva que en honor a la verdad es suicidaría. Se habla de deducción cuando se va de lo general a lo particular, cuando las cosas nacen de arriba para abajo, cuando se parte del Estado, el Gobierno, el Partido para llegar a las bases. ¿Es ésta la mejor metodología para afrontar un socialismo fundado en las bases? Seguramente no.
Es deductivo un partido que desde el momento mismo de su nacimiento ya posee una suerte de órgano disciplinario. Y lo es porque a pesar de que hasta este momento sólo existen aspirantes al mismo en dicho ente disciplinario, existen figuras que parecen tener un rango de aspirante mayor: parecerían ser aspirantes al cuadrado.
Es deductivo un comando Zamora apadrinado en los comandos regionales por figuras del alto gobierno. Comando que parece de forma deductiva ir de lo general a lo particular al proponer nombres desde la centralidad capitalina del poder.
Es deductiva aquella lógica que prefiere darle buenas y gordas cifras al Poder Ejecutivo, en lugar de darle fuerza y protagonismo a los movimientos de base: es el caso de las exorbitantes cifras que manejamos de consejos comunales instituidos, de cooperativas nacidas, de simpatizantes del PSUV, de avenidas Bolívar, Lecuna y Universidad llenas a más no poder.
¿Dichos consejos comunales, cooperativas, aspirantes al PSUV, son frutos de una organización sentida, vivida, dolida de las comunidades de base?
Sí la respuesta fuese si, acaso siete millones de ciudadanos hubieran votado si. Sí la respuesta es no, se tiene que comenzar desde el mismo 3 de diciembre la instauración de una lógica y metodología inductiva. Es decir, una lógica que vaya de lo particular a lo general, que recupere los movimientos sociales de base que surgieron al calor del Caracazo del triunfo democrático de Hugo Chávez en el 1999, del 13 de abril del 2002, de las necesidades y prioridades propias de las comunidades.
Una lógica inductiva implica repensar el liderazgo de figuras desgastadas y deslegitimadas del ápice del chavismo, que nada tienen que ver con la figura presidencial la cual, no cabe duda, sigue teniendo un liderazgo indiscutible. Una lógica inductiva quiere decir, asumir la ardua responsabilidad de escoger de ahora en adelante los cuadros de la revolución desde lo particular, desde las bases, dejando de un lado la tentación de extraer cuadros de instancias deductivas como por ejemplo el gabinete que surgió a inicios de este año desde la Asamblea Nacional.
Ahora más que nunca el socialismo bolivariano debe ser coherente con los dos aspectos fundantes de la reforma a la constitución propuesta: no hay nada más inductivo que el poder popular y la geometría del poder.
Más de cuatro millones de venezolanos apoyaron dichas alternativas sociopolíticas. Es entonces responsabilidad del socialismo aplicar en la práctica un poder popular a partir de la reintegración de las bases en las decisiones, mecanismos y responsabilidades del poder. Es responsabilidad de la revolución llevar a la práctica una geometría del poder que se opone sin lugar a dudas a la centralidad de un poder que, debiendo ser popular, muchas veces es monopolizado por un centro hecho de figuras más que conocidas.
Ciertamente no pueden interpretarse los resultados electorales del 2 de diciembre como un triunfo del socialismo. Pero vaya que podría serlo.

Instituto de Estudios Avanzados (IDEA)

sábado, 1 de diciembre de 2007

El tempo del pensamiento y el tempo del pueblo

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Prólogo a libro de Mario Sanoja, Monte Ávila Editores)

“La historia de la filosofía siempre ha sido el agente de poder dentro de la filosofía e incluso dentro del pensamiento. Siempre ha jugado un papel represor: ¿Cómo queréis pensar sin haber leído a Platón, Descartes, kant y Heidegger, y tal o tal libro sobre ellos? Formidable escuela de intimidación que fabrica especialistas del pensamiento, pero que logra también que todos los que permanecen fuera se ajusten tanto o más a esta especialidad de la que se burlan. Históricamente se ha construido una imagen del pensamiento llamada filosofía que impide que las personas piensen”.

G. Deleuse.


La historia, los hechos, el olvido

Se debe mirar atrás para saber el camino recorrido hasta aquí. Sólo entonces surge una dimensión más propicia para celebrar los triunfos y saber afrontar críticamente y con dignidad los fracasos. Es necesario detenerse y mirar el pasado, todos los pasados, en medio, justo en medio, de esta vorágine de hechos y contrahechos que caracterizan la historia reciente de Venezuela.
No es cierto, como suele afirmarse, que en una realidad tan atareada y veloz como la venezolana todo va tan rápido que ayer fue hace un año. Los venezolanos tenemos necesariamente que reencontrarnos con un tiempo más verdadero y menos fluctuante: ayer fue ayer, un mes fue hace un mes y hace 18 años fue El Caracazo.
Medir el tiempo a partir de los hechos es el método propicio para una memoria sabia. Medirlo de forma honesta, con sus hechos, con todos ellos. Palpando de esta forma el carácter paradójico de una memoria que, como dijo el poeta, está llena de olvidos. No podemos saber cómo llegamos hasta aquí si dejamos hechos flotando en el limbo del olvido nacional.
Un día tiene 24 horas. Una semana siete días. ¿Qué medida temporal tiene la historia reciente de Venezuela? La respuesta a esta pregunta pasa por el recuerdo de hechos insoslayables a la hora de pensar la Venezuela de hoy día. He aquí una de las vocaciones del presente libro.
De hecho, la historia reciente del país se mide en Caracazos, golpes y contragolpes, Universidades Bolivarianas, Misiones, Constituciones, Poderes Comunales, Soberanías…
La visión alterada que deja la aceleración extrema en la que vive el país, nos deja una especie de sublime cansancio cuyo más grande peligro es la falta de percepción de una realidad popular que corre más rápido que el pensamiento mismo.
Pero a ocho años del triunfo de la Revolución Bolivariana es hora de colocar la mirada en la memoria para recorrer con el espíritu el cómo, el cuándo y, sobre todo, el porqué llegamos y estamos aquí.
De la lectura de este libro resulta claro que “El humanismo socialista venezolano del siglo XXI” se presenta bajo la forma de un sistema coherente y compacto, pero evidentemente en construcción. Detenerse y ahondar en los hechos que lo conforman, en cada uno de ellos, armarlos y desarmarlos en tanto que sistema coherente es acaso el camino (methŏdus - μέθοδος) más idóneo para dar fe de su real envergadura.
De hecho, es un imperativo recordar que todo sistema está conformado por una serie de elementos unidos entre sí, y que cada elemento existe y posee una identidad sólo en estrecha relación con los otros elementos que lo conforman. En el presente texto Mario Sanoja no sólo nos da luces sobre los diferentes elementos que conforman ese sistema que llama “El humanismo socialista venezolano del siglo XXI”, sino que hace algo acaso más difícil: interrelaciona dichos elementos entre sí dando lugar a explicaciones de por qué un Caracazo conllevó a la creación de una Constitución vanguardista o por qué un Consejo Comunal está relacionado con la propiedad, o más aún, qué tiene que ver el monopolio mediático con las relaciones sociales de producción.

La forma, el fondo, lo popular

Sin duda alguna nos encontramos delante de un texto cuya forma no se puede pasar por alto. Delante del tan respetado lenguaje académico – que de tanto ser lenguaje en ocasione se vuelve idioma – difícil de hablar y hasta de pronunciar por la “gente común”, Sanoja escoge vestir sus ideas con una forma cuya sencillez esconde una evidente claridad del pensamiento.
No está de más acotar que la vorágine de hechos que sacuden la realidad venezolana ha dejado el tempo del pensamiento atrás, muy atrás. El pensamiento, de la realidad social y política venezolana, sólo percibe la polvareda que ésta deja a su paso. Los hechos van a una velocidad tal que han dejado el pensamiento con una preocupante sensación de lentitud.
¿Pero es acaso esto motivo suficiente para dejar de pensar o, más aún, hacer del pensamiento una herramienta sociopolítica caduca? Todo lo contrario.
El pensamiento que ha de generarse hoy día en nuestro país debe cambiar el tempo que hasta ahora lo caracterizaba. Como en una obra musical, el tempo del pensamiento venezolano debe adaptarse a la melodía y el tempo de los eventos. El tempo de un pueblo que no espera al intelectual que pensará lo que ha de hacerse.
Evidentemente ello implica una reconsideración, no sólo del tempo del pensamiento, sino también de su objeto de estudio y, sobre todo, de las herramientas teóricas que se utilizarán.
Es un hecho para todo pensador que habita en el ojo del huracán de hechos venezolanos que las herramientas teóricas que nos ha dejado la historia del pensamiento occidental en ocasiones son insuficientes, y hasta deformadoras, a la hora de interpretar en toda su magnitud el hic et nunc del siglo XXI venezolano.
Todo ello implica también un re-pensamiento de la forma, no sólo de pensar, sino también de transcribir dicho pensamiento en el blancor de las páginas de un libro. He aquí uno de los méritos del presente texto que, según palabras mismas de su autor al momento de presentármelo me refirió tajantemente: “este ensayo está dirigido hacia la gente común, no hacia la academia”.
Palabras que viniendo de un maestro de la academia resultan inquietantes e incluso subversivas. Delante de dicha afirmación por parte de tal personaje no queda otra cosa que tomar aire, y más aún valor, y lanzarse en la aventura de este texto iluminante.
Pero se debe confesar que el resultado de empresas como éstas no siempre es feliz, porque bien es sabido que algunas veces la forma (en este caso adaptada a la “gente común”), termina por disminuir el fondo de las ideas, haciendo de éstas algo tan superficial.
Este libro se escribió entonces entre dos peligros: por una parte el de la academia y su idioma hermético disponible sólo a algunos iniciados en la tradición del pensamiento occidental; y por otra el de un libro de forma simple y amena en cuyas líneas se ahogan las ideas e intuiciones más profundas.
Pues Mario Sanoja entra en semejante aprieto y sale airoso y ello gracias a su decisión: el maestro Sanoja en lugar de ser sofisticado surfista, con todo lo vistoso y galán de dicho icono, decidió ser pescador del Caribe.
El surfista, con sus movimientos espectaculares y sus gestos histriónicos se mantiene en la cresta de la ola, en la superficie. Por el contrario, el pescador en la calma y paciencia de su barca, penetra en las profundidades del mar, lo conoce y descubre en cada gesto. El surfista desconoce el mar. El pescador lo penetra, le ama, le teme.
Este libro posee por ello la dignidad de quien penetró durante meses mar adentro de forma silenciosa, paciente y tranquila, y hoy día nos trae el fruto de sus reflexiones, incursiones, y profundidades, de manera tan honesta y tan sencilla como quien ofrece un buen pargo a un pueblo con hambre de ideas pertinentes y claras sobre el humanismo socialista del siglo XXI que con acciones está construyendo día a día.

Caracas 2007

jueves, 1 de noviembre de 2007

Las capitales del poder


Miguel Á. Pérez Pirela*

Sería un despilfarro limitar la geometría del poder al plano netamente espacial, territorial. Dicha noción debería conjugarse a todos lo ámbitos de la realidad a través de la noción de poder. De hecho, ¿quién puede negar que existen centros o capitales simbólicas de la política, la economía, la cultura, el deporte, la educación?
Según el modelo que hemos heredado la centralidad de la cultura se encuentra – y no sólo geográficamente –, por ejemplo en La Scala di Milano; la centralidad del conocimiento científico en el MIT; del deporte en el circuito Formula 1 de Mónaco; de la economía en Wall Street; de la política en la Casa blanca, etc.
Pero donde existen capitales o centralidades, obligatoriamente existen suburbios. Es por ello que en tiempos de revolución cabe preguntarnos ¿quiénes ocupan las capitales del poder en nuestro país? No hay dudas que la respuesta a esta pregunta nos dará luces sobre la topología del poder en Venezuela.
Pero dicha respuesta no basta. La cuestión sería entonces de profundizar sobre dónde no está el poder, es decir, reflexionar sobre los suburbios del poder: aquellos territorios excluidos de las posibilidades que ofrece la centralidad del poder.
Y es que no hay que complicarse: el territorio del poder es bien claro. Analizarlo, radiografiarlo, situarlo, nos daría en un tiempo relativamente breve elementos para descifrar desencarnadamente dónde se encuentran las capitales del poder. Capitales que – y es ésta la premisa de toda revolución – deben ser tomadas, conquistadas, habitadas por aquellos que hoy día se encuentran en los suburbios del poder.
Pero, hay que aclararlo, no se trata de tomar el poder por tomarlo, ya que quienes lo tomen en estas circunstancias no tardarán en reproducir el modelo existente.
La cuestión radica entonces en cómo concebir una nueva organización del topos o lugar del poder; cómo desdibujar y dibujar la nueva geometría del poder.
Las visiones y alternativas que hoy día se disputan la solución para mapear el poder son, ambas, conservadoras. Tanto la concepción federalista como la centralista, caen en el mismo error: ambas parten de una concepción de la geometría del poder entendida como división. Este modelo corresponde a la ya superada visión político-territorial del poder, según la cual se parcela la realidad en pequeños retazos que se traducen en fortines de micro-poder. El poder, desde este punto de vista, se concibe como una torta que hay que dividir, en el mejor de los casos, en partes iguales. Es éste el caso de esa gigante torta llamada Venezuela.
Se hace entonces necesario plantear una nueva topología del poder que no sea mera reproductora de suburbios excluidos, en pro de centralidades conservadas en el tiempo.
Para realizar esta empresa hay que traer a colación una de las más complejas definiciones geométricas con la que cuenta la historia del pensamiento. Se trata de la definición que Pascal ofreció de dios. Para este filósofo dios es un círculo cuyo centro está en todas partes.
El poder, o más bien el lugar del poder, según este paradigma, sería un lugar en todos los lugares. Ello difiere de la centralidad que otorga el poder a una capital situada en el centro, pero también del federalismo que coloca pequeñas capitales por doquier. Si concebimos el poder partiendo de la perspectiva teológica de Pascal, nos encontraríamos entonces con una topología del poder transversal, compleja, transcompleja. Hablaríamos de un poder que acabaría radicalmente con la desigualdad instituida por la división existente entre el centro y los suburbios.
Pero hay que colocar un elemento más al cuadro para hacerlo comprensible y definir sus actores y protagonistas. Para ello valga una anécdota. Una vez Luís XVI asistió a una gran cena celebrada en su honor. El anfitrión llevándolo hasta la despampanante mesa que se encontraba en el centro del lujoso palacio, le dijo: “su Majestad, he aquí su lugar, en el centro de la fiesta”. El rey le contestó: “el centro es donde yo me siente”, y se sentó en los suburbios del salón, convirtiéndolo automáticamente en el centro. Es indudable que el poder no es más que un topos o lugar.
En el espacio-tiempo venezolano no se puede pensar en una geometría del poder, sin sustituir la figura de Luís XVI por el pueblo organizado. Y ello no sólo por razones de índole política: es cierto que no hay nada más fácil que descabezar el poder centralizado en una cabeza (capital –caput en latín); pero también lo es, que no hay nada más difícil que neutralizar un poder estructurado en comunidades organizadas, cuyo centro está en todas partes.


*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

viernes, 19 de octubre de 2007

Re-cordar a Ernesto Guevara de la Serna

Miguel Ángel Pérez Pirela

Los hombres, no los individuos

Heredamos países pobres, torturados, desaparecidos. Heredamos países cansados, Estados ineficientes, corruptos, desenraizados de las bases populares. Pero también heredamos pueblos cristalizados en Caracazos; en madres y abuelas, como las de La Plaza de mayo; en hombres, como el Che.
Ese Che que relató “conocí (a Fidel Castro) en una de esas frías noches de México y recuerdo que nuestra primera discusión versó sobre política internacional. A las pocas horas de la misma noche – en la madrugada – era yo uno de los futuros expedicionarios”
[1].
Es indudable. Los pueblos, las madres y los hombres, tienen calladas citas, y no precisamente con su destino. Citas con la humanidad toda, sumida en pobreza y desigualdad. Cita con el ritmo, cansancio y esperanzas de los pueblos.
Poco después del memorable encuentro de esos dos Latinoamericanos, el mismo Che y otros potenciales expedicionarios, cayeron en prisión. Fuerzas mayores parecían separar a Ernesto de la futura lucha cubana.
Ernesto Guevara, preocupado, pensó en dejar el camino libre para no interferir en los planes: “Recuerdo que le expuse (a Fidel Castro) específicamente mi caso: un extranjero, ilegal en México, con toda una serie de cargos encima. Le dije que no debía de manera alguna pararse por mí la revolución, y que podía dejarme; que yo comprendía la situación y que trataría de ir a pelear desde donde me lo mandaran y que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a un país cercano y no a la Argentina”
[2].
Según el entender del Joven Che, el camino hacia la revolución no podía pararse por individuos. Acaso sea esto cierto: el camino de la lucha no habrá de detenerse por meros individuos. Pero sí por hombres. Así lo comprendió ciertamente Castro, y así nos lo comenta el Che: “también recuerdo la respuesta tajante de Fidel: ‘Yo no te abandono’”
[3].
El Che estaría entre las filas de ese ejército rebelde que habría de zarpar con destino a Cuba. Fue entonces que, en medio de penurias económicas y reveces de traicioneros, “en fin, el 25 de noviembre de 1956, a las dos de la madrugada, empezaban a hacerse realidad las frases de Fidel, que habían servido de mofa a la prensa oficialista: ‘En el año 1956 seremos libres o seremos mártires’”
[4].

¿Libres o Mártires?

A la luz de esta lapidaria frase de Fidel, y como habitantes de este siglo XXI, no es ocioso preguntarse: ¿El Che, hombre libre o mártir?
La respuesta a esta absurda disyuntiva se hace todavía más difícil si nos adentramos en el carácter solitario, trágico y paradoxal de hombres de la talla y el talante del Che: ¿Bolívar, Libre o mártir?, ¿Allende, Libre o mártir?...
Algo es cierto, no podemos, ni siquiera acercarnos a una respuesta plausible sin antes terminar de entender que tanto el Che, como Bolívar y Allende fueron, antes que todo y sobre todo, hombres. Es allí que se encuentra precisamente el carácter histórico de su dignidad.
En el caso de Bolívar, el Che y Allende, nos encontramos con el mismo común denominador. Sus imágenes, después de sus muertes, han sido falseadas en nombre de una táctica político-histórica que todavía no terminamos de analizar en toda sus dimensiones.
Fue el caso, aquí en Venezuela de Bolívar, quien dejó de ser Simón, para convertirse simplemente en Bolívar, una estatua ecuestre, un discurso en el Panteón Nacional, un ramo de flores en alguna embajada venezolana en el mundo.
No cabe duda que la mejor manera de neutralizar históricamente a un hombre es justamente quitándole su carácter de hombre, despojándolo de su humanidad. Nadie puede luchar si está muerto. He aquí el carácter maquiavélico de aquellos que hacen de los hombres meros mártires.
También hemos vivido algo parecido con el Che: “sectores de la izquierda reaccionaron de manera equivoca después de la muerte del Che: primero fue la exaltación retórica y acrítica; más tarde pasaron al culto renacentista del héroe y al rechazo o el olvido de los aspectos claves de su pensamiento, sin estudiar la integralidad de éste”
[5].
No hay dudas, también en este caso, hay que rescatar al hombre.

El hombre Guevara, El hombre Cortazar

No se puede pensar en la muerte del Che sin rememorar aquel poema que Julio Cortazar escribe al enterarse de su muerte: “Yo tuve un hermano. No nos vimos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía. Lo quise a mi modo, le tomé su voz libre como el agua, caminé de a ratos cerca de su sombra. No nos vimos nunca pero no importaba, mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida”.
Pero tampoco puede evocarse dicho poema sin recordar la carta de Cortazar que acompañó estos versos hasta las manos de su editor. En esta misiva se encuentra plasmado el fundamento humano del poema. En ella dice Cortazar desde París: “El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para ti. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando algo me duele tanto […] Mira, allá en Argel, rodeado de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez en el baño para llorar; había que estar en un baño, comprendes, para estar solo, para poder desahogarse sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en una organización internacional”.
También aquí – como en las líneas antes citadas de un Ernesto conociendo a un Fidel – aparece más que un Cortazar mítico, un hombre, un poeta, escribiendo sobre su hermano guerrillero. Simplemente eso.
Hoy día recordamos al Che desde lo más íntimo de nuestro corazón, y es lógico. La palabra recordar viene del latín re (de nuevo) cordis (corazón). Cuando se recuerda, se hace pasar a la persona recordada nuevamente por el corazón de quien la recuerda. Y qué mejor recuerdo, qué mejor visita a la geografía íntima de los sentimientos, que la recorrida por entre las palabras del mismo Che hablando de su amigo Fidel, del mismísimo Cortazar hablando de su hermano, Ernesto Guevara de la Serna.

[1] Ernesto Che Guevara, Pasajes de la guerra revolucionaria, Ed. Política, La Habana, 2000, p. 4.
[2] Ibid., p. 6.
[3] Ibid.
[4] Ibid., p. 7.
[5] Germán Sánchez, « Che: su otra imagen », en Pensar al Che, CEA-Ed. José Martí, La Habana, 1989, I, p. 30.

miércoles, 10 de octubre de 2007

De cómo Allende hubiera reformado la Constitución

Miguel Ángel Pérez Pirela

La responsabilidad monumental de reformar la Carta Magna debe ser amparada y fundamentada, no solamente en sólidas bases teóricas, sino también históricas. Ello se hace todavía más imperativo si dicho proyecto de reforma se inscribe en un proceso revolucionario.
A partir de lo antes dicho, y revisando el mapa revolucionario de Nuestra América, surge imponente y necesaria, la imagen del Presidente Salvador Allende.
En su gobierno de la Unidad Popular (1970−1973), fue justamente la estructura del Estado lo que se propuso cambiar. ¿No es acaso esto lo que debe plantearse toda revolución? Evidentemente, no puede modificarse ningún Estado, sin antes cambiar sus reglas de juego. Salvador Allende expresó ello delante del mismísimo Congreso de Chile: “Se nos plantea el desafío de ponerlo todo en tela de juicio. Tenemos la urgencia de preguntar a cada ley, a cada institución existente y hasta a cada persona, si está sirviendo o no a nuestro desarrollo integral y autónomo. Estoy seguro de que pocas veces en la historia se presentó al Parlamento de cualquier Nación un reto de esta “magnitud”
[1].
En esta frase expresada por el “Compañero Presidente˝ el 21 de mayo de 1971, encontramos una de las más felices definiciones de revolución planteadas. Según esta afirmación, la revolución no es otra cosa que una transmutación de todo lo existente. De no ser así, nos encontraríamos de frente a simples reformas sociales, propias de cualquier socialdemocracia occidental.
De hecho, Allende defendió hasta la muerte una reconfiguración del Estado. Dicho Estado debía ser profundamente transformado con la entrada del pueblo, como protagonista indiscutible de su estructura.
En este sentido, el Presidente Allende expresó el mismísimo día de su toma del poder, el 5 de noviembre de 1970: “Yo sé que esta palabra Estado infunde cierta aprensión. Se ha abusado mucho de ella y en muchos casos se la usa para desprestigiar un sistema social justo. No le tengan miedo a la palabra Estado, porque dentro del Estado, en el Gobierno Popular, están ustedes, estamos todos. Juntos debemos perfeccionarlo para hacerlo eficiente, moderno, revolucionario”
[2].
La transformación del Estado, como premisa de la revolución, se habría de realizar entonces a través de la instauración del “Poder Popular” como forma acabada del poder en la revolución.
El problema radica en que muchas veces no se tiene claro qué es, en realidad, este Poder Popular que tanto se defiende en tiempos revolucionarios. Si no se aclara su significado verdadero, se corre el riesgo de desvirtuarlo y hacer de éste un mero lema político. Fue por este motivo que Salvador Allende, durante ese primer discurso en cuanto Presidente, no dudó en preguntarle a la multitud jubilosa presente en el Estadio Nacional de Santiago de Chile: “¿Qué es el Poder Popular?”
[3].
La respuesta dada por Allende no puede ser más acorde para la Venezuela de hoy día: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo. Acabaremos con los monopolios, que entregan a unas pocas docenas de familias el control de la economía. Acabaremos con un sistema fiscal puesto al servicio del lucro que siempre ha gravado más a los pobres que a los ricos. Que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento. Vamos a nacionalizar el crédito para ponerlo al servicio de la prosperidad nacional y popular. Acabaremos con los latifundios, que siguen condenando a miles de campesinos a la sumisión, a la miseria, impidiendo que el país obtenga de sus tierras todos los alimentos que necesitamos. Una auténtica reforma agraria hará esto posible. Terminaremos con el proceso de desnacionalización cada vez mayor, de nuestras industrias y fuentes de trabajo, que nos somete a la explotación foránea. Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales. Vamos a devolver a nuestro pueblo las grande minas de cobre, de carbón, de hierro, de salitre”
[4].
Esta detallada definición del Poder Popular, coincidía con el Programa de su Gobierno, la Unidad Popular. Programa que fue aplicado casi en su totalidad en menos de tres años de gobierno.
Si observamos con atención la propuesta de reforma a la Constitución venezolana, nos podemos percatar que en la misma se encuentran cristalizadas iniciativas similares a las que Allende proponía como necesarias para alcanzar el Poder Popular.
He aquí algunos ejemplos: “Acabaremos con los monopolios” (art. 113); “Acabaremos con un sistema fiscal […] que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento” (art. 318); “Acabaremos con los latifundios” (art. 307); “Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales” (art. 302).
Claro está, a la luz de la experiencia chilena, surgen algunas preguntas: ¿Cuándo se tocarán en Venezuela los intereses de “los banqueros y su apetito de enriquecimiento”? ¿En qué ha quedado la Reforma Agraria en nuestro país?...
Lo cierto es que hoy se le coloca al pueblo venezolano, como entonces al gobierno de Allende, la posibilidad de “ponerlo todo en tela de juicio”. Pero hay algo que debemos entender del proceso chileno: no se puede hacer revolución sin transformar el Estado; no se puede transformar el Estado sin instaurar el Poder Popular; y no hay Poder Popular sin, como lo dice el artículo 136, “grupos humanos organizados como base de la población”.
Si bien es cierto que, según este artículo 136, “el pueblo es el depositario de la soberanía”, no es menos cierto que si dicho pueblo no “ejerce el poder directamente a través del poder popular”, el texto constitucional será sólo letra muerta.
Es en este sentido que debe entenderse el Poder Popular aplicado en Chile, y propuesto hoy día en Venezuela. Este poder es, nada más y nada menos, que una puerta abierta para que el pueblo pueda tomar el poder que le corresponde.
Ahora, si el pueblo no se organiza cotidianamente en “formas de autogobierno” (art. 16), sería como si, al fin y al cabo, no quisiera entrar por la puerta histórica de su destino.
[1] Salvador Allende, Se abrirán las grandes alamedas, Txalaparta, Tafalla, 2006, p. 106.
[2] Ibid., p. 72.
[3] Ibid., p. 71.
[4] Ibid.

lunes, 1 de octubre de 2007

Popule Meus

Miguel Á. Pérez Pirela*
(Publicado en "Diario VEA" y "El Nacional")


Se continúa hablando – y se continuará a lo largo de la historia – del Poder Popular como poder en manos del pueblo. Pero si no se desvela previamente qué quiere decir en realidad “pueblo”, se corre el riesgo de jugar, no sólo contra sí mismo, sino más aún, a favor del adversario.
De hecho, basta hacer una muy somera investigación para darse cuenta que el pueblo quiere decir todo y nada. La palabra pueblo la encontramos en la boca de todos, es sin duda alguna “vox populi”: basta pensar al “Volk” de Hitler, al “pueblo” de Allende, al “popolo” de Musolini o al “peuple” de Rousseau. Dicha palabra aparece incluso en la boca de Jesús: “popule meus quid feci tibi? responde mihi”. “Pueblo mío: qué te he hecho. Respóndeme”. En fin, la semántica del pueblo ha dado para todo.
Ludwig Wittgenstein solía decir que la definición de una palabra no era otra cosa que el uso que se le daba a la misma. En este sentido, no resulta difícil darle tres acepciones iniciales a la palabra pueblo.
El pueblo es primero que todo sinónimo de identidad. Desde este punto de vista el mismo es visto como pueblo/nación: pensemos al pueblo venezolano o al pueblo francés. Pero el pueblo también es utilizado comúnmente como clase social. El pueblo sería desde esta perspectiva la clase más baja de la pirámide económica: pueblo como oposición a la burguesía. Por último, utilizamos la palabra pueblo en tanto que pequeña conglomeración o asentamiento humano. Pueblo bajo esta definición sería lo opuesto a la ciudad: nos referimos al pueblo andino de La Puerta o al pueblo falconiano de Menemauroa.
De hecho, al definir estas tres utilizaciones diversas de la palabra pueblo, nos damos cuenta que en sí mismas se oponen a otras entidades sociales existentes: el pueblo venezolano no es el pueblo francés; el pueblo como clase no es la burguesía; el pueblo de Menemauroa no es la ciudad de Coro.
La pregunta surge entonces espontáneamente: ¿de qué pueblo hablamos cuando nos referimos al Poder Popular?, o en otras palabras, ¿a cuáles de estos pueblos se le está dando el poder a través del Poder Popular propuesto en el artículo 136 de la Reforma?
La respuesta es de una complejidad irónica. Cuando se le da el Poder (Popular) al pueblo, antes que todo se le está quitando el poder a quien poder tiene. Sería ingenuo pensar que al dar el poder al pueblo no se está substrayendo el poder a quien para ese momento lo tiene. Ahí está el asunto.
A la luz de lo antes dicho surge una primera y fundamental definición de ese pueblo a quien se le está dando el poder: el pueblo que tendrá el poder en el futuro es, nada más y nada menos, que ese ente socio-político que nunca lo tuvo.
De hecho, la primera definición de pueblo – la que funda todas las otras – parte de la idea de pueblo como anti-poder. En este sentido, si hay algo que se opone al pueblo es justamente el poder encarnado en el Estado. La génesis misma del Estado moderno surge como anti-pueblo. Hobbes planteaba en su “Leviatán” que si no hay Estado, no hay pueblo; que el pueblo se estructura y organiza a partir de la oposición a un Estado cuya principal vocación es someterlo legalmente.
Se plantea entonces aquí el pueblo político como una figura de resistencia frente al poder instituido, sea éste Estado Central, Gobernación, Alcaldía, Banca, Religión, Medios de comunicación, Partido, Imperio, etc.
Si el pueblo se define en tanto que resistencia, se plantea un desafío aún mayor para ese artículo 136 que transfiere el poder al pueblo, a través de la figura del Poder Popular. Dicho reto consiste en tener la valentía revolucionaria de anularse a sí mismo como único e indiscutible poder constituido, para dárselo al poder originario, al poder constituyente, al poder de resistencia, al no-Estado, al no-Gobierno, al no-Partido.
La responsabilidad histórica de los cambios que se nos presentan está por ello en preguntarnos: ¿Quién posee el poder?: ¿quien lo transfiere o a quien se le transfiere?
Detrás de esta transferencia del poder de un Estado o un Gobierno al pueblo hay una gran paradoja, pues quien transfiere el poder a otro lo hace porque, en realidad, lo tiene. El desafío estaría entonces en preguntar, a aquel o aquellos que transfieren el poder al pueblo, si estarían eventualmente dispuestos a dejarlo.

*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

miércoles, 19 de septiembre de 2007

El imperio de lo exclusivo

Miguel Ángel Pérez Pirela

De todos los ángulos de la oposición al proyecto de reforma de la Constitución aparecen críticas entorno al artículo 115 referente a las diversas formas de propiedad. Por lo general se escucha decir que dicho artículo solapa la propiedad privada, no obstante en éste se encuentra contemplada la misma y definida como “aquella que pertenece a personas naturales o jurídicas y que se reconoce sobre bienes de uso y consumo, y medios de producción legítimamente adquiridos” (artículo 115 propuesto).
Visto que en el artículo 115 sugerido se conserva y respeta el derecho a la propiedad privada como anteriormente expuesto, es urgente preguntarnos: ¿Qué se esconde detrás de este furibundo ataque a otras formas de propiedad que no se resuman única y exclusivamente a lo privado?
Para responder a dicha interrogante debemos adentrarnos en eso que hemos querido llamar el imperio de lo exclusivo.
Hoy día en el castellano corriente y cotidiano se llama exclusivo a todo aquello que posee un carácter lujoso, caro, fashion. Muy pocas veces nos damos cuenta que el sentido primero que se esconde detrás del término exclusivo denota precisamente su carácter excluyente.
Exclusivo sería entonces todo objeto que pertenece (y que sólo puede pertenecer) a un individuo y no a los otros. He aquí entonces el carácter negativo que caracteriza a la propiedad privada.
Solamente a la luz de lo antes dicho es que podemos entender las críticas que adelantan los opositores al artículo 115 sugerido.
Sus detractores entienden la propiedad desde un punto de vista meramente exclusivo. Ello quiere decir que conciben como única propiedad posible la propiedad privada. En otras palabras se puede afirmar que elevan esta última al rango de dogma indiscutible.
A partir de lo antes dicho es evidente que la propuesta del artículo 115 – que alarga el campo de la propiedad privada – resulta simplemente inconcebible para un defensor dogmático de la propiedad excluyente. Al postular el legislador varios tipos de propiedad – como por ejemplo la propiedad pública, social, colectiva y mixta – no está haciendo nada más y nada menos que insertar un nuevo tipo de valor basado en lo social.
Y ¿Qué es esta discusión sino un franco debate en torno a valores?
De hecho, no podemos engañarnos: la discusión a propósito del artículo 115 no es otra cosa que una propuesta de valores sociales como alternativa a los valores individualistas que caracterizan el neoliberalismo y su instrumento fundamental, el capitalismo.
¿Qué es el capitalismo sino una dogmatización del capital como propiedad en las manos de unos pocos?
El capitalismo como teoría filosofico–política concibe la apropiación, no solamente de los medios de producción, sino también del trabajo humano en manos de unos pocos. En éste todo se vuelve propiedad privada.
Desde este punto de vista el capitalismo se presenta como el instrumento económico de una versión exclusiva de la propiedad. El capitalismo es por ello el instrumento predilecto de la propuesta neoliberal en lo concerniente a la aplicación en el plano político, económico y social de valores individualistas. Para el neo-liberalismo el individuo es un átomo, o mejor, un 1+1 que nunca dará como resultado 2. En dicho sistema lo social no está contemplado. De allí el hecho que en su lenguaje corriente lo exclusivo se convierte en sinónimo de bueno, posee un valor positivo.
Es justamente contra este tipo de postura que surge la propuesta de valores sociales que no ven al individuo como un átomo separado de otros individuos. Dichos valores presuponen la correlación política, económica y social de los individuos en comunidades organizadas.
Bajo esta lógica surgen, por ejemplo, los consejos comunales, las cooperativas, etc., que son la cristalización de los valores sociales antes mencionados. Vale entonces preguntarse que podría ser, por ejemplo, un consejo comunal si sólo existiera como único tipo de propiedad la propiedad privada. La respuesta es muy simple: no podría hacer absolutamente nada.
La organización entorno a valores sociales presupone por ello la ampliación de la propiedad privada a otras formas de propiedad. Simplemente con el artículo 115 propuesto se quiere establecer la república de los valores sociales contra el imperio de los valores individualistas. Conjugar socialmente la propiedad no quiere decir anularla. Todo lo contrario, dogmatizar la propiedad privada quiere decir sin más decretar la muerte de la propiedad social. Ello conllevaría a lo que hoy día observamos en muchas partes del mundo: todo en manos de pocos, poco en manos de todos. En otras palabras, miseria y pobreza como elementos característicos de las mayorías populares. Lujo y exclusividad, como característica esencial de las minorías económicas.
La discusión entorno a la propiedad es por ello la discusión entorno a la democracia (gobierno de las mayorías) que queremos. No puede haber democracia en el imperio de lo exclusivo. Pero tampoco puede haber dictadura en la república de lo social.

sábado, 1 de septiembre de 2007

“Síntomas disfrazados de diagnósticos”

Miguel Ángel Pérez Pirela
(Publicado en el "Diario VEA" y "El Nacional, 2007)

Al menos que no tomemos como punto de partida el debate del individuo consigo mismo - que la tradición elaborada por Platón y San Agustín llamó “pensamiento” - todo debate presupone como condición necesaria un diálogo con el otro. En ese sentido, el debate por antonomasia es un acto de alteridad, es decir, un acto “polítiko”. Ello coloca irremediablemente el debate en una dimensión social. Detalle éste que obliga a replantear no solamente el horizonte de alteridad de todo debate sino, más aún, la estructura fundacional del debate como práctica social. ¿A qué nos referimos más precisamente? Todo debate, para que sea considerado como tal, implica no sólo al otro, sino también a la estructura, fundación o lugar desde el cual ese otro habla. Es precisamente aquí que el debate filosófico-político contemporáneo nos brinda herramientas excepcionales para comprender este elemento fundacional del debate. Según las posiciones del liberalismo de John Rawls el debate fundacional de cualquier sociedad debe instaurarse desde un “velo de ignorancia”, es decir, desde un lugar de neutralidad radical. Según Rawls, para que el debate social sea justo, es necesario que cada individuo que participa en la creación del contrato no sepa absolutamente nada de los otros individuos con los cuales está pactando. El debate se fundaría entonces en individuos sin sexo, edad, posición social, religión, nacionalidad, etc. Nos encontramos por ello de frente a una dogmatización de la neutralidad como punto de partida del debate. De todo ello surge una perplejidad: ¿puede una sociedad fundar-se en la negación de las identidades comunitarias, tribales, societales? Una buena parte de la respuesta a dicho interrogante es planteada por la crítica que, desde el comunitarismo, se le hace a las posiciones anteriormente planteadas. Según autores como Charles Taylor o Michael Sandel no se puede elaborar la estructura fundacional de un debate social desde la neutralidad. Si bien es cierto que “las palabras no son neutras”, tampoco las sociedades contemporáneas. Éstas son el fruto de un enmarañado sistema de valores comunitarios, insoslayables a la hora de pensar el “nosotros”. El pacto fundacional de una sociedad parte por ello de lo comunitario. Es precisamente allí donde se fragua el metal hirviente del debate político. De hecho, se habla aquí de la comunidad como lugar fundacional del individuo. Sólo a partir de una lógica comunitaria el sujeto construye lo propio de sus necesidades, deseos, frustraciones, límites y ventajas.
En los últimos días en nuestro país nos hemos encontrado con encarnaciones representativas del modelo neutral propuesto por Rawls. De hecho, protagonistas del debate actual venezolano han inscrito sus propuestas en un “No Mans Land”, es decir, un lugar caracterizado por una neutralidad absoluta. Ello se ve reflejado en posturas según las cuales sus afirmaciones no serían políticas, sino meramente cívicas. Contradicción ésta que, antes de ser semántica, es etimológica. Si bien es cierto que lo político viene del griego “polis”, es decir, ciudad, también lo es que lo cívico viene del latín “civis”, que casualmente también reenvía a la idea de ciudad. Y es que todo debate, si quiere ser tal, debe estar fundamentado en un topos o lugar comunitario desde donde, no solamente se expresa una idea, sino que más aún, se asume todo el universo cultural, económico, sexual, religioso, político, desde donde se habló. Quien habla debe asumir por ello la responsabilidad de lo dicho, no sólo delante de la comunidad contra quien tomó la palabra, sino también delante de sus símiles. Hablar desde la neutralidad del “velo de ignorancia” rawlsiano implica entonces una acción propicia para el anti-debate, o más aún, el no-debate. Quien habla desde la neutralidad liberal en realidad está dinamitando el fundamento propio del debate. Aquel que, a la hora de plantear reivindicaciones cívicas desde el foro público se dice no-político, está simplemente siendo un síntoma más del malestar social que critica. Pero esta vez disfrazado de diagnóstico.

martes, 28 de agosto de 2007

La implosión del Estado

Miguel Ángel Pérez Pirela*

Sin ánimos de ofender a nadie es necesario poner en relieve que nuestra Constitución vigente esconde en algunos de sus artículos afirmaciones que podrían ser tildadas por muchos – en el mejor de los casos – como chistes – en el peor – como mera ironía. Nos referimos sobre todo al artículo 141 de la actual Carta Magna. En el mismo se define al Estado como un ente que “se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública”. De frente a una tal afirmación no queda más que preguntarnos: ¿es acaso éste el Estado con el cual convive día a día el pueblo?, o en fin de cuentas, ¿es ésta la imagen que los ciudadanos y ciudadanas poseen del Estado?
No existe ninguna duda sobre la respuesta negativa de la mayoría de los venezolanos a estas interrogantes. Pero tampoco existen dudas sobre el hecho que la propuesta de reforma a la Constitución se inscribe precisamente en esta problemática: estamos llamados imperativamente a cambiar el Estado que tenemos. Claro está, no podemos realizar semejante empresa sin antes preguntarnos qué es el Estado que queremos cambiar, qué Estado queremos y, por último, sí de verdad queremos algún Estado.
Para responder a todo ello debemos situarnos en el siglo XVII y traer a colación a Thomas Hobbes y su definición del Estado moderno. Este autor imaginó un estado de naturaleza en el cual cada hombre es absolutamente soberano y libre. Según dicha ficción, en esta situación inicial cada uno podría hacer todo lo que quisiera. Evidentemente ello traería consigo una guerra de todos contra todos que llevaría sin más a la anarquía generalizada (homo hominis lupus). Es precisamente contra esta situación que nace el Estado: cada uno transfiere su libertad y su soberanía individual a un tercero (Estado), a condición que este último le asegure una convivencia pacífica con el resto de los individuos.
El problema está en que dicho Estado auspiciado por los individuos – para crear reglas en pro del convivir y gestionar lo colectivo – se ha convertido paulatinamente en un monstruo separado de ese pueblo que le transfirió la potestad de ejercer el poder. Es precisamente éste el origen del tan criticado Estado buro-crático y tecnó-crata. Es decir un Estado que da el poder (del griego, cratos), por una parte a la burocracia, al bureau (del francés, escritorio), y por otra, a aquellos que poseen el conocimiento o tecno. En otras palabras, nos encontramos de frente a un Estado que acapara el poder en un conjunto de políticos y técnicos agrupados en un cuerpo profesional.
¿Qué hacer entonces para cambiar dicho Estado moderno teorizado hace casi medio milenio?
Para acabar con el Estado antes descrito uno de los métodos más plausibles es el de la implosión. Hay que derribar el Estado desde sus entrañas, y qué mejor manera de hacerlo que cambiando sus reglas de juego: es esencialmente aquí que se inscribe la lógica de la propuesta de reforma a la Constitución. Es en este punto donde toma sentido la idea de un Poder Popular que “no nace del sufragio ni de elección alguna sino que nace de la condición de los grupos humanos organizados” (art. 136 propuesto). Según la propuesta ya no será entonces el pueblo quien transferirá su poder al Estado, sino que el pueblo mismo gestionará parte del poder a través de “formas de autogobierno”. He aquí el epicentro de la cuestión.
Pero de nada sirve decretar constitucionalmente el poder en manos del pueblo si, al mismo tiempo, dicho poder no lo ejerce cotidianamente el pueblo organizado en “comunidades, comunas y autogobiernos de las ciudades a través de los consejos comunales, obreros, campesinos, estudiantiles…”. (art. 136 propuesto).
A la luz de lo antes dicho, la propuesta de reforma a la Constitución sería entonces una puerta abierta o condición mínima para hacerle más fácil el camino al pueblo en su lucha por la reapropiación del poder. ¡Pero atención! De ninguna manera el decretar el Poder Popular puede considerarse como el punto de llegada del colosal e histórico maratón popular por su soberanía. No se debe olvidar que muchas veces el poder decretado en manos de todos se convirtió en el poder en manos de ninguno, es decir, de algunos.

*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

miércoles, 15 de agosto de 2007

De los valores y anti-valores venezolanos


Miguel Á. Pérez Pirela*

La revolución venezolana en este momento histórico apuesta a la consolidación de un fundamento político y moral de dimensiones históricas cristalizado en la reforma de la Constitución.
Pero suele pasar que, por estarse forjando importantes realidades, las esenciales pasen por debajo de la mesa. De ahí una necesaria interrogación: ¿dónde ha quedado la discusión de los valores morales del venezolano contemporáneo?
Si de hecho existen valores morales y políticos que fundamenten el cotidiano del venezolano, es justo preguntarse hoy día sobre la identidad y aplicación de los mismos.
Pero hay que aclarar que no hablamos aquí de valores universales, metafísicos o hipotéticos. Se trata de realizar un esfuerzo fenomenológico y extraer de las actitudes, acciones y modos de pensar de los venezolanos, los valores que están debajo de su accionar.
No cabe la menor duda que existe una preocupación generalizada sobre los modos de actuar de nuestros compatriotas, que parecen asomar la existencia de valores individualistas como fundamento de sus creencias, deseos y objetivos.
Es imprescindible preguntarse entonces, ¿qué es un valor individualista? Primero que todo hay que aclarar que valor individualista no es sinónimo de valor individual. El individualismo sería más bien la dogmatización y perversión de este último.
El pensador francés Alexis de Tocqueville escribía en su Democracia en América, justo en los años en que Bolívar emprendía la revolución por el continente, que el individualismo es algo mucho más profundo, complejo y peligroso que el egoísmo. Mientras que el egoísmo siempre ha existido, el “individualismo es una expresión reciente que ha creado una idea nueva: nuestros padres no conocían sino el egoísmo”. Diríamos entonces con Tocqueville que el egoísmo es un rasgo natural del hombre que tiende a colocar en primer plano el ego, es decir, el yo.
Por el contrario, el individualismo es un fenómeno y una patología moderna que, no sólo coloca el propio yo como centro de gravedad, sino que además hace de esta actitud un valor moral. ¿Qué significa ello?
Hacer del yo un valor moral quiere decir hacerlo un imperativo, elevarlo al rango de deber ser. Como lo ejemplifica el sociólogo Christopher Lasch en La cultura del narcisismo, según el individualismo, tú estás llamado a buscar sólo tus propios intereses; si actúas pensando únicamente en ti, estás haciendo el bien. He aquí el origen de las teorías de auto-superación o de éxito empresarial – cuyas publicaciones inundan nuestro país – que colocan como modelo a seguir el “emprendedor” o “manager” exitoso que piensa únicamente en sus propios intereses, cueste lo que cueste socialmente.
Figuras que, dicho sea de paso, ilustran y fundamentan el neo-liberalismo y su instrumento primordial, el capitalismo. El mensaje que se esconde detrás de dichas posturas invita a la felicidad, goce, bienestar y disfrute exclusivamente desde el punto de vista individual.
Todo ello, claro está, en franca oposición a los valores sociales – fundamento de toda revolución – los cuales son vistos como trabas o impedimentos al desenvolvimiento del propio yo.
El mundo desde esta perspectiva es visto como un campo de batalla donde sólo los más individualistas han de sobrevivir, ser protagonistas y líderes. En otras palabras, aquellos que no ahorran energías en ganarse un puesto importante y mantenerlo, acumular el mayor capital posible en negocios, amistades influyentes, sueldos desmedidos, favores debidos, desproporcionados bienes, etc.
La pregunta surge entonces espontáneamente: ¿cómo forjar sinceramente y, sobre todo, empíricamente nuevos paradigmas sociales en Venezuela, si estos están fundamentados en valores individualistas?
Responder a ello nos dará luces sobre el cómo habrá de encararse, en términos de valores, la histórica apuesta antes planteada, es decir, la reforma de la Constitución.


*Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA

miércoles, 1 de agosto de 2007

El hombre no es una isla

Miguel Ángel Pérez Pirela

Como expresaba Tomás de Aquino en su Suma Teológica, hay quien hace el mal creyendo hacer el bien. Algo muy parecido sucede con los defensores “románticos” de la naturaleza.
Toda postura que pretenda defender la naturaleza a través de meros discursos sentimentales está destinada al fracaso por no tomar en cuenta las causas culturales de la degradación que sufre hoy día el planeta. De hecho, ¿Qué tipo de mentalidad se encuentra al origen de un tal desastre ambiental? Para responder a esta pregunta es necesario re-visitar la historia de la “mentalidad moderna”.
La modernidad parte de un llamado cartesiano a idolatrar, venerar y aupar la “razón” del individuo. Razón que, según esta posición, es capaz de contrarrestar las vicisitudes propias de la naturaleza.
Es así que se instaura una visión dogmática de la razón humana que promete llevarnos, en un futuro no muy lejano, al control de la naturaleza. Fin éste que pre-supone una lucha del ser humano contra los determinismos naturales. La razón, según esta visión, habría entonces de salvarnos del fatal determinismo natural que nos hace víctimas de las enfermedades, el envejecimiento, los desastres naturales e, incluso, la muerte.
De esta “creencia” surge entonces el icono de este tipo de racionalidad encarnado en la “ideología de la ciencia moderna”. Dicha ideología científica se presenta como el instrumento por excelencia de la batalla del ser humano contra la naturaleza. Es así cómo el método y las limitaciones epistemológicas propias de la conservadora ciencia moderna terminan de solidificar la antitesis, ya creada, entre el ser humano y la naturaleza.
La ciencia no tarda en convertirse en una cuasi-religión que pregona la libertad, el progreso y la esperanza. A partir de ésta el individuo moderno se erige como una potencia racional cuyo paradigma es esa figura sacerdotal encarnada en el “científico”.
El paso fue dado. De ahora en adelante todo aquello que vaya contra la “voluntad de potencia” de la racionalidad científica sería tildado como contrario a la esperanza moderna de un progreso y libertad absoluta. Dicho individuo científico-racional-moderno se presenta de este modo como una “racionalidad pura” al estilo kantiano o, en otras palabras, como un “sujeto absoluto”. Es precisamente en este instante cuando la definición de sujeto (humano) se opone irremediablemente a un objeto que, en este caso, es nada más y nada menos que la naturaleza toda.
Al objetivar la naturaleza se cae sin más en el trágico error moderno que hace de ésta un mero instrumento. Se crea así la bien conocida jerarquía que coloca al hombre en el ápice de la naturaleza. Pero el proceso “modernizante” no se detiene allí. La razón moderna no tarda en extraer al ser humano de la jerarquía misma para hacer de éste algo separado de la naturaleza.
Es en este contexto que nace la crítica de Edgar Morin contra la “visión insular” del hombre. Visión ésta que hace del ser humano un ser extra-terrestre o meta-físico. Según esta postura el hombre sería una especie de ser sobre-natural que tendría poco o nada que ver con el sistema, el ritmo y las leyes propias de la naturaleza.
Aquí encontramos entonces el origen de la tan celebrada “auto-nomía” del individuo moderno que sostiene que el hombre sólo respeta las leyes de sí mismo (auto/lo que sale de sí – nomos/ley).
A partir de esta lógica surge como último eslabón de la cadena moderna una visión “conquistadora” del individuo moderno que, antes de conquistar a otros hombres, está llamado a conquistar la naturaleza. La grandeza moderna del hombre partiría por ello de su capacidad de modificar la naturaleza entendida como mero objeto o instrumento. De hecho, según esta lógica, los países más “desarrollados” serían aquellos que controlan y modifican mejor la naturaleza.
Ahora, si bien es cierto, que hoy día existe una crítica generalizada contra los conquistadores (de hombres) del siglo XVIII y XIX, también lo es que en la actualidad se continúa celebrando a los conquistadores de la naturaleza. Conquistadores que no han terminado de entender el principio de la eco-logía, es decir, que el hogar (oikos) propio del hombre no se encuentra fuera de la naturaleza sino en su seno.

Investigador del Instituto de Estudios Avanzados

domingo, 1 de julio de 2007

La geografía del poder

Miguel Ángel Pérez Pirela*

Antes de plantear temas candentes de la propuesta de reforma constitucional como, por ejemplo, la propiedad, la reelección o la geometría del poder, es imperativo ponernos de acuerdo sobre el “marco referencial” en el cual se inscribe dicha discusión. No afrontar el debate a partir de esta premisa quiere decir perpetuarse en detalles y particularidades que no dan luces sobre la esencia y razón de ser de la propuesta en cuestión.
De hecho, dicha propuesta de reforma a la Carta Magna se sitúa en la discusión a propósito de la tensión que existe entre “democracia representativa” y “democracia participativa”. Discusión que, además de poseer una importante carga teórica, tiene un fuerte componente empírico amparado en 40 años de aplicación de una democracia representativa cuyos resultados fueron funestos.
Es precisamente a partir de este antecedente que, sobre todo a lo largo del último decenio, se ha planteado un apasionante debate nacional entorno a la posibilidad de una democracia participativa, pre-vista como sistema que parta de la horizontalidad en las relaciones de poder. Dicha democracia desmontaría el abismo existente entre “gobernados” y “gobernantes”, y el natural resultado de este fenómeno que hace de los primeros meros entes “pasivos”, dejando a los gobernantes el privilegio de la “acción”.
Plantear el debate desde este punto de vista quiere decir re-definir la semántica democrática: ya no se hablará más de los “gobernados” pues la terminología misma incita a pensar en el pueblo como pasividad pura. Pero tampoco se conservará la infeliz figura de “gobernantes”. Ello obliga a una re-configuración del poder instituido a partir de la idea de pueblo concebido como ente activo.
La discusión entorno a la propuesta de reforma constitucional parte entonces de la necesidad de re-pensar el poder a partir de la “acción”, no más como exclusividad de la clase gobernante, sino también como posibilidad (¿necesidad?) del pueblo.
Aquí radica precisamente el problema. ¿Será posible, a través de esta propuesta de reforma, acabar con los exclusivos atributos de la clase gobernante? ¿Cómo hacer del pueblo un ente activo, y a la vez efectivo, en términos de organización del Estado?
El debate entorno al tipo de democracia que se quiere implantar en el país nos lleva sin más a lo que podría ser el punto de llegada de la discusión: la cuestión del “Estado”. De hecho, sería una ingenuidad plantear este debate en términos netamente conceptuales, etéreos, fantasmáticos. Si se posee la voluntad política de traducir todo esto en una realidad concreta es imperioso re-plantear el tipo de Estado que se quiere.
Evidentemente no se puede responder a la pregunta “qué Estado queremos”, sin antes clarificar lo concerniente a “qué Estado tenemos”. No es muy difícil dar luces sobre esta última cuestión. El Estado que hemos heredado los venezolanos puede ser resumido en algunas pocas características. Nos encontramos de frente a un Estado ineficiente, burocrático, corrupto y piramidal. Acaso el último punto funde los primeros tres. El carácter piramidal o elitista del Estado venezolano le quita al pueblo la posibilidad de actuar para dárselo a los representantes del pueblo. He aquí el problemático binomio “democracia representativa/Estado” que pone en jaque el rol protagónico del pueblo, es decir, su soberanía misma. De hecho, se es soberano cuando se puede actuar, decidir. La soberanía de un pueblo pasivo es un contrasentido.
Es justamente en oposición a ello que surge el innegable marco referencial desde donde debe plantearse la discusión en torno a la propuesta de reforma de la Constitución. Temas álgidos de dicha reforma como el de la propiedad, la reelección o la geometría del poder sólo son justificables a partir de un re-pensamiento del tipo de democracia que se quiere, del Estado que la acompañará y, sobre todo, del lugar del pueblo en la geografía del poder.
La propuesta será por ello plausible sólo, y sólo si, la misma cuestiona la democracia representativa y el Estado piramidal sin tomar, al mismo tiempo, al pueblo como cebo para atraer a esa bestia desproporcionada que es el poder.

*Doctor en Filosofía Política.
Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA