Cuánto vale un ser amado y cuán poco todas las otras personas y cosas que habitaban ese Pueblo, por eso Gobernador cargó a sus esbirros con un sinfín de etiquetas con el precio que todos los seres en Pueblo debían tener, y en eso estuvieron durante semanas, cada objeto, por pequeño o grande que fuese, había sido etiquetado con el precio que le correspondía, porque aquí de una vez por todas los ciudadanos tienen que saber el precio de las cosas que, sin pudor alguno, tocan, huelen y comen y, ni siquiera los mangos que naturalmente caían de los árboles, ni los peces del Caribe, ni siquiera los machorros, ni el cacao que los niños chupaban por las calles, ni los guacamayos descansando en las matas, ni los buchones atragantados de peces, nada que estuviera en aire tierra o mar, se había salvado de ese inventario universal, de ese supermercado al aire libre en el que se había convertido Pueblo y, cuando se había acabado de ponerle precio a las cosas, comenzaron esos gorilas a etiquetar a los animales y, más tarde, a las personas, porque en esta vaina todo tiene que valer algo, menos tú, que nadie te colocó precio para que todos sepan cuánto vales y, cuando llegó la hora de nuestro paseo por el mercado, no lo pudiste creer, hasta las moscas que bailan arriba de las carnes y los pescados poseían etiquetas minúsculas en sus patitas traseras, claro mujer, 3000 moscas valen cuanto un grillo y 800 grillos valen cuanto un sapo y tres sapos valen cuanto una rata y 200 ratas valen cuanto una iguana y 10 iguanas cuanto un conejo y cinco conejos cuanto un gato y, al terminar el paseo, el amor de Gobernador sabía cuánto valía una vendedora de arepas, un frutero y hasta un padrecito, Gobernador, no puedo creer en lo que veo, hasta a las nubes allá arriba le pusiste precio y a las gotas de lluvia que caen los sábados al mediodía y a todo y a todos, que me miraban como a un espectro por no imaginarse ellos cuánto podía valer yo que no tenía precio y que, por eso mismo, en realidad no valía nada, contrariamente a su ama de llaves que, por haberse encontrado un precio pegado en la nalga izquierda, no tardó en irse al puerto a venderse y, por ser tan pobre la gente ahí, tuvo que venderse a crédito a panaderos, pescadores y hasta borrachos que le cambiaban botellas vacías de ron por besitos suyos y, mientras tanto esa mujer se buscaba y buscaba por entre sus senos, axilas, por entre su cabello y sus piernas, sin encontrarse ningún precio, por eso, llorando, le dijo a su ama de llaves, qué aburrido es esto de no tener precio, qué triste es esto de no valer nada y, para vengarse de ese tal Gobernador, persiguió por toda la casa a una banda de esos conejos que se la mantienen chamuscando todo en el patio y atrapó 5 entre sus manos de reina, y no dudó en robarles sus precios y pegárselos uno a uno ahí donde sólo él sabía y vaya si supo ese otro amante suyo que, a medianoche, se le presentó con un gato negro entre sus manos que te cambio ahorita mismo por tu cuerpo. Aquí está. Una a una ese Fantasma nocturno le despegó las etiquetas de conejos, que eran lo que esos dos traidores parecían, cuando por fin él encontró, ahí donde sólo ella hubiera imaginado pegarse, esa etiqueta, ¿ahí?, no más abajo, ¿ahí?, un poquito más arriba, ¿ahí?, a la izquierda, ¿ahí?, con cuidado que me duele, Fantasma.