Miguel Ángel Pérez Pirela
Hoy día nos encontramos delante de una postura capitalista y neoliberal que reduce el alimento a mera mercancía.
De hecho, notamos una actividad alimentaria que, de más en más, es acaparada por la industria agroalimentaria y que coloca la sociedad en una posición de pasividad en relación a las modalidades que han de ponerse en práctica y vivirse en el mundo de la alimentación.
Como lo afirma Poulain, en su obra "Sociologies de l’alimentation", las cada vez más grandes cadenas de alimentación con sus enormes ciclos de distribución, aunados a una concentración y monopolización de las actividades que realizan, “separan los consumidores del origen natural de los productos, los cortan de su ambiente social tradicional”.
A partir de 1930 a nivel planetario cambios sociológicos sin precedentes modificaron los modos de vida y sobre todo trastocaron fundamentalmente los lazos que unían los consumidores a los alimentos: producción, transformación y comercialización alimentaria organizaron definitivamente, estructuraron y dieron ritmo a la sociedad rural; los paisajes mismos de los países se transformaron a lo largo de los ciclos de producción; el alimento se convirtió poco a poco en simple mercancía, y la gran distribución da nacimiento al consumidor; al inicio de los años 1960, los supermercados hacen su aparición y toman, en una generación, una posición dominante.
Como consecuencia de la perdida de contacto con la filiar de producción, el alimento se transforma en un simple objeto de consumo sobre el cual reinan los ‘jefes de productos’ y los ‘especialistas en marketing’.
De todo ello surge un fenómeno tan sintomático como el de el hambre: “Comida en abundancia, pero de menos en menos identificada, conocida y sobre todo de más en más angustiante".
Se deja de un lado el hecho que comer es también un acto que une al hombre con la naturaleza, con lo real. La cocina y las costumbres de mesa de una sociedad son una manera original de organizar las relaciones entre la naturaleza y la cultura. Industrializada, la comida suscita interrogantes, que pueden rápidamente transformarse en angustias. ¿De dónde proviene ésta? ¿De cuáles transformaciones fue objeto? ¿Por quién fue manipulada?
Estamos hablando entonces de una separación cada vez más neta entre el hombre y su alimento que se ve reflejada en un desconocimiento de eso que se está comiendo. Dicho desconocimiento afecta de forma directa la percepción del consumidor en relación a eso que come, dando como resultado natural una desconfianza en los productos alimentarios.
Ello se radicaliza a la luz de los escándalos que, a partir de los años setenta se han ido dando: en 1968 los movimientos ecologistas ya criticaban la “comida industrial”; en 1970 el ternero y el pollo con hormonas están en el tapete; en 1996 la crisis de la vaca loca y en el 2006 los temores de la gripe aviaria.
En fin, Como lo comenta Fischler en su libro El omnívoro, “Si no sabemos eso que comemos, no sabremos en qué nos transformaremos y no sabremos quiénes somos”.
Hoy día nos encontramos delante de una postura capitalista y neoliberal que reduce el alimento a mera mercancía.
De hecho, notamos una actividad alimentaria que, de más en más, es acaparada por la industria agroalimentaria y que coloca la sociedad en una posición de pasividad en relación a las modalidades que han de ponerse en práctica y vivirse en el mundo de la alimentación.
Como lo afirma Poulain, en su obra "Sociologies de l’alimentation", las cada vez más grandes cadenas de alimentación con sus enormes ciclos de distribución, aunados a una concentración y monopolización de las actividades que realizan, “separan los consumidores del origen natural de los productos, los cortan de su ambiente social tradicional”.
A partir de 1930 a nivel planetario cambios sociológicos sin precedentes modificaron los modos de vida y sobre todo trastocaron fundamentalmente los lazos que unían los consumidores a los alimentos: producción, transformación y comercialización alimentaria organizaron definitivamente, estructuraron y dieron ritmo a la sociedad rural; los paisajes mismos de los países se transformaron a lo largo de los ciclos de producción; el alimento se convirtió poco a poco en simple mercancía, y la gran distribución da nacimiento al consumidor; al inicio de los años 1960, los supermercados hacen su aparición y toman, en una generación, una posición dominante.
Como consecuencia de la perdida de contacto con la filiar de producción, el alimento se transforma en un simple objeto de consumo sobre el cual reinan los ‘jefes de productos’ y los ‘especialistas en marketing’.
De todo ello surge un fenómeno tan sintomático como el de el hambre: “Comida en abundancia, pero de menos en menos identificada, conocida y sobre todo de más en más angustiante".
Se deja de un lado el hecho que comer es también un acto que une al hombre con la naturaleza, con lo real. La cocina y las costumbres de mesa de una sociedad son una manera original de organizar las relaciones entre la naturaleza y la cultura. Industrializada, la comida suscita interrogantes, que pueden rápidamente transformarse en angustias. ¿De dónde proviene ésta? ¿De cuáles transformaciones fue objeto? ¿Por quién fue manipulada?
Estamos hablando entonces de una separación cada vez más neta entre el hombre y su alimento que se ve reflejada en un desconocimiento de eso que se está comiendo. Dicho desconocimiento afecta de forma directa la percepción del consumidor en relación a eso que come, dando como resultado natural una desconfianza en los productos alimentarios.
Ello se radicaliza a la luz de los escándalos que, a partir de los años setenta se han ido dando: en 1968 los movimientos ecologistas ya criticaban la “comida industrial”; en 1970 el ternero y el pollo con hormonas están en el tapete; en 1996 la crisis de la vaca loca y en el 2006 los temores de la gripe aviaria.
En fin, Como lo comenta Fischler en su libro El omnívoro, “Si no sabemos eso que comemos, no sabremos en qué nos transformaremos y no sabremos quiénes somos”.