sábado, 17 de abril de 2010

El nuevo testamento / Le nouveau testament

Miguel Ángel Pérez Pirela
Traducción al francés Ximena González Broquen/ Traduit de l’espagnol Ximena González Broquen 
Foto: Fabio Borquez (en http://www.iguanaroja.new.fr/)


Cuando todo comenzó yo todavía no sabía qué era el bien y el mal. Fue una Navidad, recuerdo. Las nubes grises habían bajado, todas juntas y las calles eran largas prolongaciones del cielo. Tenía tanto frío cuando todo comenzó, que en medio de mi temblor apenas pude escuchar los primeros gritos y discusiones. No tardó mucho para que eso que eran lejanas peleas familiares, se convirtieran en la masacre de sentimientos más importantes de nuestra vieja casa.

En ese diciembre una de esas nubes grises entró por la puerta entreabierta de nuestras navidades y se quedó ahí por mucho tiempo: el abuelo sufrió un infarto.

La familia se volvió un crucigrama indescifrable cuyas letras no tenían nada que ver entre sí.

Todo era gritos y manos frías que sudaban y esperaban. Todo se resumía en mordiscos silenciosos a la almohada del ansia, o en llantos de rabia entrecortados. Todos hablaban en voz baja de algo que sólo entendí el día en que murió el abuelo.

Se puede decir que todo comenzó con la llegada de esa mujer. Era de cuerpo frágil y frente corta, cabellos negros y piel tersa y mulata. Llegó del más allá de los sueños del abuelo. Era una enfermera que tenía la misión de velar por las angustias de su vejez, pero entre desayunos y tiernos regaños de enfermera ella se convirtió en la enfermedad mayor del abuelo.

La imagen más clara que guardo del abuelo se remonta al día en el cual, por equivocación, abrí la puerta de su cuarto sin tocar. Era Domingo y la casa estaba vacía. Todos se encontraban en la misa de las diez y media. Recuerdo que cuando pude ver sus ojos alegres y su piel erizada, las campanas de la iglesia habían comenzado a repicar: fue una escena en blanco y negro. Él estaba completamente desnudo, como nunca lo hubiera imaginado, con sus brazos abiertos en cruz. Parecía un crucificado alegre y majestuoso en esa mañana dominguera. A su lado se encontraba ella, reposando como un muerto en esa cama ancestral. Ella temblorosa pero tranquila, humana. También desnuda de una desnudez exacta, nítida. Sus cuerpos se reflejaron en mis ojos brillantes y abiertos: me enamoraba de un sólo golpe y por única vez en mi vida.

Quiero aclarar que mi amor por esa mujer no se separa del amor que siento por esa imagen de ellos dos en la cama. Amarla, es amar su cuerpo desnudo junto al del abuelo. Es algo así como un amor trino, es de nosotros tres y así se mantendría por siempre. Quizás que sin esa fotografía en blanco y negro que el recuerdo me dejó, ella sería una mujer cualquiera.

A pesar de mis trece años, eso que sentí en ese instante nunca cambió ni de rango, ni de intensidad. Fue un sentimiento saldo, dogmático, injustificado y secreto. Fue como una corazonada que se me quedó sellada en el alma con el ruido de esa puerta cerrándose que todavía oigo.

Después que supe que ellos sabían que yo sabía lo que nadie sabía ni podían saber sobre sus relaciones furtivas, no me quedó más nada que cerrar la puerta de ese cuarto con toda la fuerza de mi miedo.

En mi ingenuidad, creía que ellos siempre temieron que mi silencio no durara mucho, aunque – me decía – que en el fondo ellos estaban seguros de que yo nunca habría hablado.

A partir de esa mañana todo cambió en mí y en ellos y, en realidad, en toda la familia. Yo había adquirido de pronto otro estatuto. Yo para todos era ahora un adulto silencioso y de ojos bien abiertos. Parecía que el universo mismo hubiera sabido de mi hallazgo. Yo para todos era otro.

Todos me trataban con un respeto monárquico que sólo entendí años después, cuando me di cuenta que era simple vergüenza adulta. La explicación de todo ese trato particular era simple: todos, especialmente la abuela, sabían de esas relaciones que, delante de mí, definían como extrañas y ambiguas.

Ni la abuela, ni nadie, nunca se atrevieron a desorganizar ese silencio tan bien ordenado.

Según mi interpretación de las cosas para ese momento, esa ceguera familiar parecía ser más suave que el duro golpe que implicaba tener que cargar con un viejo traidor que en cualquier momento podía morir.

Como sucede siempre en las historias escondidas, todo se desarrolló tempestivamente. Por entre las enredaderas y los arbustos del grandioso jardín salvaje de la casa, el cuerpo de esa enfermera de mirada oscura y olor rancio se enredaba en las sensuales arrugas del abuelo. El cuerpo del viejo era frondoso y daba una sombra protectora no sólo a la familia, sino ahora también a esa joven. Él era un árbol alto, grueso, erguido, en el cual se protegían hasta los espíritus más agitados de la casta. En él las debilidades de todos tenían reparo, así como las debilidades suyas tenían reparo en el húmedo cuerpo de ella.

No tardaron mucho en encontrarla rondando desnuda por los pasillos claros de la casa, con sus senos plateados mirando a todas partes y sus nalgas transpirando los recuerdos familiares.

En los días de sol, policías enviados por los vecinos de ese barrio rico y famoso por su tranquilidad vieja, llegaban a bajarla del techo en el cual la encontraban sin vestidos y con las piernas abiertas como luchando contra el sol. Replicaba y se defendía contra la autoridad de los agentes, sosteniendo que una vagina asoleada en sus profundidades menos visibles, era un acto de respeto para con el viejo casi ciego. Afirmaba con una seriedad casi académica que, visto que las noches invernales de sus juegos al escondido terminaban en tactos y chupones, era necesario que la lengua del abuelo sintiera el sol que no podía percibir con la vista y, que sus dedos sintieran el calor de la vagina que no podía admirar.

Después de un tiempo el abuelo había rejuvenecido de al menos cuarenta años, a pesar de que sus ojos reflejaran una muerte que se divertía esperando lo que pasaría en esa familia tolerante. Esa nueva juventud parecía dar fastidio – cosa que yo no entendía – a los miembros de la familia. Todos comenzaron a criticar a la enfermera puta que nos está quitando el amor del viejo, a esa bruja que nos dejó sin vajilla, visto que, como el abuelo contaba entre gritos y carcajadas mientras dormía, ella para divertirlo se tragaba los platos, las tazas y hasta los cuchillos con su órgano genital asombroso. Nadie la soportaba ya, a pesar de que cuando estaba el abuelo presente, la trataban como esa enfermera que nos salvó al viejo, gracias por tu labor tan humana.

Las cosas se complicaron tres Navidades más tarde, cuando mi madre entró vestida de San Nicolás por la ventana de mi cuarto para darme la sorpresa de mi último regalo, visto que ya tenía dieciséis años, y me encontró con la camisa sudada y las piernas desnudas, tratando de satisfacer sexualmente a una enfermera para viejos.

A la mañana siguiente la encontré blasfemando y diciendo entre dientes que esa maldita no sólo nos quita el amor del viejo, sino también abusa del muchacho.

La realidad era otra. Era más simple y más lógica. Para la enfermera no fue difícil entender que los maullidos que escuchaba en las noches calladas del otoño, no era de la gata siamesa en celo de la tía loca, sino simplemente de un adolescente espión cuyas masturbaciones eran ya una profesión de insomne.

En esa Navidad ella no hizo otra cosa que concederme el regalo con el que más soñaba.

Entró silenciosa por la ventana, por la que más tarde entraría mi madre vestida de rojo y blanco.

Entró con una dormilona de imitación de seda a pesar del invierno. Entró sin hacer ruido, y me señaló con la punta de su dedo índice cortando sus labios verticalmente, que respetara el silencio del sexo escondido que el abuelo había construido durante esos tres años.

Me tocó y me sintió erecto pero paralizado. Me descubrió lentamente como quien camina en la oscuridad y con un susurro que era casi sólo viento me dijo: “saliste a tu abuelo”. Años más tarde entendería esa frase viendo el cuerpo de mi primer hijo.

Ella se avalanchó sobre mi cuerpo y fue como un lodo que me recorría o como un barro espeso o como todo eso que el abuelo imaginó desde el cuarto de abajo. Todo lo que hacía no era más que una división de pequeños instantes que iba rellenando de placeres cortos. Exploraba al máximo las potencialidades de cada parte de mi cuerpo. Sentía mi cuerpo sectorizado por sensaciones únicas y diferentes entre sí. Ella era un bisturí de placeres.

Toda la noche fue de movimientos de barro lento y maullidos sordos. Nadie durmió durante esa navidad: yo estaba en el paraíso de una arena movediza mulata; el abuelo en el purgatorio de quien escucha respiraciones, sonidos y humedad de dos cuerpos jóvenes que no se cansan; ella en el infierno de un amor que la esclavizaba para siempre; y toda la familia, insomne, con los oídos pegados a la puerta del cuarto del ex-niño de la casa.

El abuelo amaneció muerto y con un sobre entre las manos. Era el sobre que la familia con tanta tolerancia y silencio esperaba. Se trataba del testamento que comenzó a escribir a partir de aquel fuerte infarto, que se remonta a los días en que tuvieron que traer a una enfermera a la cual él siempre se había negado, pero que después aceptaría con tanta devoción. Esa enfermera de corpulencia frágil y frente corta que hizo vivir al abuelo más de lo esperado, haciéndolo también reflexionar en relación a ese sobre más de lo debido.

El sobre debía ser abierto sólo en presencia del abogado de la familia. Se hizo el mismo veinticinco de diciembre en medio de un ritual de tal índole, que casi hizo olvidar la muerte del viejo.

El abogado en un silencio fúnebre abrió el sobre y extrajo la única hoja que se encontraba en su interior. Estaba escrita en letras gigantes e infantiles, que todos podían percibir de igual modo desde las diferentes posiciones en las cuales se encontraban, alrededor de la gran mesa de caoba.

Tal vez fue por ese motivo que el abogado en vez de leerla en voz alta, como estaba previsto, la colocó simplemente sobre la mesa.

La familia en un alboroto de bestias salvajes se abarrotó entre empujones para ver con más precisión al o los herederos, y lo único que pudieron leer fue esta frase:
“ESTA HOJITA ME SALVÓ LA VIDA. GRACIAS HOJITA”.

Le nouveau testament
Miguel Ángel Pérez Pirela

Quand tout commença je ne savais pas encore ce qu’étaient le bien et le mal.

Ce fut un Noël dont je me souviens encore. Les nuages gris étaient descendus, tous ensemble et les rues étaient de longues prolongations du ciel. J’avais si froid quand tout commença, qu’au milieu des mes tremblements je pus à peine écouter les cris et les disputes.

Il ne fallut pas beaucoup de temps pour que ce qui n’était que de lointaines querelles familiales, se transforme en un massacre de sentiments, le plus important de notre vieille maison.

Ce décembre-là, un de ces nuages gris entra par la porte entrouverte de nos Noëls et demeura là très longtemps : grand-père souffrit un infarctus.

La famille se transforma en grille de mots-croisés indéchiffrable dont les lettres n’avaient rien à voir entre elles. Tout n’était que cris et mains froides qui transpiraient et attendaient. Tout se résumait en morsures silencieuses faites à l’oreiller de l’anxiété, ou bien en pleurs de colère entrecoupés. Tous parlaient à voix basse de quelque chose que je ne comprendrai que le jour où grand-père mourut.

On peut dire que tout commença avec l’arrivée de cette femme. Elle était de corpulence fragile et de front bas, cheveux noirs et peau lisse et métisse. Elle arriva de l’au-delà des rêves de grand-père. C’était une infirmière qui avait pour mission de veiller aux angoisses de sa vieillesse, mais entre les petits déjeuners et les tendres réprimandes d’infirmière, elle devint l’infirmière principale de grand-père.

L’image la plus claire que je garde de grand-père remonte au jour où, par erreur, j’ouvris la porte de sa chambre sans frapper. C’était dimanche et la maison était vide. Tout le monde était à la messe de 10H30. Je me rappelle que quand je pus voir ses yeux joyeux et sa peau hérissée, les cloches de l’église commençaient à sonner : ce fut une scène en noir et blanc. Lui était complètement nu, comme jamais je ne l’aurais imaginé, avec ses bras ouverts en croix. Il ressemblait à un crucifié joyeux et majestueux en cette matinée dominicale. Elle se trouvait à ses côtés, reposant comme un mort dans ce lit ancestral. Elle, tremblante mais tranquille, humaine. Nue elle aussi d’une nudité exacte, limpide. Leurs corps se reflétaient dans mes yeux brillants et grands ouverts : je tombais amoureux tout d’un coup et pour la seule fois de ma vie.

Je veux éclaircir le fait que mon amour pour cette femme ne se sépare pas de l’amour que je sens pour cette image d’eux deux au lit. L’aimer c’était aimer son corps joint à celui de grand-père. C’était quelque chose comme un amour trinitaire, nous appartenant à nous trois et c’est ainsi qu’il se maintiendrait pour toujours.

Peut-être que sans cette photographie en noir et blanc que le souvenir me laissa, elle ne serait qu’une femme quelconque.

Malgré mes treize ans, ce que je sentis en cet instant ne changea jamais ni de rang, ni d’intensité. Ce fut un sentiment dogmatique, injustifié et secret. Ce fut comme un pressentiment qui resta gravé en mon âme tout comme le bruit de cette porte se refermant que j’entends toujours.

Après que je sus qu’ils savaient que je savais ce que personne ne savait ni ne pouvait savoir sur leurs furtives relations, il ne resta plus qu’à fermer la porte de cette chambre avec toute la force de mon effroi.

Dans mon ingénuité, je crus qu’ils craignirent toujours que mon silence ne dure pas beaucoup, bien que – me disais-je – au fond d’eux-mêmes ils savaient que jamais je n’aurais rien dit.

A partir de ce matin-là tout changea entre eux et moi, et en réalité, dans la famille toute entière. J’avais acquis tout à coup un autre statut. J’étais maintenant pour tous un adulte silencieux aux yeux bien ouverts. On aurait dit que l’univers lui-même était au courant de ma trouvaille. J’étais un autre pour tous.

Ils me traitaient tous avec un respect monarchique que je ne compris que bien des années plus tard, quand je me rendis compte qu’il s’agissait tout simplement d’une honte bien adulte. L’explication de toutes ces manières particulières était simple : tous, et en particulier grand-mère, étaient au courant de ces relations que, devant moi, ils définissaient comme étranges et ambiguës.

Ni grand-mère, ni personne ne se risqua jamais à désorganiser ce silence si bien ordonné. Selon mon interprétation des choses d’alors, cet aveuglement familial semblait être plus doux que le dur coup qu’impliquait d’avoir à supporter un vieux traître qui pouvait mourir à n’importe quel moment.

Comme cela arrive toujours dans les histoires dissimulées, tout se déroula subitement. Entre les plantes grimpantes et les arbustes du grandiose jardin sauvage de la maison, le corps de cette infirmière au regard obscur et à l’odeur rance s’entortillait dans les rides sensuelles de grand-père. Le corps du vieux était robuste et projetait une ombre protectrice non seulement sur la famille, mais à présent aussi sur cette jeune fille. Il était un arbre haut, épais, dressé, dans lequel les esprits les plus agités de la maison trouvaient protection. En lui les faiblesses de tous trouvaient une solution, tout comme ses propres faiblesses trouvaient une réparation dans son corps humide à elle.

Ils ne tardèrent pas à la trouver rodant nue de par les couloirs clairs de la maison, avec ses seins argentés regardant partout et ses fesses transpirant les souvenirs familiaux.

Les jours de soleil, des policiers mandés par les voisins de ce quartier riche et célèbre pour sa vieille tranquillité, venaient la faire descendre du toit où ils la trouvaient sans habits et les jambes grandes ouvertes, comme luttant contre le soleil. Elle ripostait et se défendait contre l’autorité des agents en soutenant qu’un vagin ensoleillé dans ses profondeurs les moins visibles, était un acte de respect vis-à-vis du vieux presque aveugle. Elle affirmait avec un sérieux presque académique que, vu que les nuits hivernales de ses jeux de cache-cache finissaient en attouchements et en suçons, il était absolument nécessaire que la langue du grand-père sentisse le soleil qu’il ne pouvait pas percevoir par la vue et, que ses doigts sentissent la chaleur du vagin qu’il ne pouvait admirer.

Après quelques temps, grand-père avait rajeuni au moins de quarante ans, malgré le fait que ses yeux reflétassent une mort qui se divertissait en attendant de voir ce qui se passerait dans cette famille si tolérante. Cette nouvelle jeunesse avait l’air d’exaspérer – chose que je ne comprenais pas – les membres de la famille. Ils se mirent tous à critiquer cette infirmière putain qui est en train de nous enlever l’amour du vieux, cette sorcière qui nous a laissés sans vaisselle, vu que, comme le

racontait grand-père entre rires et éclats de rire, elle avalait pour le divertir les assiettes, les tasses et jusqu’aux couteaux avec son organe génital ahurissant.

Personne ne la supportait plus, même si quand grand-père était là, ils la traitaient comme « cette infirmière qui a sauvé le vieux » ou « merci pour ton travail si humain ».

Les choses se compliquèrent quand trois Noëls plus tard ma mère entra habillée en Père Noël par la fenêtre de ma chambre pour me faire la surprise de mon dernier cadeau, vu que j’avais déjà seize ans, et me trouva la chemise en sueur et les jambes nues, tentant de satisfaire sexuellement une infirmière pour vieux.

Le jour suivant je la trouvais en train de blasphémer et de dire entre ses dents que cette maudite infirmière nous ôte non seulement l’amour du vieux, mais qu’en plus elle abuse du petit.

La vérité était toute autre. Elle était plus simple et plus logique. Ce ne fut pas difficile pour l’infirmière de comprendre que les miaulements qu’elle entendait les nuits silencieuses d’automne, n’étaient pas ceux de la chatte siamoise en chaleur de la tante folle, mais simplement ceux d’un adolescent espion dont les masturbations s’étaient converties en profession d’insomniaque.

Ce Noël-là elle ne fit rien d’autre que me concéder le cadeau dont je rêvais le plus. Elle entra silencieusement par la fenêtre, celle-là même par laquelle ma mère entrerait vêtue de rouge et de blanc. Elle entra avec une nuisette imitation soie malgré l’hiver. Elle entra sans faire de bruit, et me signala avec la pointe de son index traversant verticalement ses lèvres, le respect dû au silence du sexe dissimulé que grand-père avait construit pendant ces trois années-là.

Elle me toucha et sentit mon corps dressé mais paralysé. Elle me dévêtit lentement comme quelqu’un avançant dans le noir, et dans un murmure qui n’était que du vent me dit : « Tu es comme ton grand-père ». Quelques années plus tard je comprendrai cette phrase en voyant le corps de mon premier fils.

Elle se déversa sur mon corps et ce fut comme une lave me parcourant ou comme une boue épaisse ou comme tout ce que mon grand-père imagina de la chambre d’en dessous. Tout ce qu’elle faisait n’était rien d’autre qu’une division de petits instants qu’elle remplissait de courts plaisirs. Elle explorait au maximum les potentialités de chaque partie de mon corps. Je sentais mon corps divisé en sensations uniques et différentes entre elles. Elle était un bistouri de plaisir.

Toute la nuit fut faite de mouvements de boue lents et de miaulements sourds.

Personne ne dormit pendant ce Noël-là : moi j’étais au paradis d’un sable mouvant métisse ; grand-père au purgatoire de celui qui écoute les respirations, les bruits et l’humidité de deux jeunes corps qui ne se fatiguent pas ; elle, elle était dans l’enfer d’un amour qui l’aliénait pour toujours ; et toute la famille, insomniaque, les oreilles colées à la porte de ma chambre d’ex-enfant de la maison.

Grand-père se réveilla mort une enveloppe dans les mains. C’était l’enveloppe que toute la famille avec tant de tolérance et de silence attendait. Il s’agissait du testament qu’il commença à écrire à partir de ce violent infarctus, qui remontait au jour où ils durent amener cette infirmière qu’il avait toujours refusée, mais qu’il accepterait ensuite avec tant de dévotion. Cette infirmière à la corpulence fragile et au front bas qui fit vivre grand-père plus longtemps que prévu, le faisant aussi réfléchir plus que prévu sur cette enveloppe.

L’enveloppe devait être ouverte en présence de l’avocat de la famille. Cela eut lieu le 25 décembre au beau milieu d’un rituel d’un tel acabit, qu’il fit presque oublier la mort du vieux.

L’avocat dans un silence funéraire ouvrit l’enveloppe et en retira l’unique feuille qui se trouvait à l’intérieur. Elle était écrite avec des lettres gigantesques et infantiles, que tous pouvaient percevoir de la même manière quelles que fussent les différentes positions où ils se trouvaient, tout autour de la grande table d’acajou.

Peut-être fut-ce pour cette raison que l’avocat au lieu de la lire à haute voix, comme c’était prévu, la plaça tout simplement sur la table.

Les membres de la famille, dans un vacarme de bêtes sauvages, se bousculèrent les uns les autres afin de voir avec plus de précision le ou les héritiers, et l’unique chose qu’ils purent lire fut cette phrase :

« Cette feuille m’a sauvé la vie. Merci petite feuille »

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