Miguel Ángel Pérez Pirela
Decía el filósofo alemán Friedrich Hegel que la historia no le ha enseñado nada a nadie. Al ver lo que ha venido ocurriendo en Honduras en la última semana parece ser cierto.
El domingo 28 de junio de 2009 la región se despertó consternada por lo que, en un primer momento, pareció ser un deja vu. La historia, esa inclemente historia latinoamericana y caribeña del siglo pasado, se nos mostraba a través de las pantallas televisivas, viva, entera, resucitada.
Una vez más un presidente amordazado y sacado por militares de su residencia; una vez más soldados cuasi adolescentes tomando las calles; una vez más una constitución desconocida por las elites locales; una vez más el silencio mediático internacional; una vez más un avión que se lleva a un presidente electo…
Pero no nos engañemos: ese golpe de estado no fue perpetuado el domingo 28 de junio. Se trató de un “golpe lento” que comenzó días antes, delante del silencio de las organizaciones internacionales y los oligopolios mediáticos.
Ese golpe de estado, antes de ser militar, fue técnico, jurídico, político. El mismo había comenzado días antes con un Congreso y una Corte Suprema que se dieron el lujo, en pleno siglo XXI y sin protestas mayores, de decidir “democráticamente” y amparados en la “separación de poderes”, que las Fuerzas Armadas de Honduras no estaban ya subordinadas a su Comandante en Jefe, el presidente Zelaya. Si esto no era ya un golpe de estado de facto, alguien debiera explicarnos qué fue.
La historia latinoamericana nos muestra que detrás de todo golpe de estado se encuentran las razones y excusas más absurdas que puedan imaginarse. En este caso, el presunto motivo que llevó al mismo fue la voluntad del presidente Zelaya de proponer una consulta sobre la posibilidad de colocar una “cuarta urna” de votación en las próximas elecciones.
Consulta popular que, por cierto, no poseía carácter vinculante frente a la institución electoral hondureña, y que se limitaba a una simple encuesta, pero esta vez propiciada desde el poder ejecutivo. Encuesta que quería indagar sobre la opinión de los hondureños en relación a la realización de una constituyente. Opinión que, de ser positiva, se le daría simplemente como propuesta a un poder legislativo en manos de la derecha “oposicionista” hondureña. Congreso que, al final de todo, habría de decidir sobre la plausibilidad de una eventual constituyente.
¡Vaya razón para un golpe de Estado!
El resultado de la propuesta de esa “cuarta urna” fue, nada más y nada menos, el secuestro de un presidente democráticamente electo; la deportación a Costa Rica del mismo (donde por cierto se dejó tirado en la pista de un aeropuerto); el cierre del estatal canal 8 y el corte de la señal de otros muchos medios de comunicaciones nacionales e internacionales; la desactivación del servicio eléctrico nacional; el secuestro de la canciller, políticos y embajadores; la suspensión de unas elecciones nacionales; la suspensión del servicio telefónico y la persecución de ciudadanos hondureños.
En el fondo, como lo afirman los golpistas civiles y militares, éstos no le temen a esa cuarta urna electoral. Es verdad: no le temen a esas urnas, le temen a lo que se hubieran encontrado dentro de las mismas si se hubiera dado la votación.
Por no querer distribuir el material electoral y desobedecer al poder ejecutivo, el presidente mismo Zelaya, destituyó al jefe del Estado Mayor Conjunto, general Romeo Vásquez, y aceptó la renuncia del ministro de Defensa, Edmundo Orellana. Por insistir en distribuirlo, el presidente Zelaya, días antes del golpe militar, estaba por ser destituido por los poderes civiles conservadores.
La historia de un golpe anunciado se volvió a repetir: mientras los golpistas militares reprimían, los golpistas civiles sacaban de no se sabe dónde una carta de renuncia del presidente, negada por el mismo Zelaya desde Costa Rica. Dicha carta falsificada fue más que suficiente para que el presidente del Congreso Nacional Roberto Micheletti, fuera designado presidente de facto por el poder legislativo. A pesar de esto, los diputados golpistas siguen jalando por los cabellos leyes, normas y artículos de la constitución para justificar una inhabilitación o destitución de Zelaya que les de segundos más de vida al gobierno de facto.
Todo está ahora en manos de las organizaciones internacionales y su capacidad de reacción; en un rotundo pronunciamiento de los Estados Unidos; en la ofensiva de los países progresistas de la región; pero sobre todo y más que todo en el pueblo.
De hecho, acaso Hegel podría equivocarse. Quizás ese pueblo hondureño revierta la fatídica historia como, el 13 de abril de 2002, lo hizo el venezolano.
De no ser así los relojes de la región se retrazarían de, al menos 30 años, cuando el “patio trasero” de los Estados Unidos era regado por gorilas golpistas con la sangre de nuestros pueblos.
Decía el filósofo alemán Friedrich Hegel que la historia no le ha enseñado nada a nadie. Al ver lo que ha venido ocurriendo en Honduras en la última semana parece ser cierto.
El domingo 28 de junio de 2009 la región se despertó consternada por lo que, en un primer momento, pareció ser un deja vu. La historia, esa inclemente historia latinoamericana y caribeña del siglo pasado, se nos mostraba a través de las pantallas televisivas, viva, entera, resucitada.
Una vez más un presidente amordazado y sacado por militares de su residencia; una vez más soldados cuasi adolescentes tomando las calles; una vez más una constitución desconocida por las elites locales; una vez más el silencio mediático internacional; una vez más un avión que se lleva a un presidente electo…
Pero no nos engañemos: ese golpe de estado no fue perpetuado el domingo 28 de junio. Se trató de un “golpe lento” que comenzó días antes, delante del silencio de las organizaciones internacionales y los oligopolios mediáticos.
Ese golpe de estado, antes de ser militar, fue técnico, jurídico, político. El mismo había comenzado días antes con un Congreso y una Corte Suprema que se dieron el lujo, en pleno siglo XXI y sin protestas mayores, de decidir “democráticamente” y amparados en la “separación de poderes”, que las Fuerzas Armadas de Honduras no estaban ya subordinadas a su Comandante en Jefe, el presidente Zelaya. Si esto no era ya un golpe de estado de facto, alguien debiera explicarnos qué fue.
La historia latinoamericana nos muestra que detrás de todo golpe de estado se encuentran las razones y excusas más absurdas que puedan imaginarse. En este caso, el presunto motivo que llevó al mismo fue la voluntad del presidente Zelaya de proponer una consulta sobre la posibilidad de colocar una “cuarta urna” de votación en las próximas elecciones.
Consulta popular que, por cierto, no poseía carácter vinculante frente a la institución electoral hondureña, y que se limitaba a una simple encuesta, pero esta vez propiciada desde el poder ejecutivo. Encuesta que quería indagar sobre la opinión de los hondureños en relación a la realización de una constituyente. Opinión que, de ser positiva, se le daría simplemente como propuesta a un poder legislativo en manos de la derecha “oposicionista” hondureña. Congreso que, al final de todo, habría de decidir sobre la plausibilidad de una eventual constituyente.
¡Vaya razón para un golpe de Estado!
El resultado de la propuesta de esa “cuarta urna” fue, nada más y nada menos, el secuestro de un presidente democráticamente electo; la deportación a Costa Rica del mismo (donde por cierto se dejó tirado en la pista de un aeropuerto); el cierre del estatal canal 8 y el corte de la señal de otros muchos medios de comunicaciones nacionales e internacionales; la desactivación del servicio eléctrico nacional; el secuestro de la canciller, políticos y embajadores; la suspensión de unas elecciones nacionales; la suspensión del servicio telefónico y la persecución de ciudadanos hondureños.
En el fondo, como lo afirman los golpistas civiles y militares, éstos no le temen a esa cuarta urna electoral. Es verdad: no le temen a esas urnas, le temen a lo que se hubieran encontrado dentro de las mismas si se hubiera dado la votación.
Por no querer distribuir el material electoral y desobedecer al poder ejecutivo, el presidente mismo Zelaya, destituyó al jefe del Estado Mayor Conjunto, general Romeo Vásquez, y aceptó la renuncia del ministro de Defensa, Edmundo Orellana. Por insistir en distribuirlo, el presidente Zelaya, días antes del golpe militar, estaba por ser destituido por los poderes civiles conservadores.
La historia de un golpe anunciado se volvió a repetir: mientras los golpistas militares reprimían, los golpistas civiles sacaban de no se sabe dónde una carta de renuncia del presidente, negada por el mismo Zelaya desde Costa Rica. Dicha carta falsificada fue más que suficiente para que el presidente del Congreso Nacional Roberto Micheletti, fuera designado presidente de facto por el poder legislativo. A pesar de esto, los diputados golpistas siguen jalando por los cabellos leyes, normas y artículos de la constitución para justificar una inhabilitación o destitución de Zelaya que les de segundos más de vida al gobierno de facto.
Todo está ahora en manos de las organizaciones internacionales y su capacidad de reacción; en un rotundo pronunciamiento de los Estados Unidos; en la ofensiva de los países progresistas de la región; pero sobre todo y más que todo en el pueblo.
De hecho, acaso Hegel podría equivocarse. Quizás ese pueblo hondureño revierta la fatídica historia como, el 13 de abril de 2002, lo hizo el venezolano.
De no ser así los relojes de la región se retrazarían de, al menos 30 años, cuando el “patio trasero” de los Estados Unidos era regado por gorilas golpistas con la sangre de nuestros pueblos.