Miguel Ángel Pérez Pirela
(Publicado en Diálogo Científico, Alemania, 2009)
1. Premisa: El Estado Moderno
En la visión clásica del Estado que nos ha dejado la modernidad el mismo se define por antonomasia como un Estado opresor/represor. Partiendo de una interpretación conservadora del desarrollo teórico del Estado moderno podemos decir que para Thomas Hobbes la figura del Estado está ligada a un intercambio de libertad (individual) por seguridad (colectiva). Los individuos sumergidos en una guerra de todos contra todos le piden al Leviatán garantías que limiten la libertad de cada uno en nombre de la seguridad de todos, y para ello se despojan de sus libertades individuales que transfieren al Estado. Esta tradición clásica es retomada de un cierto modo por Max Weber quien define sin más el Estado como el monopolizador de una violencia legal/legalizada.
En los dos casos parece existir entonces una “esclavitud voluntaria” por parte de aquellos que deciden dar el poder al Estado o, al menos, legalizar el uso de su violencia. Sin duda alguna este es el Estado que de facto ha llegado a través de la tradición moderna hasta nuestros días. Se trata de la visión de un Estado cuya ascendencia ha determinado radicalmente el quod propio, no sólo de los Estados Occidentales, sino también de los latinoamericanos.
A la luz de los eventos que han marcado la historia reciente de Estados como el venezolano –y que trataremos de elucidar en esta sede – surgen perplejidades en relación a la tradición antes descrita. Sobre todo tomando en consideración fenómenos a partir de los cuales ese Estado opresor/represor, cuyo instrumento en pro de la seguridad de los individuos es una violencia legal/legalizada, no da más seguridades a sus individuos, ni mucho menos respuestas fundada en un hipotético “bien común”.
Para ello hemos de tomar en consideración la relación que existe o ha existido hasta ahora en Venezuela entre el Estado clásico, sus órganos de seguridad, y el pueblo.
2. El Estado contemporáneo: paternalista-liberal
Existe en la actualidad un fraude teórico y semántico en relación a la definición y el sentido propio del “Estado”. Hoy día muchos siguen cayendo en la trampa - por lo demás facilista - de aquellos defensores de la derecha libertaria que proponen un “Estado débil” como promotor de una economía liberal y un individuo redimido de las amarras estatales[2]. De estas posturas se deduce de facto que el Estado fuerte sería una prerrogativa de la “izquierda”. Es así que encontraríamos un liberalismo que defendería un Estado débil y, por otra parte, un socialismo más proclive a sostener un Estado fuerte. Veamos de cerca dicha ambigüedad.
Por el contrario dicha bifurcación parece no existir en lo empírico. La realidad contemporánea en lo irrefutable de su aplicación nos muestra “un modelo de Estado en las democracias occidentales con características comunes. Dicho Estado en sus propuestas políticas aplica de más en más un mínimo de redistribución social y de intervención en el mercado, y un máximo de intervención policial y procesos jurídicos”[3]:
Esta corriente viene catalogada como «liberal» en cuanto estableciendo un mínimo de intervenciones en el plano de los cambios económicos da lugar al crecimiento del mercado privado y, por ende, al incremento del capital privado. Desde este punto de vista el Estado se presenta como un Estado débil. El problema está en que por otra parte se desarrollan políticas estatistas que presuponen una exagerada intervención estatal, y que se ven reflejadas en la acción contra la inseguridad, a través de políticas de mano dura policial y de leyes fuertemente punitivas que hacen del Estado un Estado fuerte. Los proyectos de privatización de la educación ofrecen, por ejemplo, ventajas a los intereses individuales, obligando al Estado a no encaminar políticas perfeccionistas miradas a «educar ideológicamente» a los individuos, lo que para el libertarismo significaría dejar intactas sus libertades. A través de estas medidas el Estado sería entonces de nuevo Estado débil. Pero por otra parte vienen invertidas grandes cantidades de dinero para preservar las «garantías» en relación a la «soberanía del Estado», a través de la compra o producción de armas de guerras y la puesta en práctica de duras políticas de inmigración, medidas a través de las cuales los individuos y el mercado son asegurados contra el peligro de una inestabilidad que venga del exterior. Podemos decir sin lugar a dudas que estas medidas hacen y presuponen entonces un Estado fuerte. Podríamos hablar entonces de un proceso contemporáneo a través del cual nos vamos acercando cada vez más a la creación de una definición de Estado que en sí misma posee dos términos aparentemente incompatibles: liberalismo paternalista[4].
¿Cuál es entonces el resultado hoy día de esta ambigüedad entorno a lo propio del Estado?
De todo ello surge eso que podríamos tildar como “liberalismo paternalista, es decir, la mezcla de un Estado débil y un Estado fuerte, liberal y conservador que se transfigura sólo para asegurar la libertad del mercado (liberalismo) y suprimir los efectos negativos en la esfera social (paternalismo) a través de duras políticas de control judicial y policial. En teoría, un Estado débil que libere el mercado y un Estado fuerte que luche contra los posibles peligros que vengan de las víctimas de dicho mercado”.
Tal fue precisamente el caso venezolano donde, según palabras del mismo Arturo Uslar Pietri, se mezcló durante los años setenta y ochenta un “capitalismo vergonzoso con un socialismo púdico”[5]. La discusión que hoy día surge en Venezuela en torno al Estado parte precisamente de la ambigua concepción de Estado apenas mencionada.
La pista que deberíamos seguir entonces para profundizar en la cuestión es precisamente aquella que da luces sobre los orígenes del Estado que ha heredado el pueblo venezolano.
3. Los orígenes del Estado Venezolano:
Crisis entre Estado – Fuerzas Armadas
No es casual que el traje típico de Venezuela – el Liquiliqui – no sea otra cosa que un indumento militar despojado de toda la parafernalia propia que caracteriza lo castrense: insignias, chapas, distintivos, medallas, etc. Y es que la historia sociopolítica de la Venezuela republicana puede ser interpretada, e incluso estructurada, a partir de un ir y venir de lo civil a lo militar y viceversa.
El ejército que trató de poner en pie Francisco de Miranda y que, más tarde Simón Bolívar concretizó como tal en el siglo XIX, estaba conformado por un pueblo heterogéneo sometido al yugo español que se descubrió presto a encarar la lucha por la liberación de la corona española.
Se trató entonces en este primer momento de una conversión súbita de lo civil a lo militar en aras de una redención sociopolítica frente a una opresión imperial tricentenaria. He aquí un primer precedente de transición de una estructura sociopolítica civil a otra militar con fines meramente políticos.
En otras palabras, en Venezuela desde su mismo nacimiento como república existe una marcada permeabilidad en la correlación que existe entre los ámbitos civiles y militares. Toda la guerra de independencia del la naciente república hizo entonces transformar paulatinamente civiles de variados orígenes socioeconómicos en improvisados soldados de un ejército de liberación.
Dicho ejército se estructuró con tiempos, métodos y modos guerreros que, a pesar de tener un carácter militar, estaba marcado por costumbres y hábitos civiles. Las tropas estaban definidas y correspondían a las características propias de las regiones desde donde se forjaban: tropas llaneras, costeñas orientales y occidentales, andinas y centrales, sureñas, entre otras.
Cada una de éstas se estructuran entonces como pueden y respetando lo propio de las regiones, con todo lo que ello conlleva: formas de vestir de las tropas, armas, medios de transporte, tácticas y estrategias, alimentación.
Es así como naturalmente comienzan a surgir liderazgos regionales que acompañan y – en ocasiones incluso – ponen en peligro la figura principal de unión de Simón Bolívar. Desde los territorios alzados contra la corona española surgen figuras como, por ejemplo, Urdaneta en el extremo occidente del país, o Páez y sus lanceros en los llanos. Protagonistas éstos germinados de extractos socioeconómicos completamente diversos entre sí y con un carácter ecléctico. Los nuevos liderazgos van desde blancos criollos hasta zambos, indígenas y afro-descendientes.
Pero más allá de los orígenes étnicos de los integrantes del nuevo ejército – más parecido a células guerrilleras que a otra cosa – es importante notar el origen más bien civil de sus integrantes: gran parte del ejército bolivariano que dio la liberación a Venezuela no tiene sus orígenes en ninguna academia especializada en las artes militares. No hubo formación técnica militar, ni mucho menos selección alguna, tampoco uniformes homogéneos territorialmente, ni particulares orígenes socioeconómicos, ni mucho menos culturales.
Se trataba pues de una pragmática traducción de lo civil a lo militar por parte de individuos que venían desde los más heterogéneos extractos, y que sólo estaban unidos entre sí por el afán de contrarresta un poder español, cuyas reales posibilidades se hacían ya insostenibles desde muchos puntos de vista.
En esto hay que insistir. Sin bien es cierto que el común denominador de estos nuevos militares era el de oponerse a los españoles, no es menos cierto que las causas individuales, colectivas y regionales por lo cual lo hacían eran totalmente disímiles entre sí.
¿Cómo homologar entonces o, al menos equiparar, las razones de fondo por las que esclavos afro-descendientes, blancos criollos, pescadores orientales o agricultores andinos, dejaban sus actividades civiles para inscribirse en una cruenta lucha militar que devastaría el país?
Lo cierto es que lo que se conoció como el primer ejército republicano venezolano poco o nada tenía en su esencia de “militar” en el estricto sentido de la palabra. He aquí la premisa necesaria para entender e interpretar las futuras estructuras sociopolíticas que habrían de caracterizar la historia venezolana. Aunque lo militar va a caracterizar y determinar lo político en la historia del país, lo va a hacer como tensión o crisis continua con(tra) lo civil. La historia sociopolítica venezolana fluctúa por ello entre los civil y lo militar, lo militar y lo civil.
De lo antes descrito resulta claro que el Estado venezolano posee sus orígenes en la institucionalización de los ejércitos bolivarianos de liberación y su conjugación a un sistema político emergente. El mismo se transfiguró en el nacimiento de la I República en el siglo XIX.
Es por ello que – así como el traje nacional (el Liquiliqui) – el Estado venezolano en sus orígenes no fue más que el resultado de un fenómeno que, de lo civil, pasó a lo militar (guerra de independencia) para, más tarde, re-transformarse en política civil (nacimiento del Estado), al despojar del traje militar (y de la realidad sociopolítica) sus insignias militares y convertir la guerra en política.
El Estado venezolano es entonces en la primera mitad del siglo XIX la representación de un mundo militar que, hay que aclararlo, está constituido por un pueblo en armas. No hubo elites predefinidas a la base de la creación, tanto de las Fuerzas Armadas como del Estado venezolano. De ahí la insoslayable tensión que existe históricamente en el triangulo Pueblo-Estado-Fuerzas Armadas.
4. El Estado venezolano contemporáneo:
Crisis entre Estado – Fuerzas Armadas – Economía
No se puede reflexionar sobre el Estado venezolano sin antes tomar en consideración algunos hechos importantes que fueron determinantes en su estructuración contemporánea, y sobre todo, en la imagen que conservan los venezolanos del mismo. Se podría decir que “el punto de ruptura con el modo de vida venezolano y con la ausencia de interés político tuvo lugar el 18 de febrero de 1983, una de las fechas más significativas de la historia del país. Durante la mañana del célebre Viernes negro los venezolanos se despertaron en un país con una economía mucho más frágil de la que pensaban”[6]. Hasta ese momento Venezuela vivía una aparente bonanza económica que mantuvo durante mucho tiempo el precio del bolívar a 4,30 con relación al dólar. A partir de esta fecha la moneda se devaluó considerablemente colocando al país de frente a un – hasta ahora inadvertido – fiasco económico.
Este hecho llevó a la luz entre otras cosas el fraude que había sido la nacionalización del petróleo, pero también la corrupción existente al interno del Estado venezolano entre 1974 y 1983. Además, durante este periodo de “gracia económica”, en razón de las entradas petroleras, se dio un endeudamiento desproporcionado del Estado.
Dicho Estado, a través de su histórica economía monoproductora de petróleo, favoreció la desproporcionada importación, el abandono de las tierras y el éxodo rural a las grandes ciudades, conformando eso que hoy vienen llamados los “barrios”. Nacieron entonces las zonas de extrema pobreza y con ella una delincuencia que no ha hecho más que fortalecerse con el pasar de los años[7].
Otro hecho determinante en lo que respecta la figura misma del Estado en el imaginario sociopolítico venezolano es el “Caracazo”. Dicha revuelta popular tuvo lugar en 1989. Las causas que lo determinaron tenían que ver con la aplicación de una receta de tendencia neoliberal, cuya punta de lanza fue precisamente el aumento de la gasolina. Se debe notar que “ni el gobierno, ni el parlamento, ni los partidos políticos, tomaron en cuenta el fenómeno en sus verdaderas magnitudes”. Hubo una especie de modus operandi por parte del establecimiento que consistió en hacer todo lo necesario por placar en el menor tiempo posible la revuelta popular.
En todo ello el Estado venezolano, a través del ejecutivo, tuvo un rol primordial, pues el entonces presidente de turno Carlos Andrés Pérez desplegó un desproporcionado poder represivo – militar y policial – que dejó miles de muertos. No cabe duda que, contrariamente a cuanto suele pensarse, la fractura no se dio sólo a nivel del gobierno de la época, sino más bien y sobre todo en el Estado y la percepción que los venezolanos tenían (y tendrían) del mismo.
Si bien es cierto que el gobierno de Carlos Andrés Pérez se vio mermado y herido de muerte, también el Estado terminó por ser considerado sin más como un Estado represor. Ese Estado que ya existía en el imaginario venezolano como corrupto e ineficiente (y opresor de movimientos alternativos foráneos a los partidos del puntofijismo), durante el Caracazo desplegó sin mediaciones su poder contra el pueblo.
Sobre este punto es necesario detenerse un instante para poner en relieve el rol que tuvieron sobre todo las Fuerzas Armadas en todo lo que fue la represión contra el Caracazo. Sin duda alguna dicha represión supera lo factual del evento mismo y nos proyecta a una dimensión simbólica. No se debe olvidar que la fundación simbólica del Estado venezolano, y de la nación misma, se yergue a partir de una gesta heroica de liberación contra el yugo español. Ello implica que, no sólo los símbolos patrios del venezolano, sino también la estructura estatal misma es tributaria de un legado militar.
Dicho legado traspasa sobremanera batallas, tácticas y estrategias, batallones, armas, y va a tocar lo más profundo de la estructuración simbólica del venezolano. En el imaginario colectivo del venezolano éste se siente llamado a perpetrar el legado de ese ejército liberador que traspasó las fronteras propias para emancipar eso que hoy día es Colombia, Panamá, Perú, Bolivia, Ecuador.
No es osado imaginar, a la luz de lo antes dicho, el impacto que pudo tener durante los días del Caracazo unas Fuerzas Armadas que acaso por primera vez en el periodo democrático atentan de forma generalizada, desproporcionada y desenmascarada contra una revuelta popular.
Pero ese transitar de eventos no se detiene ahí. Sólo tres años después, en 1992, otro hecho perpetúa la contestación sistemática que, desde varios frentes, se le hacía al Estado venezolano: el Comandante Hugo Chávez Frías junto con un grupo de militares de rango medio y bajo perpetran una intentona de golpe de Estado.
Es importante notar que con este hecho, más allá de atacar el gobierno de turno, se trata de mermar un sistema estatal desgastado, corrupto, ineficiente. De hecho, no es casual que siete años más tarde, cuando Hugo Chávez llega por vía democrática a la Presidencia, él mismo llama súbitamente a una Constituyente para reestructurar el alma misma del Estado venezolano.
El alzamiento militar en cuestión también tuvo un impacto clave en lo simbólico del venezolano. El mismo ponía en flagrante evidencia que existía al interno de las Fuerzas Armada una contestación, no solamente contra el gobierno que ejercía el poder, sino también contra el Estado definido por la IV República.
Si bien es cierto que el levantamiento de ese 4 de febrero de 1992 falló en cuanto a la toma del poder, el mismo funcionó como catalizador de las zozobras populares contra un Estado desprestigiado. De alguna manera ese levantamiento que, hay que decirlo, fue sobre todo militar, representó una especie de exorcismo contra aquella imagen de las Fuerzas Armadas arremetiendo contra los manifestantes del Caracazo[8].
A partir de las premisas antes enunciadas surge entonces una pregunta: ¿Puede estudiarse el proceso revolucionario venezolano pasando por alto la actual situación del Estado venezolano? De ser la respuesta negativa se debería comenzar por abordar una reflexión en torno al rol de las fuerzas Armadas venezolanas en dicho proceso?
5. Crisis del Estado venezolano: Misiones como “Estado bis”
Sin duda alguna una de las más logradas acciones del periodo del Presidente Chávez ha sido la creación de las llamadas “Misiones”. Sobre todo las dos más emblemáticas, es decir, la Misión Barrio Adentro que tiene que ver con el ámbito de la salud, y la Misión Robinson, a través de la cual la misma UNESCO decretó a Venezuela territorio libre de analfabetismo.
Sin entrar en los detalles de las Misiones es importante por lo menos realizar una breve reflexión sobre las mismas, sobre todo a partir de una comparación con el modelo del Estado clásico.
No cabe duda que el paradigma de las Misiones venezolanas debe su éxito precisamente a una destitución de facto del Estado, así como hasta entonces existía en Venezuela. Se necesitaba un mecanismo que funcionara como atajo a la aplicación de medidas de emergencia para resolver una situación (también ella de emergencia), en planos como el de la salud y la educación.
De hecho, la burocracia e ineficiencia del Estado venezolano hubiera hecho imposible la puesta en práctica de un método de educación que, en pocos años, placara el problema del analfabetismo o muertes por enfermedades curables en los barrios más desfavorecidos.
En el pasado métodos de alfabetización habían arrojado resultados precarios[9] y la situación de los hospitales se degradaba cada vez más. Fue así que se pensó, para una primera fase (en lugar de crear grandes hospitales o inyectar recursos a los ya existente), crear pequeños módulos alternativos en los barrios más deprimidos económicamente. De igual manera se hizo con la educación, la cual vivió un proceso de municipalización que la hizo llegar hasta los sitios más remotos del país.
Todo ello obviando de cierta manera las estructuras instituidas de los grandes Ministerios. El resultado fue precisamente la creación de Fundaciones las cuales representaban legalmente dichas Misiones. Podríamos hablar entonces sin más de la creación de un “Estado Bis” que iba a soslayar las históricas, y al parecer, irreversibles fallas del Estado venezolano. Los resultados fueron exitosos a tal punto que hoy día nos colocan de frente a una incómoda pregunta: ¿qué hacer entonces con el Estado existente a la luz de los resultados de este “Estado bis” auspiciado por un gobierno? ¿Puede el “Estado bis” constituirse como Estado propiamente dicho? Las respuestas a estas preguntas abren otra brecha en el debate relacionado al Estado venezolano.
A partir de lo antes mencionado surgen nuevamente cuestiones relacionadas con el rol que han jugado las Fuerzas Armadas sobre todo en relación a este “Estado bis”.
Hubo varios protagonistas exógenos a las competencias propias del clásico Estado venezolano con relación a las misiones. Por una parte está el apoyo logístico del Gobierno cubano en lo relacionado al envío de médicos para apoyar la “Misión Barrio Adentro”, o por ejemplo en la estructuración de la “Misión Robinson” a través de su método de enseñanza “Yo sí puedo”. Pero también existe otro protagonista en toda la conformación de eso que hemos llamado el Estado bis y son precisamente las Fuerzas Armadas.
El rol que han jugado las Fuerzas Armadas, por ejemplo, en lo relacionado a las Misiones ha sido por lo demás inédito. El Estado venezolano tradicionalmente reservó a las Fuerzas Armada un rol, por así decirlo, apolítico. Y ello no únicamente en cuanto a su clásica participación política. No solamente las Fuerzas Armadas no tenían ni voz ni voto en la vida política venezolana, sino que también se mantenían limitada a los cuarteles.
Históricamente, salvo en raras excepciones, las Fuerzas Armadas no intervenían en acciones sociales propiciadas por ningún gobierno. Las responsabilidades de la misma se encontraba limitada a acciones que tenían que ver, sobre todo, con la seguridad y defensa de la Nación. Con la instauración de la V República, a partir del Gobierno del Presidente Hugo Chávez, las tareas propias de las Fuerzas Armadas se han visto modificadas.
En todo lo concerniente, por ejemplo al caso de las Misiones, las Fuerzas Armadas han tenido un rol preponderante en campos como el logístico. El gobierno de Chávez ha utilizado las potencialidades humanas y materiales que ésta brinda para hacer efectivas Misiones como las antes mencionadas. Todo ello tuvo una repercusión directa también en el rol político de la institución castrense pues, a partir de la tarea social que le fue asignada, se dio una apertura a la expresión de puntos de vistas políticos, sociales o económicos por parte de sus integrantes.
Evidentemente ello tuvo un impacto directo y perceptible en la relación que poco a poco se ha venido instaurado entre el mundo civil y militar a partir del rol social que este último ha realizado. Dicho de otra forma, todo el fenómeno antes descrito podría ser analizado a la luz de una nueva dimensión de la relación Fuerza Armada-Pueblo.
Es precisamente en este sentido que surge la preocupación por analizar hasta qué punto la discusión sobre el Estado venezolano debe tomar en cuenta el camino recorrido hasta ahora por las Fuerzas Armadas venezolanas.
6. Perspectivas: Del Estado heredado al Poder Popular
En el artículo 141 de la actual Carta Magna venezolana se define al Estado como un ente que “se fundamenta en los principios de honestidad, participación, celeridad, eficacia, eficiencia, transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad en el ejercicio de la función pública”. De frente a una tal afirmación no queda más que preguntarnos: ¿es acaso éste el Estado con el cual convive día a día el pueblo?, o en fin de cuentas, ¿es ésta la imagen que los ciudadanos y ciudadanas poseen del Estado?
No existe ninguna duda sobre la respuesta negativa de la mayoría de los venezolanos a estas interrogantes. Pero tampoco existen dudas sobre el hecho que estamos llamados imperativamente a cambiar el Estado que tenemos. Claro está, no podemos realizar semejante empresa sin antes preguntarnos qué ese Estado que queremos cambiar, qué Estado queremos y, por último, si de verdad queremos algún Estado.
Para responder a todo ello regresemos al inicio de nuestra reflexión y situémonos en el siglo XVII con Thomas Hobbes y su definición del Estado moderno. Este autor imaginó un estado de naturaleza en el cual cada hombre es absolutamente soberano y libre. Según dicha ficción, en esta situación inicial cada uno podría hacer todo lo que quisiera. Evidentemente ello traería consigo una guerra de todos contra todos que llevaría sin más a la anarquía generalizada. Es precisamente contra esta situación que nace el Estado: cada uno transfiere su libertad y su soberanía individual a un tercero (Estado), a condición que este último le asegure una convivencia pacífica con el resto de los individuos.
El problema está en que dicho Estado auspiciado por los individuos – para crear reglas en pro del convivir y gestionar lo colectivo – se ha convertido paulatinamente en la realidad venezolana en un monstruo separado de ese pueblo que le transfirió la potestad de ejercer el poder. Es precisamente éste el origen del tan criticado Estado buro-crático y tecnó-crata. Es decir un Estado que da el poder (del griego, cratos), por una parte a la burocracia, al bureau (del francés, escritorio), y por otra, a aquellos que poseen el conocimiento o tecno. En otras palabras, nos encontramos de frente a un Estado que acapara el poder en un conjunto de políticos y técnicos agrupados en un cuerpo profesional.
¿Qué hacer entonces para cambiar dicho Estado moderno teorizado hace casi medio milenio? Esta interrogante toma una dimensión todavía más compleja si se conjuga a un proceso revolucionario como el que se quiere hoy día en Venezuela, cuyo protagonista sería el pueblo y la instauración de un Poder Popular.
Para acabar con el Estado antes descrito uno de los métodos más plausibles es el de la implosión. Hay que derribar el Estado desde sus entrañas, y qué mejor manera de hacerlo que cambiando sus reglas de juego. Es en este punto donde toma sentido la idea de un Poder Popular: ya no será entonces el pueblo quien transferirá su poder al Estado, sino que el pueblo mismo gestionará parte del poder a través de “formas de autogobierno”. He aquí el epicentro de la cuestión.
Pero de nada sirve decretar constitucionalmente el poder en manos del pueblo si, al mismo tiempo, dicho poder no lo ejerce cotidianamente un pueblo organizado.
A la luz de lo antes dicho, la propuesta de un Poder Popular es entonces una puerta abierta o condición mínima para hacerle más fácil el camino al pueblo en su lucha por la reapropiación del poder. ¡Pero atención! De ninguna manera el decretar el Poder Popular puede considerarse como el punto de llegada del colosal e histórico maratón popular por su soberanía. No se debe olvidar que muchas veces el poder decretado en manos de todos se convirtió en el poder en manos de ninguno, es decir, de algunos.
Es por ello que se hace necesario definir el rol del pueblo en el proceso venezolano. Pero al mismo tiempo la relación existente entre la noción de Estado y aquella de pueblo que, es por lo demás ambigua y, en cuanto tal, se ha prestado a confusiones semánticas de todo tipo.
Partiendo de la definición anteriormente planteada del Estado como Estado opresor/represor, surge una evidente tensión entre éste y el pueblo sobre el cual se ejerce o debería ejercerse el control estatal. En este sentido, no es fácil colocar los límites de un Estado que se impone por esencia propia a los ciudadanos. Por ejemplo: ¿Hasta dónde dicho Estado debería aplicar su poder coercitivo a través de sus Fuerzas Armadas? ¿Un Estado con estas características no implica el rol más bien pasivo del pueblo? Y en último término, ¿cuál es la verdadera naturaleza de la tensión existente entre ese Estado clásico y el pueblo?
Para responder a estas perplejidades es necesario antes que todo comenzar por plantear tres definiciones básicas de la noción de pueblo. Ello nos permitirá no sólo superar las ambigüedades semánticas de estos dos términos, sino también superarlas a partir de una definición alternativa, tanto de Estado como de Pueblo.
En un primer momento podemos plantear la definición de “pueblo” bajo una acepción ligada a la identidad. En este caso pensaríamos por ejemplo al pueblo francés, el pueblo venezolano o el pueblo chino. Pueblo sería un común denominador que hace “idénticos” a los habitantes de un territorio determinado. Es claro el rol que posee el Estado en esta denominación, pues evidentemente el mismo impone la noción de límites o fronteras que determinarán el más allá o más acá de esa identidad que hará de un conjunto de habitantes un pueblo. Sin entrar en los detalles históricos de la conformación de los pueblos hoy día existentes, ni en los Estados con varios pueblos o identidades, podemos decir de forma sumaria que existe una evidente correlación entre esta definición de pueblo y la del Estado.
Pero el pueblo también es utilizado comúnmente como clase social. El pueblo sería desde esta perspectiva la clase más baja de la pirámide económica: pueblo como oposición a la burguesía. Por último, utilizamos la palabra pueblo en tanto que pequeña conglomeración o asentamiento humano. Pueblo bajo esta definición sería lo opuesto a la ciudad: nos referimos al pueblo andino de La Puerta o al pueblo falconiano de Menemauroa.
De hecho, al definir estas tres utilizaciones diversas de la palabra pueblo, nos damos cuenta que en sí mismas se oponen a otras entidades sociales existentes: el pueblo venezolano no es el pueblo francés; el pueblo como clase no es la burguesía; el pueblo de Menemauroa no es la ciudad de Coro.
A la luz de lo antes dicho debemos recordar que en la actualidad se plantea en Venezuela la instauración de un nuevo Estado a partir de la idea de la creación de un “Poder Popular”. La pregunta surge entonces espontáneamente: ¿de qué pueblo hablamos cuando nos referimos al Poder Popular?, o en otras palabras, ¿a cuáles de estos pueblos se le está dando el poder a través del Poder Popular?
La respuesta es de una complejidad irónica. Cuando se le da el Poder (Popular) al pueblo, antes que todo se le está quitando el poder a quien poder tiene. Sería ingenuo pensar que al dar el poder al pueblo no se está substrayendo el poder a quien para ese momento lo tiene. Ahí está el asunto.
A la luz de lo antes dicho surge una primera y fundamental definición de ese pueblo a quien se le está dando el poder: el pueblo que tendrá el poder en el futuro es, nada más y nada menos, que ese ente socio-político que nunca lo tuvo.
De hecho, la primera definición de pueblo – la que funda todas las otras – parte de la idea de pueblo como anti-poder. En este sentido, si hay algo que se opone al pueblo es justamente el poder encarnado en el Estado. La génesis misma del Estado moderno surge como anti-pueblo. Hobbes planteaba en su “Leviatán” que si no hay Estado, no hay pueblo; que el pueblo se estructura y organiza a partir de la oposición a un Estado cuya principal vocación es someterlo legalmente.
Se plantea entonces aquí el pueblo político como una figura de resistencia frente al poder instituido, sea éste Estado Central, Gobernación, Alcaldía, Banca, Religión, Medios de comunicación, Partido, Imperio, etc. Claro está, todo se complica aún más si se toman las Fuerzas Armadas como poder instituido. ¿O acaso se deberían abordar éstas desde la perspectiva de un Poder Popular?
Si el pueblo se define en tanto que resistencia, se plantea un desafío aún mayor para ese voluntad que quiere transferirle el poder al pueblo, a través de la figura del Poder Popular. Dicho reto consiste en tener la valentía política de anularse a sí mismo como único e indiscutible poder constituido, para dárselo al poder originario, al poder constituyente, al poder de resistencia, al no-Estado, al no-Gobierno, al no-Partido.
La responsabilidad histórica de los cambios que se nos presentan está por ello en preguntarnos: ¿Quién posee el poder?: ¿quien lo transfiere o a quien se le transfiere? Detrás de esta transferencia del poder de un Estado o un Gobierno al pueblo hay una gran paradoja, pues quien transfiere el poder a otro lo hace porque, en realidad, lo tiene. El desafío estaría entonces en preguntar, a aquel o aquellos que transfieren el poder al pueblo, si estarían eventualmente dispuestos a dejarlo.
[1] Aclaratoria semántica: la palabra “crisis” nos viene del griego y significa - entre otras cosas - ruptura, quiebre. Mas dicha ruptura no implica la discontinuidad. Todo lo contrario. El quiebre crítico propio de la crisis presupone un antes y un después caracterizado por la continuidad. La crisis en este sentido no se plantea como destrucción del proceso, es decir, como crisis destructiva, sino todo lo contrario: la crisis es un quiebre en el proceso que le da impulso al mismo. Hay por ello que recordar la triade: Tesis-Antítesis-Síntesis. Los procesos críticos serían ese momento antitético que nos conduce hacia una síntesis: entre la tesis y la síntesis se encuentra la antítesis, es decir, la crisis.
[2] Confrontar por ejemplo posturas como las de Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1991.
[3] Miguel Ángel Pérez Pirela, Perfil de la Discusión Filosófica Política Contemporánea, Gregorian University Press, Roma, 2005, p. 168.
[4] Ibid., p. 168-169.
[5] Arturo Uslar Pietri, De una Venezuela a la otra, Caracas, Monte Ávila Editores, 1992, p. II.
[6] Miguel Angel Pérez Pirela, « Brève histoire de l’ "impasse" vénézuelienne. Les enjeux symboliques », Cités, 28, 2006, (PUF) Press Universitaire de France, p. 172. Traducción nuestra.
[7] Cfr. Ibid., p. 172-173. Traducción nuestra.
[8] En los últimos años se han dado fenómenos como los de la Plaza Altamira en donde elites de las Fuerzas Armadas se pronunciaron en desobediencia contra el Presidente Chávez. También se puede traer a colación el golpe de Estado del 11 de abril de 2002. Entonces el comunicado que le pedía la renuncia al Presidente también fue perpetrado por cuadros de las Fuerzas Armadas. Detalles estos que deben ser tomados en consideración para un oportuno análisis en torno al Estado y sus Fuerzas Armadas.
[9] Cfr. Por ejemplo el método ACUDE.
martes, 1 de enero de 2008
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