Miguel Ángel Pérez Pirela
La responsabilidad monumental de reformar la Carta Magna debe ser amparada y fundamentada, no solamente en sólidas bases teóricas, sino también históricas. Ello se hace todavía más imperativo si dicho proyecto de reforma se inscribe en un proceso revolucionario.
A partir de lo antes dicho, y revisando el mapa revolucionario de Nuestra América, surge imponente y necesaria, la imagen del Presidente Salvador Allende.
En su gobierno de la Unidad Popular (1970−1973), fue justamente la estructura del Estado lo que se propuso cambiar. ¿No es acaso esto lo que debe plantearse toda revolución? Evidentemente, no puede modificarse ningún Estado, sin antes cambiar sus reglas de juego. Salvador Allende expresó ello delante del mismísimo Congreso de Chile: “Se nos plantea el desafío de ponerlo todo en tela de juicio. Tenemos la urgencia de preguntar a cada ley, a cada institución existente y hasta a cada persona, si está sirviendo o no a nuestro desarrollo integral y autónomo. Estoy seguro de que pocas veces en la historia se presentó al Parlamento de cualquier Nación un reto de esta “magnitud”[1].
En esta frase expresada por el “Compañero Presidente˝ el 21 de mayo de 1971, encontramos una de las más felices definiciones de revolución planteadas. Según esta afirmación, la revolución no es otra cosa que una transmutación de todo lo existente. De no ser así, nos encontraríamos de frente a simples reformas sociales, propias de cualquier socialdemocracia occidental.
De hecho, Allende defendió hasta la muerte una reconfiguración del Estado. Dicho Estado debía ser profundamente transformado con la entrada del pueblo, como protagonista indiscutible de su estructura.
En este sentido, el Presidente Allende expresó el mismísimo día de su toma del poder, el 5 de noviembre de 1970: “Yo sé que esta palabra Estado infunde cierta aprensión. Se ha abusado mucho de ella y en muchos casos se la usa para desprestigiar un sistema social justo. No le tengan miedo a la palabra Estado, porque dentro del Estado, en el Gobierno Popular, están ustedes, estamos todos. Juntos debemos perfeccionarlo para hacerlo eficiente, moderno, revolucionario”[2].
La transformación del Estado, como premisa de la revolución, se habría de realizar entonces a través de la instauración del “Poder Popular” como forma acabada del poder en la revolución.
El problema radica en que muchas veces no se tiene claro qué es, en realidad, este Poder Popular que tanto se defiende en tiempos revolucionarios. Si no se aclara su significado verdadero, se corre el riesgo de desvirtuarlo y hacer de éste un mero lema político. Fue por este motivo que Salvador Allende, durante ese primer discurso en cuanto Presidente, no dudó en preguntarle a la multitud jubilosa presente en el Estadio Nacional de Santiago de Chile: “¿Qué es el Poder Popular?”[3].
La respuesta dada por Allende no puede ser más acorde para la Venezuela de hoy día: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo. Acabaremos con los monopolios, que entregan a unas pocas docenas de familias el control de la economía. Acabaremos con un sistema fiscal puesto al servicio del lucro que siempre ha gravado más a los pobres que a los ricos. Que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento. Vamos a nacionalizar el crédito para ponerlo al servicio de la prosperidad nacional y popular. Acabaremos con los latifundios, que siguen condenando a miles de campesinos a la sumisión, a la miseria, impidiendo que el país obtenga de sus tierras todos los alimentos que necesitamos. Una auténtica reforma agraria hará esto posible. Terminaremos con el proceso de desnacionalización cada vez mayor, de nuestras industrias y fuentes de trabajo, que nos somete a la explotación foránea. Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales. Vamos a devolver a nuestro pueblo las grande minas de cobre, de carbón, de hierro, de salitre”[4].
Esta detallada definición del Poder Popular, coincidía con el Programa de su Gobierno, la Unidad Popular. Programa que fue aplicado casi en su totalidad en menos de tres años de gobierno.
Si observamos con atención la propuesta de reforma a la Constitución venezolana, nos podemos percatar que en la misma se encuentran cristalizadas iniciativas similares a las que Allende proponía como necesarias para alcanzar el Poder Popular.
He aquí algunos ejemplos: “Acabaremos con los monopolios” (art. 113); “Acabaremos con un sistema fiscal […] que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento” (art. 318); “Acabaremos con los latifundios” (art. 307); “Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales” (art. 302).
Claro está, a la luz de la experiencia chilena, surgen algunas preguntas: ¿Cuándo se tocarán en Venezuela los intereses de “los banqueros y su apetito de enriquecimiento”? ¿En qué ha quedado la Reforma Agraria en nuestro país?...
Lo cierto es que hoy se le coloca al pueblo venezolano, como entonces al gobierno de Allende, la posibilidad de “ponerlo todo en tela de juicio”. Pero hay algo que debemos entender del proceso chileno: no se puede hacer revolución sin transformar el Estado; no se puede transformar el Estado sin instaurar el Poder Popular; y no hay Poder Popular sin, como lo dice el artículo 136, “grupos humanos organizados como base de la población”.
Si bien es cierto que, según este artículo 136, “el pueblo es el depositario de la soberanía”, no es menos cierto que si dicho pueblo no “ejerce el poder directamente a través del poder popular”, el texto constitucional será sólo letra muerta.
Es en este sentido que debe entenderse el Poder Popular aplicado en Chile, y propuesto hoy día en Venezuela. Este poder es, nada más y nada menos, que una puerta abierta para que el pueblo pueda tomar el poder que le corresponde.
Ahora, si el pueblo no se organiza cotidianamente en “formas de autogobierno” (art. 16), sería como si, al fin y al cabo, no quisiera entrar por la puerta histórica de su destino.
[1] Salvador Allende, Se abrirán las grandes alamedas, Txalaparta, Tafalla, 2006, p. 106.
[2] Ibid., p. 72.
[3] Ibid., p. 71.
[4] Ibid.
La responsabilidad monumental de reformar la Carta Magna debe ser amparada y fundamentada, no solamente en sólidas bases teóricas, sino también históricas. Ello se hace todavía más imperativo si dicho proyecto de reforma se inscribe en un proceso revolucionario.
A partir de lo antes dicho, y revisando el mapa revolucionario de Nuestra América, surge imponente y necesaria, la imagen del Presidente Salvador Allende.
En su gobierno de la Unidad Popular (1970−1973), fue justamente la estructura del Estado lo que se propuso cambiar. ¿No es acaso esto lo que debe plantearse toda revolución? Evidentemente, no puede modificarse ningún Estado, sin antes cambiar sus reglas de juego. Salvador Allende expresó ello delante del mismísimo Congreso de Chile: “Se nos plantea el desafío de ponerlo todo en tela de juicio. Tenemos la urgencia de preguntar a cada ley, a cada institución existente y hasta a cada persona, si está sirviendo o no a nuestro desarrollo integral y autónomo. Estoy seguro de que pocas veces en la historia se presentó al Parlamento de cualquier Nación un reto de esta “magnitud”[1].
En esta frase expresada por el “Compañero Presidente˝ el 21 de mayo de 1971, encontramos una de las más felices definiciones de revolución planteadas. Según esta afirmación, la revolución no es otra cosa que una transmutación de todo lo existente. De no ser así, nos encontraríamos de frente a simples reformas sociales, propias de cualquier socialdemocracia occidental.
De hecho, Allende defendió hasta la muerte una reconfiguración del Estado. Dicho Estado debía ser profundamente transformado con la entrada del pueblo, como protagonista indiscutible de su estructura.
En este sentido, el Presidente Allende expresó el mismísimo día de su toma del poder, el 5 de noviembre de 1970: “Yo sé que esta palabra Estado infunde cierta aprensión. Se ha abusado mucho de ella y en muchos casos se la usa para desprestigiar un sistema social justo. No le tengan miedo a la palabra Estado, porque dentro del Estado, en el Gobierno Popular, están ustedes, estamos todos. Juntos debemos perfeccionarlo para hacerlo eficiente, moderno, revolucionario”[2].
La transformación del Estado, como premisa de la revolución, se habría de realizar entonces a través de la instauración del “Poder Popular” como forma acabada del poder en la revolución.
El problema radica en que muchas veces no se tiene claro qué es, en realidad, este Poder Popular que tanto se defiende en tiempos revolucionarios. Si no se aclara su significado verdadero, se corre el riesgo de desvirtuarlo y hacer de éste un mero lema político. Fue por este motivo que Salvador Allende, durante ese primer discurso en cuanto Presidente, no dudó en preguntarle a la multitud jubilosa presente en el Estadio Nacional de Santiago de Chile: “¿Qué es el Poder Popular?”[3].
La respuesta dada por Allende no puede ser más acorde para la Venezuela de hoy día: “Poder popular significa que acabaremos con los pilares donde se afianzan las minorías que, desde siempre, condenaron a nuestro país al subdesarrollo. Acabaremos con los monopolios, que entregan a unas pocas docenas de familias el control de la economía. Acabaremos con un sistema fiscal puesto al servicio del lucro que siempre ha gravado más a los pobres que a los ricos. Que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento. Vamos a nacionalizar el crédito para ponerlo al servicio de la prosperidad nacional y popular. Acabaremos con los latifundios, que siguen condenando a miles de campesinos a la sumisión, a la miseria, impidiendo que el país obtenga de sus tierras todos los alimentos que necesitamos. Una auténtica reforma agraria hará esto posible. Terminaremos con el proceso de desnacionalización cada vez mayor, de nuestras industrias y fuentes de trabajo, que nos somete a la explotación foránea. Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales. Vamos a devolver a nuestro pueblo las grande minas de cobre, de carbón, de hierro, de salitre”[4].
Esta detallada definición del Poder Popular, coincidía con el Programa de su Gobierno, la Unidad Popular. Programa que fue aplicado casi en su totalidad en menos de tres años de gobierno.
Si observamos con atención la propuesta de reforma a la Constitución venezolana, nos podemos percatar que en la misma se encuentran cristalizadas iniciativas similares a las que Allende proponía como necesarias para alcanzar el Poder Popular.
He aquí algunos ejemplos: “Acabaremos con los monopolios” (art. 113); “Acabaremos con un sistema fiscal […] que ha concentrado el ahorro nacional en manos de los banqueros y su apetito de enriquecimiento” (art. 318); “Acabaremos con los latifundios” (art. 307); “Recuperaremos para Chile sus riquezas fundamentales” (art. 302).
Claro está, a la luz de la experiencia chilena, surgen algunas preguntas: ¿Cuándo se tocarán en Venezuela los intereses de “los banqueros y su apetito de enriquecimiento”? ¿En qué ha quedado la Reforma Agraria en nuestro país?...
Lo cierto es que hoy se le coloca al pueblo venezolano, como entonces al gobierno de Allende, la posibilidad de “ponerlo todo en tela de juicio”. Pero hay algo que debemos entender del proceso chileno: no se puede hacer revolución sin transformar el Estado; no se puede transformar el Estado sin instaurar el Poder Popular; y no hay Poder Popular sin, como lo dice el artículo 136, “grupos humanos organizados como base de la población”.
Si bien es cierto que, según este artículo 136, “el pueblo es el depositario de la soberanía”, no es menos cierto que si dicho pueblo no “ejerce el poder directamente a través del poder popular”, el texto constitucional será sólo letra muerta.
Es en este sentido que debe entenderse el Poder Popular aplicado en Chile, y propuesto hoy día en Venezuela. Este poder es, nada más y nada menos, que una puerta abierta para que el pueblo pueda tomar el poder que le corresponde.
Ahora, si el pueblo no se organiza cotidianamente en “formas de autogobierno” (art. 16), sería como si, al fin y al cabo, no quisiera entrar por la puerta histórica de su destino.
[1] Salvador Allende, Se abrirán las grandes alamedas, Txalaparta, Tafalla, 2006, p. 106.
[2] Ibid., p. 72.
[3] Ibid., p. 71.
[4] Ibid.
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