Miguel Ángel Pérez Pirela
Como expresaba Tomás de Aquino en su Suma Teológica, hay quien hace el mal creyendo hacer el bien. Algo muy parecido sucede con los defensores “románticos” de la naturaleza.
Toda postura que pretenda defender la naturaleza a través de meros discursos sentimentales está destinada al fracaso por no tomar en cuenta las causas culturales de la degradación que sufre hoy día el planeta. De hecho, ¿Qué tipo de mentalidad se encuentra al origen de un tal desastre ambiental? Para responder a esta pregunta es necesario re-visitar la historia de la “mentalidad moderna”.
La modernidad parte de un llamado cartesiano a idolatrar, venerar y aupar la “razón” del individuo. Razón que, según esta posición, es capaz de contrarrestar las vicisitudes propias de la naturaleza.
Es así que se instaura una visión dogmática de la razón humana que promete llevarnos, en un futuro no muy lejano, al control de la naturaleza. Fin éste que pre-supone una lucha del ser humano contra los determinismos naturales. La razón, según esta visión, habría entonces de salvarnos del fatal determinismo natural que nos hace víctimas de las enfermedades, el envejecimiento, los desastres naturales e, incluso, la muerte.
De esta “creencia” surge entonces el icono de este tipo de racionalidad encarnado en la “ideología de la ciencia moderna”. Dicha ideología científica se presenta como el instrumento por excelencia de la batalla del ser humano contra la naturaleza. Es así cómo el método y las limitaciones epistemológicas propias de la conservadora ciencia moderna terminan de solidificar la antitesis, ya creada, entre el ser humano y la naturaleza.
La ciencia no tarda en convertirse en una cuasi-religión que pregona la libertad, el progreso y la esperanza. A partir de ésta el individuo moderno se erige como una potencia racional cuyo paradigma es esa figura sacerdotal encarnada en el “científico”.
El paso fue dado. De ahora en adelante todo aquello que vaya contra la “voluntad de potencia” de la racionalidad científica sería tildado como contrario a la esperanza moderna de un progreso y libertad absoluta. Dicho individuo científico-racional-moderno se presenta de este modo como una “racionalidad pura” al estilo kantiano o, en otras palabras, como un “sujeto absoluto”. Es precisamente en este instante cuando la definición de sujeto (humano) se opone irremediablemente a un objeto que, en este caso, es nada más y nada menos que la naturaleza toda.
Al objetivar la naturaleza se cae sin más en el trágico error moderno que hace de ésta un mero instrumento. Se crea así la bien conocida jerarquía que coloca al hombre en el ápice de la naturaleza. Pero el proceso “modernizante” no se detiene allí. La razón moderna no tarda en extraer al ser humano de la jerarquía misma para hacer de éste algo separado de la naturaleza.
Es en este contexto que nace la crítica de Edgar Morin contra la “visión insular” del hombre. Visión ésta que hace del ser humano un ser extra-terrestre o meta-físico. Según esta postura el hombre sería una especie de ser sobre-natural que tendría poco o nada que ver con el sistema, el ritmo y las leyes propias de la naturaleza.
Aquí encontramos entonces el origen de la tan celebrada “auto-nomía” del individuo moderno que sostiene que el hombre sólo respeta las leyes de sí mismo (auto/lo que sale de sí – nomos/ley).
A partir de esta lógica surge como último eslabón de la cadena moderna una visión “conquistadora” del individuo moderno que, antes de conquistar a otros hombres, está llamado a conquistar la naturaleza. La grandeza moderna del hombre partiría por ello de su capacidad de modificar la naturaleza entendida como mero objeto o instrumento. De hecho, según esta lógica, los países más “desarrollados” serían aquellos que controlan y modifican mejor la naturaleza.
Ahora, si bien es cierto, que hoy día existe una crítica generalizada contra los conquistadores (de hombres) del siglo XVIII y XIX, también lo es que en la actualidad se continúa celebrando a los conquistadores de la naturaleza. Conquistadores que no han terminado de entender el principio de la eco-logía, es decir, que el hogar (oikos) propio del hombre no se encuentra fuera de la naturaleza sino en su seno.
Investigador del Instituto de Estudios Avanzados
Como expresaba Tomás de Aquino en su Suma Teológica, hay quien hace el mal creyendo hacer el bien. Algo muy parecido sucede con los defensores “románticos” de la naturaleza.
Toda postura que pretenda defender la naturaleza a través de meros discursos sentimentales está destinada al fracaso por no tomar en cuenta las causas culturales de la degradación que sufre hoy día el planeta. De hecho, ¿Qué tipo de mentalidad se encuentra al origen de un tal desastre ambiental? Para responder a esta pregunta es necesario re-visitar la historia de la “mentalidad moderna”.
La modernidad parte de un llamado cartesiano a idolatrar, venerar y aupar la “razón” del individuo. Razón que, según esta posición, es capaz de contrarrestar las vicisitudes propias de la naturaleza.
Es así que se instaura una visión dogmática de la razón humana que promete llevarnos, en un futuro no muy lejano, al control de la naturaleza. Fin éste que pre-supone una lucha del ser humano contra los determinismos naturales. La razón, según esta visión, habría entonces de salvarnos del fatal determinismo natural que nos hace víctimas de las enfermedades, el envejecimiento, los desastres naturales e, incluso, la muerte.
De esta “creencia” surge entonces el icono de este tipo de racionalidad encarnado en la “ideología de la ciencia moderna”. Dicha ideología científica se presenta como el instrumento por excelencia de la batalla del ser humano contra la naturaleza. Es así cómo el método y las limitaciones epistemológicas propias de la conservadora ciencia moderna terminan de solidificar la antitesis, ya creada, entre el ser humano y la naturaleza.
La ciencia no tarda en convertirse en una cuasi-religión que pregona la libertad, el progreso y la esperanza. A partir de ésta el individuo moderno se erige como una potencia racional cuyo paradigma es esa figura sacerdotal encarnada en el “científico”.
El paso fue dado. De ahora en adelante todo aquello que vaya contra la “voluntad de potencia” de la racionalidad científica sería tildado como contrario a la esperanza moderna de un progreso y libertad absoluta. Dicho individuo científico-racional-moderno se presenta de este modo como una “racionalidad pura” al estilo kantiano o, en otras palabras, como un “sujeto absoluto”. Es precisamente en este instante cuando la definición de sujeto (humano) se opone irremediablemente a un objeto que, en este caso, es nada más y nada menos que la naturaleza toda.
Al objetivar la naturaleza se cae sin más en el trágico error moderno que hace de ésta un mero instrumento. Se crea así la bien conocida jerarquía que coloca al hombre en el ápice de la naturaleza. Pero el proceso “modernizante” no se detiene allí. La razón moderna no tarda en extraer al ser humano de la jerarquía misma para hacer de éste algo separado de la naturaleza.
Es en este contexto que nace la crítica de Edgar Morin contra la “visión insular” del hombre. Visión ésta que hace del ser humano un ser extra-terrestre o meta-físico. Según esta postura el hombre sería una especie de ser sobre-natural que tendría poco o nada que ver con el sistema, el ritmo y las leyes propias de la naturaleza.
Aquí encontramos entonces el origen de la tan celebrada “auto-nomía” del individuo moderno que sostiene que el hombre sólo respeta las leyes de sí mismo (auto/lo que sale de sí – nomos/ley).
A partir de esta lógica surge como último eslabón de la cadena moderna una visión “conquistadora” del individuo moderno que, antes de conquistar a otros hombres, está llamado a conquistar la naturaleza. La grandeza moderna del hombre partiría por ello de su capacidad de modificar la naturaleza entendida como mero objeto o instrumento. De hecho, según esta lógica, los países más “desarrollados” serían aquellos que controlan y modifican mejor la naturaleza.
Ahora, si bien es cierto, que hoy día existe una crítica generalizada contra los conquistadores (de hombres) del siglo XVIII y XIX, también lo es que en la actualidad se continúa celebrando a los conquistadores de la naturaleza. Conquistadores que no han terminado de entender el principio de la eco-logía, es decir, que el hogar (oikos) propio del hombre no se encuentra fuera de la naturaleza sino en su seno.
Investigador del Instituto de Estudios Avanzados
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