(Traducción italiana Tiziana Borghini /
Traduzione italiana Tiziana Borghini)
Miguel Angel Pérez Pirela
En el planeta del séptimo cielo, capital andrónica sesenta y cuatro, incrustado entre el precipicio rojo de la galaxia ártica y los ríos pedregosos del quinto piso de la Antártida sur, se encuentra aquella montaña. Está habitada desde hace siglos por animales perfectos que nunca sufrieron el degradante destino del viejo Darwin.
Esos animales fueron y serán siempre eso que son, un poco como dios. De hecho, fue él mismo, en un ataque de bondad, quien los puso ahí, a imagen y semejanza de uno de los poemas que más le gustaron en su niñez divina, en el año jdhiu – wji.
En ese lugar que se encuentra perdido en el más encontrado de los lugares, los sueños de los siete años, las gallinas son gallinas, los gatos son gatos, las iguanas son iguanas, los conejos son conejos. Todo está destinado a ser como es y nada, absolutamente nada, ha cambiado nunca ese capricho divino.
Ahí nacieron tantas historias de amor, amistad, atracción intelectual, entre otros muchos sentimientos que serían imposible describir en estas líneas. Mis siete años fueron ricos de anécdotas inexistentes que se me resucitaban cuando cerraba los ojos. De todas esas fantásticas artimañas de mi niñez todavía recuerdo una. La recuerdo casi todos los días antes de mi metro cotidiano para ir al trabajo. Fue una historia de amor más bien rara.
Eran una gallina y un conejo. Los dos habían aparecido en ese lugar a comienzos del siglo cuarto después de Cristo. Eran más o menos de la misma edad y con los mismos intereses por los libros de Platón. Los dos pensaban ser los únicos verdaderos depositarios de las verdades del Mito de la caverna de ese autor.
El amor entre ellos nació un día en el que los dos, cada uno por su parte, reflexionaban sobre el modo en el cual le dirían al mundo que eso que veían era sólo sombras, que todos vivíamos en una caverna y que el mundo, el verdadero mundo, se encontraba fuera de ahí, que sólo a través de la guía de ellos, los animales de esa montaña verían la realidad y no las sombras mentirosas a la cual todos estaban acostumbrados.
En ello pensaban cuando se encontraron justo debajo de un árbol frondoso, excelso, creador de una sombra filosófica que inspiró a cada uno de ellos a decirle al otro las verdades conclusivas de cada uno.
Pocos instantes pasaron y ya los dos se habían dicho las mismas verdades a las cuales habían llegado individualmente y de forma separada. Se miraron a los ojos como nunca habían mirado a nadie, visto que los intelectuales prefieren mirar a los libros y no a las personas, y descubrieron la cosquillita del amor revolcándose en sus almas. Cayeron al mismo tiempo muertos de la risa entre los brazos naturales que las gruesas raíces de ese árbol les ofrecía.
Fue un período mágico en la vida de la gallina y del conejo. Se veían todos los días en ese lugar de reflexión y pasión.
Sus diferencias físicas nunca fueron un problema visto que los unía el mágico lazo de la reflexión, es decir, del espíritu. Entre lecturas y puntiagudos besos que la gallina picoteaba en la boca enana de aquel conejo se pasaban los días sin preocupaciones, ni disculpas. Los dos aprendieron a acariciarse finamente, casi rozándose. La suavidad de los pelos blancos del conejo para la gallina era fuente de deseo e intimidad. En días fríos, el calor que le brindaban al conejo las alas abiertas de la gallina cubriéndolo, y el viento suave que en días calurosos le regalaba con los movimientos de sus plumas, no eran comparables con ninguna de las sensaciones que antes le habían brindado las conejitas del lugar.
Se sentían completos, por eso nació el amor.
Nació y nadie se dio cuenta, al inicio ni siquiera ellos mismos. Nació y como siempre lo hace el amor, descompuso todo, partió, rompió, botó esa máquina aburrida del cotidiano y derramó las sales y los bálsamos, los perfumes y cipreses, todo en un sólo territorio: el de sus almas, para crear el aroma de lo desconocido y lo diferente.
De ese aroma se embriagaron por años y días e instantes de todo, hasta que la diferencia de la naturaleza prepotente, ya cansada del olvido al cual la había obligado la utopía, se reveló.
La naturaleza comenzó con su trabajo de separación a través de la sociedad.
Todos los miembros de esa sociedad mágica se dieron cuenta de tan impía relación entre naturalezas diferentes y entonces llegaron los castigos sociales.
Un proceso público dio inició en la plaza de la Soledad en la cual fueron castigados a caminar durante setecientos treinta años sin pensar, ni leer nada.
Más tarde los sacerdotes jefes, representando cada especie animal, se reunieron, pidiéndose disculpas entre ellos por tal agravio a las leyes naturales y concluyeron que había que excomulgar al conejo, visto que la gallina no tenía derecho a recibir el sagrado maní de oro de cada miércoles al mediodía.
Por último la sociedad de magnates y poseedores del saber filosófico, en sesión plena, decidieron que todas las cosas que salieran de la boca de aquellas dos criaturas por más verdaderas que fueran serían falsa.
Y así fue. La heterogénea y desunida sociedad, se unió de manera perfecta y en mayoría para castigar la diferencia.
Los dos protagonistas se entregaron en cuerpo y alma a la reflexión teológica del amor.
Pasaban todo el día pensando con sus ojos cerrados y escondidos bajo las sombras de su árbol protector, repitiendo el sagrado rito de la conversación con el dios Ataus, el dios de los animales de ese quinto piso de la Antártida sur.
Sabían que sus reflexiones tardarían mucho en llegar a los oídos eternos de Ataus, que pasarían siglos. Pero la eternidad no era un problema comparado con el problema que es siempre el amor.
Después del año 2001, cuando ya casi estaban por rendirse y practicar el rito maldito y perpetuo de las disculpas sociales, cuando ya se habían decidido a descender de nuevo en la caverna del cotidiano y de las leyes por no ver sufrir más a sus hermanos menores – los cuales eran torturados como castigo social por aquel amor imperfecto – llegó de la cima de la montaña la voz gloriosa, justa y eternamente sonriente del que los había creado por capricho y cariño.
Ellos, consternados por el olor a fresas frescas de Ataus, le pidieron con ojos cerrados y manos en las orejas, como lo prescribía el rito, de encontrar una solución al problema indisoluble de su amor.
Ataus les respondió con educación y sinceridad que sólo él podía realizar eso que ellos decidieran, que no podía decidir de sus existencias sin la fuerza de sus voluntades, que pidieran ellos eso que querían, y que si lo que pedían no iba contra la salud de él mismo se haría realidad.
Les dio entonces cinco minutos de reflexión, a ellos, que estaban acostumbrados a la reflexión cotidiana. Les dijo que en esos cinco minutos, a través del lenguaje del silencio, ellos podrían comunicar las soluciones, que lo pensaran bien, que podían ser más de una las propuestas, que podían ser individuales, pero que también comunes, que se pusieran de acuerdo si lo deseaban, que hicieran lo que pensaban más correcto y que él esperaría en el silencio y daría su respuesta después del tiempo estipulado.
Cada uno de ellos, nervioso, contento, borracho de amor, pidió a Ataus la cosa que en su corazón sabía que el otro deseaba con más fervor. Entre ellos no comunicaron, seguros de que lo mejor era el bien del otro.
El dios escuchó sus propuestas individuales a través del lenguaje del silencio: ella pidió con todo el amor del universo, entre lágrimas y sentimientos de martirio de convertirse en una coneja. Él pidió con un sentimiento hondo y sincero, mientras rogaba disculpas espirituales a su madre y a su padre, de convertirse en un gallo.
Dios vio que sus deseos más sinceros y profundos no se oponían a su existencia divina y, que al fin y al cabo, ellos eran lo que eran a causa de su capricho, así que usando otro capricho de amor les dio el don que más querían.
Después de cinco minutos ella abrió los ojos, todavía llenos de lágrimas, y se vio convertida en una linda coneja y, asustada por la presencia de un gallo que nunca había visto antes, justo ahí, en el lugar del milagro, le preguntó: ¿y tú quién eres?
Miguel Angel Pérez Pirela
(Traduzione italiana Tiziana Borghini)
Nel pianeta del settimo cielo, capitale andronica sessantaquattro, incastrato fra il precipizio rosso della galassia artica e i fiumi sassosi del quinto piano dell’antartide del sud, si trova quella montagna. E’ abitata da secoli da animali perfetti che non hanno mai sofferto il degradante destino del vecchio Darwin.
Quegli animali furono e saranno sempre quello che sono, un po’ come dio. In realtà, fu lui stesso, in un attacco di bontà, che li mise lì, a immagine e somiglianza di uno dei poemi che più gli erano piaciuti nella sua infanzia divina, nell’anno jdhiu – wji.
In quel luogo, che si trova perduto nel più ritrovato dei luoghi, i sogni dei sette anni, le galline sono galline, i gatti sono gatti, le iguane sono iguane, i conigli sono conigli. Tutto è destinato ad essere com’è, e nulla, assolutamente nulla, ha mai cambiato quel capriccio divino.
Lì nacquero tante storie d’amore, di amicizia, di attrazione intellettuale, fra tanti altri sentimenti che sarebbe impossibile descrivere in queste linee.
I miei sette anni furono fruttuosi di aneddoti inesistenti che resuscitavano quando chiudevo gli occhi. Di tutti questi fantastici artifici della mia infanzia ne ricordo ancora uno. Lo ricordo quasi tutti i giorni prima della mio metro quotidiano per andare al lavoro. Fu una storia d’amore piuttosto strana.
Erano una gallina e un coniglio, apparsi entrambi in quel luogo all’inizio del secolo quarto dopo Cristo. Erano più o meno della stessa età e con gli stessi interessi per i libri platonici. I due pensavano di essere gli unici veri depositari delle verità del mito della caverna.
L’amore tra loro nacque un giorno in cui i due, ognuno per conto suo, riflettevano sul modo in cui avrebbero detto al mondo che ciò che vedevano erano solo ombre, che vivevamo tutti in una caverna e che il mondo, il vero mondo si trovava fuori di là, che solo attraverso la loro guida, gli animali di quella montagna avrebbero visto la realtà e non le ombre menzognere alle quali tutti erano abituati.
É a questo che pensavano quando s’incontrarono proprio sotto un albero frondoso, eccelso, creatore di un’ombra filosofica che ispirò entrambe a dire all’altro le verità conclusive di ognuno.
Pochi istanti passarono e già i due si erano detti le stesse verità alle quali erano giunti individualmente. Si guardarono negli occhi come mai avevano guardato nessuno, visto che gli intellettuali preferiscono guardare i libri, e scoprirono il solletico dell’amore che si rotolava nelle loro anime. Caddero allo stesso tempo morti dalle risate fra le braccia naturali che le grosse radici di quell’albero offriva loro.
Fu un periodo magico nella vita della gallina e del coniglio. Si vedevano tutti i giorni in quel luogo di riflessione e di passione.
Le loro differenze fisiche non furono mai un problema visto che li univa il magico laccio della riflessione, cioè, dello spirito. Fra letture e baci appuntiti che la gallina beccava nella bocca nana di quel coniglio, trascorrevano i giorni senza preoccupazioni, né colpe. I due imparavano ad accarezzarsi finemente, quasi sfiorandosi. La soavità dei peli bianchi del coniglio per la gallina era fonte di desiderio e intimità. Nei giorni freddi, il calore che gli offivano le ali aperte della gallina, coprendolo, e il vento dolce che nei giorni afosi gli regalava con i movimenti delle sue piume, non erano comparabili a nessuna delle sensazioni che prima gli avevano offerto le conigliette del luogo.
Si sentivano completi, per questo nacque l’amore.
Nacque e nessuno se ne rese conto, all’inizio nemmeno loro stessi. Nacque e come sempre fa l’amore, alterò tutto: divise, ruppe, gettò via quella macchina annoiata del quotidiano e sparse i sali e i balsami, i profumi e i cipressi, tutti in un solo territorio, quello delle loro anime, per creare l’aroma dello sconosciuto e del differente.
Di quell’aroma si ubriacarono per anni e giorni e istanti di tutto, fino a che la differenza della natura prepotente, ormai stanca dell’oblio alla quale l’aveva obbligata l’utopia, si rivelò.
La natura cominciò con il suo lavoro di separazione attraverso la società. Tutti i membri di quella società magica si resero conto di una così empia relazione fra nature differenti. Allora arrivarono i castighi sociali.
Un processo pubblico ebbe inizio nella piazza della Solitudine nella quale furono puniti a camminare per settecentotrent’ anni senza pensare né leggere nulla.
Più tardi i sacerdoti capo, rappresentando ogni specie animale, si riunirono, chiedendosi scusa fra di loro per un tale affronto alle leggi naturali, e conclusero che dovevano scomunicare il coniglio, visto che la gallina non aveva il diritto di ricevere la sacra arachide d’oro ogni mercoledì a mezzogiorno.
In ultimo la società di magnati e possessori del sapere filosofico, in seduta plenaria, decisero che tutte le cose che fossero uscite dalla bocca di quelle due creature, per quanto vere, sarebbero state menzogne.
E così fu. L’eterogenea e disunita società, si uni in maniera perfetta e in maggioranza per punire la diversità.
I due protagonisti si dedicarono anima e corpo alla riflessione teologica dell’amore.
Passavano tutto il giorno a pensare ad occhi chiusi, e nascosti sotto le ombre del loro albero protettore, ripetendo il sacro rito della conversazione con il dio Ataus, il dio degli animali di quel quinto piano dell’antartide del sud.
Sapevano che le loro riflessioni avrebbero tardato molto ad arrivare alle orecchie eterne di Ataus, che sarebbero trascorsi secoli, ma che l’eternità delle loro esistenze non era un problema di fronte al problema che è sempre l’amore.
Dopo l’anno 2001, quando stavano ormai quasi per arrendersi e praticare il rito maledetto e perpetuo delle scuse sociali, quando ormai avevano deciso di scendere di nuovo nella caverna del quotidiano e delle leggi per non vedere soffrire più i loro fratelli minori – i quali erano torturati come punizione sociale del loro amore imperfetto – arrivò dalla cima della montagna la voce gloriosa, giusta ed eternamente sorridente di colui che li aveva creati infinitamente per capriccio ed affetto.
Loro, costernati dall’odore di fragole fresche di Ataus, gli chiesero ad occhi chiusi e con le mani sulle orecchie, come lo prescriveva il rito, di trovare una soluzione al problema indissolubile del loro amore.
Ataus rispose loro con educazione e sincerità che lui solo poteva realizzare quello che avrebbero deciso, che non poteva decidere delle loro esistenze senza la forza delle loro volontà, che chiedessero ciò che volevano, e che se quello che chiedevano non andava contro la sua stessa salute sarebbe diventato realtà.
Allora diede loro cinque minuti per riflettere, ad essi, che erano abituati alla riflessione quotidiana. Disse loro che in quei cinque minuti, attraverso il linguaggio del silenzio, avrebbero potuto comunicare le soluzioni, che pensassero bene, che le proposte potevano essere più di una, che potevano essere individuali, ma anche comuni, che si mettessero d’accordo se fosse stato il caso, che facessero quello che pensavano più corretto e che lui aspettava in silenzio e avrebbedato la sua risposta dopo il tempo stipulato.
Ognuno di essi, nervoso, contento, ubriaco d’amore, chiese ad Ataus la cosa che nel suo cuore sapeva che l’altro desiderava con più fervore. Fra loro non comunicarono, sicuri che la miglior cosa fosse il bene dell’altro.
Il dio ascoltò le loro proposte individuali sotto il linguaggio del silenzio: lei chiese con tutto l’amore dell’universo, fra lacrime e sentimenti di martirio, di trasformarsi in una coniglia. Lui chiese con un sentimento profondo e sincero, mentre supplicava scuse spirituali a sua madre e a suo padre, di trasformarsi in un gallo.
Dio vide che i loro desideri più sinceri e profondi non si opponevano alla sua esistenza divina e, che in fin dei conti, essi erano quello che erano a causa del suo capriccio, cosìcchè usando un altro capriccio d’amore diede loro il dono che più desideravano.
Dopo cinque minuti lei aprì gli occhi ancora pieni di lacrime e si vide tresformata in una bella coniglia e spaventata dalla presenza di un gallo che non aveva mai visto prima, proprio lì, sul luogo del miracolo, gli domandò: e tu chi sei?