domingo, 25 de abril de 2010

El fraude de unas “primarias” que nunca lo fueron

Miguel Angel Pérez Pirela

1. No se siga cayendo en el error de llamar “primarias” a (mini)votaciones donde solamente se eligen en 15 circuitos de 89 existentes, a 22 precandidatos de 167 puestos para la futura Asamblea Nacional.

2. Unas verdaderas primarias implica que 100% de electores elijan a un 100% de elegibles. En “Mesa de la unidad” no se sabe siquiera qué electores elegirán al 15% de precandidatos por la oposición a la Asamblea Nacional.

3. Sólo en 8 estados se realizan las (mini)votaciones de la oposición. Los otros 15 estados serán por consenso o encuestas, es decir, a dedo! Consenso quiere decir: que gane el más fuerte. Encuesta quiere decir: que gane el que más tenga más plata para pagarle a la encuestadora de turno.

4. “Mesa de la unidad” limita pues su “democracia” a los estados Táchira, Miranda, Distrito Capital, Zulia, Lara, Portuguesa, Anzoátegui y Carabobo. ¿No existe democracia en el resto de los estados?

5. Los gastos más altos de una elección como ésta recaen en publicidad y promoción, más que en la organización del día de votación. ¿Quién pagó todo esto?

6. En Aragua el costo fue de 400 mil. Pero el aumento podría estimarse en 40% más. Repítase la frase: ¿quién paga todo esto?

7. Qué papel jugaron en el pago de los altísimos gastos de las mal llamadas “primarias” de la oposición el paramilitarismo o la USAID?

8. La “Mesa de la unidad” en su reglamento, artículo 5, ha establecido: que “precandidatos contribuirán con financiamiento de gastos de las primarias". ¿Sólo participa el que paga?

9. Se debe pagar (entre 40 a 60 mil Bolívares Fuertes) para postularse a ese show mediático opositor mal llamado "primarias”.

10. Oposición utiliza CNE después que lo desprestigiaron nacional e internacionalmente.

11. Según “Mesa de la unidad”, ni los técnicos, ni los Rectores del CNE tendrán acceso a los cuadernos de votación. Además no aceptaron capta huellas. La oposición venezolana manejará la información a su antojo.

12. ¿Por qué (mini)elecciones no se hicieron con SUMATE y su María Corina Machado?

13. Respuesta a anterior interrogante: Si la oposición realiza elección en hasta 22 circuitos, el total de gastos podría ubicarse en 13 millones 200 mil Bolívares Fuertes, mientras que con el CNE ronda en los 6 millones. Como por arte de magia la oposición comenzó a confiar en el Poder Electoral venezolano.

14. Medios de comunicación del Estado hasta el final cayeron en el error de llamar “primarias” a farsa de la oposición donde se escoge sólo 15% de precandidatos en únicamente 8 estados. No aprenden.

15. Conclusión: Venezuela parece ser la única "dictadura" que pone a disposición de su oposición para sus “elecciones internas” al CNE (Poder Electoral) y Plan República (militares).

sábado, 17 de abril de 2010

El nuevo testamento / Le nouveau testament

Miguel Ángel Pérez Pirela
Traducción al francés Ximena González Broquen/ Traduit de l’espagnol Ximena González Broquen 
Foto: Fabio Borquez (en http://www.iguanaroja.new.fr/)


Cuando todo comenzó yo todavía no sabía qué era el bien y el mal. Fue una Navidad, recuerdo. Las nubes grises habían bajado, todas juntas y las calles eran largas prolongaciones del cielo. Tenía tanto frío cuando todo comenzó, que en medio de mi temblor apenas pude escuchar los primeros gritos y discusiones. No tardó mucho para que eso que eran lejanas peleas familiares, se convirtieran en la masacre de sentimientos más importantes de nuestra vieja casa.

En ese diciembre una de esas nubes grises entró por la puerta entreabierta de nuestras navidades y se quedó ahí por mucho tiempo: el abuelo sufrió un infarto.

La familia se volvió un crucigrama indescifrable cuyas letras no tenían nada que ver entre sí.

Todo era gritos y manos frías que sudaban y esperaban. Todo se resumía en mordiscos silenciosos a la almohada del ansia, o en llantos de rabia entrecortados. Todos hablaban en voz baja de algo que sólo entendí el día en que murió el abuelo.

Se puede decir que todo comenzó con la llegada de esa mujer. Era de cuerpo frágil y frente corta, cabellos negros y piel tersa y mulata. Llegó del más allá de los sueños del abuelo. Era una enfermera que tenía la misión de velar por las angustias de su vejez, pero entre desayunos y tiernos regaños de enfermera ella se convirtió en la enfermedad mayor del abuelo.

La imagen más clara que guardo del abuelo se remonta al día en el cual, por equivocación, abrí la puerta de su cuarto sin tocar. Era Domingo y la casa estaba vacía. Todos se encontraban en la misa de las diez y media. Recuerdo que cuando pude ver sus ojos alegres y su piel erizada, las campanas de la iglesia habían comenzado a repicar: fue una escena en blanco y negro. Él estaba completamente desnudo, como nunca lo hubiera imaginado, con sus brazos abiertos en cruz. Parecía un crucificado alegre y majestuoso en esa mañana dominguera. A su lado se encontraba ella, reposando como un muerto en esa cama ancestral. Ella temblorosa pero tranquila, humana. También desnuda de una desnudez exacta, nítida. Sus cuerpos se reflejaron en mis ojos brillantes y abiertos: me enamoraba de un sólo golpe y por única vez en mi vida.

Quiero aclarar que mi amor por esa mujer no se separa del amor que siento por esa imagen de ellos dos en la cama. Amarla, es amar su cuerpo desnudo junto al del abuelo. Es algo así como un amor trino, es de nosotros tres y así se mantendría por siempre. Quizás que sin esa fotografía en blanco y negro que el recuerdo me dejó, ella sería una mujer cualquiera.

A pesar de mis trece años, eso que sentí en ese instante nunca cambió ni de rango, ni de intensidad. Fue un sentimiento saldo, dogmático, injustificado y secreto. Fue como una corazonada que se me quedó sellada en el alma con el ruido de esa puerta cerrándose que todavía oigo.

Después que supe que ellos sabían que yo sabía lo que nadie sabía ni podían saber sobre sus relaciones furtivas, no me quedó más nada que cerrar la puerta de ese cuarto con toda la fuerza de mi miedo.

En mi ingenuidad, creía que ellos siempre temieron que mi silencio no durara mucho, aunque – me decía – que en el fondo ellos estaban seguros de que yo nunca habría hablado.

A partir de esa mañana todo cambió en mí y en ellos y, en realidad, en toda la familia. Yo había adquirido de pronto otro estatuto. Yo para todos era ahora un adulto silencioso y de ojos bien abiertos. Parecía que el universo mismo hubiera sabido de mi hallazgo. Yo para todos era otro.

Todos me trataban con un respeto monárquico que sólo entendí años después, cuando me di cuenta que era simple vergüenza adulta. La explicación de todo ese trato particular era simple: todos, especialmente la abuela, sabían de esas relaciones que, delante de mí, definían como extrañas y ambiguas.

Ni la abuela, ni nadie, nunca se atrevieron a desorganizar ese silencio tan bien ordenado.

Según mi interpretación de las cosas para ese momento, esa ceguera familiar parecía ser más suave que el duro golpe que implicaba tener que cargar con un viejo traidor que en cualquier momento podía morir.

Como sucede siempre en las historias escondidas, todo se desarrolló tempestivamente. Por entre las enredaderas y los arbustos del grandioso jardín salvaje de la casa, el cuerpo de esa enfermera de mirada oscura y olor rancio se enredaba en las sensuales arrugas del abuelo. El cuerpo del viejo era frondoso y daba una sombra protectora no sólo a la familia, sino ahora también a esa joven. Él era un árbol alto, grueso, erguido, en el cual se protegían hasta los espíritus más agitados de la casta. En él las debilidades de todos tenían reparo, así como las debilidades suyas tenían reparo en el húmedo cuerpo de ella.

No tardaron mucho en encontrarla rondando desnuda por los pasillos claros de la casa, con sus senos plateados mirando a todas partes y sus nalgas transpirando los recuerdos familiares.

En los días de sol, policías enviados por los vecinos de ese barrio rico y famoso por su tranquilidad vieja, llegaban a bajarla del techo en el cual la encontraban sin vestidos y con las piernas abiertas como luchando contra el sol. Replicaba y se defendía contra la autoridad de los agentes, sosteniendo que una vagina asoleada en sus profundidades menos visibles, era un acto de respeto para con el viejo casi ciego. Afirmaba con una seriedad casi académica que, visto que las noches invernales de sus juegos al escondido terminaban en tactos y chupones, era necesario que la lengua del abuelo sintiera el sol que no podía percibir con la vista y, que sus dedos sintieran el calor de la vagina que no podía admirar.

Después de un tiempo el abuelo había rejuvenecido de al menos cuarenta años, a pesar de que sus ojos reflejaran una muerte que se divertía esperando lo que pasaría en esa familia tolerante. Esa nueva juventud parecía dar fastidio – cosa que yo no entendía – a los miembros de la familia. Todos comenzaron a criticar a la enfermera puta que nos está quitando el amor del viejo, a esa bruja que nos dejó sin vajilla, visto que, como el abuelo contaba entre gritos y carcajadas mientras dormía, ella para divertirlo se tragaba los platos, las tazas y hasta los cuchillos con su órgano genital asombroso. Nadie la soportaba ya, a pesar de que cuando estaba el abuelo presente, la trataban como esa enfermera que nos salvó al viejo, gracias por tu labor tan humana.

Las cosas se complicaron tres Navidades más tarde, cuando mi madre entró vestida de San Nicolás por la ventana de mi cuarto para darme la sorpresa de mi último regalo, visto que ya tenía dieciséis años, y me encontró con la camisa sudada y las piernas desnudas, tratando de satisfacer sexualmente a una enfermera para viejos.

A la mañana siguiente la encontré blasfemando y diciendo entre dientes que esa maldita no sólo nos quita el amor del viejo, sino también abusa del muchacho.

La realidad era otra. Era más simple y más lógica. Para la enfermera no fue difícil entender que los maullidos que escuchaba en las noches calladas del otoño, no era de la gata siamesa en celo de la tía loca, sino simplemente de un adolescente espión cuyas masturbaciones eran ya una profesión de insomne.

En esa Navidad ella no hizo otra cosa que concederme el regalo con el que más soñaba.

Entró silenciosa por la ventana, por la que más tarde entraría mi madre vestida de rojo y blanco.

Entró con una dormilona de imitación de seda a pesar del invierno. Entró sin hacer ruido, y me señaló con la punta de su dedo índice cortando sus labios verticalmente, que respetara el silencio del sexo escondido que el abuelo había construido durante esos tres años.

Me tocó y me sintió erecto pero paralizado. Me descubrió lentamente como quien camina en la oscuridad y con un susurro que era casi sólo viento me dijo: “saliste a tu abuelo”. Años más tarde entendería esa frase viendo el cuerpo de mi primer hijo.

Ella se avalanchó sobre mi cuerpo y fue como un lodo que me recorría o como un barro espeso o como todo eso que el abuelo imaginó desde el cuarto de abajo. Todo lo que hacía no era más que una división de pequeños instantes que iba rellenando de placeres cortos. Exploraba al máximo las potencialidades de cada parte de mi cuerpo. Sentía mi cuerpo sectorizado por sensaciones únicas y diferentes entre sí. Ella era un bisturí de placeres.

Toda la noche fue de movimientos de barro lento y maullidos sordos. Nadie durmió durante esa navidad: yo estaba en el paraíso de una arena movediza mulata; el abuelo en el purgatorio de quien escucha respiraciones, sonidos y humedad de dos cuerpos jóvenes que no se cansan; ella en el infierno de un amor que la esclavizaba para siempre; y toda la familia, insomne, con los oídos pegados a la puerta del cuarto del ex-niño de la casa.

El abuelo amaneció muerto y con un sobre entre las manos. Era el sobre que la familia con tanta tolerancia y silencio esperaba. Se trataba del testamento que comenzó a escribir a partir de aquel fuerte infarto, que se remonta a los días en que tuvieron que traer a una enfermera a la cual él siempre se había negado, pero que después aceptaría con tanta devoción. Esa enfermera de corpulencia frágil y frente corta que hizo vivir al abuelo más de lo esperado, haciéndolo también reflexionar en relación a ese sobre más de lo debido.

El sobre debía ser abierto sólo en presencia del abogado de la familia. Se hizo el mismo veinticinco de diciembre en medio de un ritual de tal índole, que casi hizo olvidar la muerte del viejo.

El abogado en un silencio fúnebre abrió el sobre y extrajo la única hoja que se encontraba en su interior. Estaba escrita en letras gigantes e infantiles, que todos podían percibir de igual modo desde las diferentes posiciones en las cuales se encontraban, alrededor de la gran mesa de caoba.

Tal vez fue por ese motivo que el abogado en vez de leerla en voz alta, como estaba previsto, la colocó simplemente sobre la mesa.

La familia en un alboroto de bestias salvajes se abarrotó entre empujones para ver con más precisión al o los herederos, y lo único que pudieron leer fue esta frase:
“ESTA HOJITA ME SALVÓ LA VIDA. GRACIAS HOJITA”.

Le nouveau testament
Miguel Ángel Pérez Pirela

Quand tout commença je ne savais pas encore ce qu’étaient le bien et le mal.

Ce fut un Noël dont je me souviens encore. Les nuages gris étaient descendus, tous ensemble et les rues étaient de longues prolongations du ciel. J’avais si froid quand tout commença, qu’au milieu des mes tremblements je pus à peine écouter les cris et les disputes.

Il ne fallut pas beaucoup de temps pour que ce qui n’était que de lointaines querelles familiales, se transforme en un massacre de sentiments, le plus important de notre vieille maison.

Ce décembre-là, un de ces nuages gris entra par la porte entrouverte de nos Noëls et demeura là très longtemps : grand-père souffrit un infarctus.

La famille se transforma en grille de mots-croisés indéchiffrable dont les lettres n’avaient rien à voir entre elles. Tout n’était que cris et mains froides qui transpiraient et attendaient. Tout se résumait en morsures silencieuses faites à l’oreiller de l’anxiété, ou bien en pleurs de colère entrecoupés. Tous parlaient à voix basse de quelque chose que je ne comprendrai que le jour où grand-père mourut.

On peut dire que tout commença avec l’arrivée de cette femme. Elle était de corpulence fragile et de front bas, cheveux noirs et peau lisse et métisse. Elle arriva de l’au-delà des rêves de grand-père. C’était une infirmière qui avait pour mission de veiller aux angoisses de sa vieillesse, mais entre les petits déjeuners et les tendres réprimandes d’infirmière, elle devint l’infirmière principale de grand-père.

L’image la plus claire que je garde de grand-père remonte au jour où, par erreur, j’ouvris la porte de sa chambre sans frapper. C’était dimanche et la maison était vide. Tout le monde était à la messe de 10H30. Je me rappelle que quand je pus voir ses yeux joyeux et sa peau hérissée, les cloches de l’église commençaient à sonner : ce fut une scène en noir et blanc. Lui était complètement nu, comme jamais je ne l’aurais imaginé, avec ses bras ouverts en croix. Il ressemblait à un crucifié joyeux et majestueux en cette matinée dominicale. Elle se trouvait à ses côtés, reposant comme un mort dans ce lit ancestral. Elle, tremblante mais tranquille, humaine. Nue elle aussi d’une nudité exacte, limpide. Leurs corps se reflétaient dans mes yeux brillants et grands ouverts : je tombais amoureux tout d’un coup et pour la seule fois de ma vie.

Je veux éclaircir le fait que mon amour pour cette femme ne se sépare pas de l’amour que je sens pour cette image d’eux deux au lit. L’aimer c’était aimer son corps joint à celui de grand-père. C’était quelque chose comme un amour trinitaire, nous appartenant à nous trois et c’est ainsi qu’il se maintiendrait pour toujours.

Peut-être que sans cette photographie en noir et blanc que le souvenir me laissa, elle ne serait qu’une femme quelconque.

Malgré mes treize ans, ce que je sentis en cet instant ne changea jamais ni de rang, ni d’intensité. Ce fut un sentiment dogmatique, injustifié et secret. Ce fut comme un pressentiment qui resta gravé en mon âme tout comme le bruit de cette porte se refermant que j’entends toujours.

Après que je sus qu’ils savaient que je savais ce que personne ne savait ni ne pouvait savoir sur leurs furtives relations, il ne resta plus qu’à fermer la porte de cette chambre avec toute la force de mon effroi.

Dans mon ingénuité, je crus qu’ils craignirent toujours que mon silence ne dure pas beaucoup, bien que – me disais-je – au fond d’eux-mêmes ils savaient que jamais je n’aurais rien dit.

A partir de ce matin-là tout changea entre eux et moi, et en réalité, dans la famille toute entière. J’avais acquis tout à coup un autre statut. J’étais maintenant pour tous un adulte silencieux aux yeux bien ouverts. On aurait dit que l’univers lui-même était au courant de ma trouvaille. J’étais un autre pour tous.

Ils me traitaient tous avec un respect monarchique que je ne compris que bien des années plus tard, quand je me rendis compte qu’il s’agissait tout simplement d’une honte bien adulte. L’explication de toutes ces manières particulières était simple : tous, et en particulier grand-mère, étaient au courant de ces relations que, devant moi, ils définissaient comme étranges et ambiguës.

Ni grand-mère, ni personne ne se risqua jamais à désorganiser ce silence si bien ordonné. Selon mon interprétation des choses d’alors, cet aveuglement familial semblait être plus doux que le dur coup qu’impliquait d’avoir à supporter un vieux traître qui pouvait mourir à n’importe quel moment.

Comme cela arrive toujours dans les histoires dissimulées, tout se déroula subitement. Entre les plantes grimpantes et les arbustes du grandiose jardin sauvage de la maison, le corps de cette infirmière au regard obscur et à l’odeur rance s’entortillait dans les rides sensuelles de grand-père. Le corps du vieux était robuste et projetait une ombre protectrice non seulement sur la famille, mais à présent aussi sur cette jeune fille. Il était un arbre haut, épais, dressé, dans lequel les esprits les plus agités de la maison trouvaient protection. En lui les faiblesses de tous trouvaient une solution, tout comme ses propres faiblesses trouvaient une réparation dans son corps humide à elle.

Ils ne tardèrent pas à la trouver rodant nue de par les couloirs clairs de la maison, avec ses seins argentés regardant partout et ses fesses transpirant les souvenirs familiaux.

Les jours de soleil, des policiers mandés par les voisins de ce quartier riche et célèbre pour sa vieille tranquillité, venaient la faire descendre du toit où ils la trouvaient sans habits et les jambes grandes ouvertes, comme luttant contre le soleil. Elle ripostait et se défendait contre l’autorité des agents en soutenant qu’un vagin ensoleillé dans ses profondeurs les moins visibles, était un acte de respect vis-à-vis du vieux presque aveugle. Elle affirmait avec un sérieux presque académique que, vu que les nuits hivernales de ses jeux de cache-cache finissaient en attouchements et en suçons, il était absolument nécessaire que la langue du grand-père sentisse le soleil qu’il ne pouvait pas percevoir par la vue et, que ses doigts sentissent la chaleur du vagin qu’il ne pouvait admirer.

Après quelques temps, grand-père avait rajeuni au moins de quarante ans, malgré le fait que ses yeux reflétassent une mort qui se divertissait en attendant de voir ce qui se passerait dans cette famille si tolérante. Cette nouvelle jeunesse avait l’air d’exaspérer – chose que je ne comprenais pas – les membres de la famille. Ils se mirent tous à critiquer cette infirmière putain qui est en train de nous enlever l’amour du vieux, cette sorcière qui nous a laissés sans vaisselle, vu que, comme le

racontait grand-père entre rires et éclats de rire, elle avalait pour le divertir les assiettes, les tasses et jusqu’aux couteaux avec son organe génital ahurissant.

Personne ne la supportait plus, même si quand grand-père était là, ils la traitaient comme « cette infirmière qui a sauvé le vieux » ou « merci pour ton travail si humain ».

Les choses se compliquèrent quand trois Noëls plus tard ma mère entra habillée en Père Noël par la fenêtre de ma chambre pour me faire la surprise de mon dernier cadeau, vu que j’avais déjà seize ans, et me trouva la chemise en sueur et les jambes nues, tentant de satisfaire sexuellement une infirmière pour vieux.

Le jour suivant je la trouvais en train de blasphémer et de dire entre ses dents que cette maudite infirmière nous ôte non seulement l’amour du vieux, mais qu’en plus elle abuse du petit.

La vérité était toute autre. Elle était plus simple et plus logique. Ce ne fut pas difficile pour l’infirmière de comprendre que les miaulements qu’elle entendait les nuits silencieuses d’automne, n’étaient pas ceux de la chatte siamoise en chaleur de la tante folle, mais simplement ceux d’un adolescent espion dont les masturbations s’étaient converties en profession d’insomniaque.

Ce Noël-là elle ne fit rien d’autre que me concéder le cadeau dont je rêvais le plus. Elle entra silencieusement par la fenêtre, celle-là même par laquelle ma mère entrerait vêtue de rouge et de blanc. Elle entra avec une nuisette imitation soie malgré l’hiver. Elle entra sans faire de bruit, et me signala avec la pointe de son index traversant verticalement ses lèvres, le respect dû au silence du sexe dissimulé que grand-père avait construit pendant ces trois années-là.

Elle me toucha et sentit mon corps dressé mais paralysé. Elle me dévêtit lentement comme quelqu’un avançant dans le noir, et dans un murmure qui n’était que du vent me dit : « Tu es comme ton grand-père ». Quelques années plus tard je comprendrai cette phrase en voyant le corps de mon premier fils.

Elle se déversa sur mon corps et ce fut comme une lave me parcourant ou comme une boue épaisse ou comme tout ce que mon grand-père imagina de la chambre d’en dessous. Tout ce qu’elle faisait n’était rien d’autre qu’une division de petits instants qu’elle remplissait de courts plaisirs. Elle explorait au maximum les potentialités de chaque partie de mon corps. Je sentais mon corps divisé en sensations uniques et différentes entre elles. Elle était un bistouri de plaisir.

Toute la nuit fut faite de mouvements de boue lents et de miaulements sourds.

Personne ne dormit pendant ce Noël-là : moi j’étais au paradis d’un sable mouvant métisse ; grand-père au purgatoire de celui qui écoute les respirations, les bruits et l’humidité de deux jeunes corps qui ne se fatiguent pas ; elle, elle était dans l’enfer d’un amour qui l’aliénait pour toujours ; et toute la famille, insomniaque, les oreilles colées à la porte de ma chambre d’ex-enfant de la maison.

Grand-père se réveilla mort une enveloppe dans les mains. C’était l’enveloppe que toute la famille avec tant de tolérance et de silence attendait. Il s’agissait du testament qu’il commença à écrire à partir de ce violent infarctus, qui remontait au jour où ils durent amener cette infirmière qu’il avait toujours refusée, mais qu’il accepterait ensuite avec tant de dévotion. Cette infirmière à la corpulence fragile et au front bas qui fit vivre grand-père plus longtemps que prévu, le faisant aussi réfléchir plus que prévu sur cette enveloppe.

L’enveloppe devait être ouverte en présence de l’avocat de la famille. Cela eut lieu le 25 décembre au beau milieu d’un rituel d’un tel acabit, qu’il fit presque oublier la mort du vieux.

L’avocat dans un silence funéraire ouvrit l’enveloppe et en retira l’unique feuille qui se trouvait à l’intérieur. Elle était écrite avec des lettres gigantesques et infantiles, que tous pouvaient percevoir de la même manière quelles que fussent les différentes positions où ils se trouvaient, tout autour de la grande table d’acajou.

Peut-être fut-ce pour cette raison que l’avocat au lieu de la lire à haute voix, comme c’était prévu, la plaça tout simplement sur la table.

Les membres de la famille, dans un vacarme de bêtes sauvages, se bousculèrent les uns les autres afin de voir avec plus de précision le ou les héritiers, et l’unique chose qu’ils purent lire fut cette phrase :

« Cette feuille m’a sauvé la vie. Merci petite feuille »

martes, 13 de abril de 2010

Des-amor / Dis-amore

(Traducción italiana Tiziana Borghini /
Traduzione italiana Tiziana Borghini)
Miguel Angel Pérez Pirela
En el planeta del séptimo cielo, capital andrónica sesenta y cuatro, incrustado entre el precipicio rojo de la galaxia ártica y los ríos pedregosos del quinto piso de la Antártida sur, se encuentra aquella montaña. Está habitada desde hace siglos por animales perfectos que nunca sufrieron el degradante destino del viejo Darwin.

Esos animales fueron y serán siempre eso que son, un poco como dios. De hecho, fue él mismo, en un ataque de bondad, quien los puso ahí, a imagen y semejanza de uno de los poemas que más le gustaron en su niñez divina, en el año jdhiu – wji.

En ese lugar que se encuentra perdido en el más encontrado de los lugares, los sueños de los siete años, las gallinas son gallinas, los gatos son gatos, las iguanas son iguanas, los conejos son conejos. Todo está destinado a ser como es y nada, absolutamente nada, ha cambiado nunca ese capricho divino.

Ahí nacieron tantas historias de amor, amistad, atracción intelectual, entre otros muchos sentimientos que serían imposible describir en estas líneas. Mis siete años fueron ricos de anécdotas inexistentes que se me resucitaban cuando cerraba los ojos. De todas esas fantásticas artimañas de mi niñez todavía recuerdo una. La recuerdo casi todos los días antes de mi metro cotidiano para ir al trabajo. Fue una historia de amor más bien rara.
Eran una gallina y un conejo. Los dos habían aparecido en ese lugar a comienzos del siglo cuarto después de Cristo. Eran más o menos de la misma edad y con los mismos intereses por los libros de Platón. Los dos pensaban ser los únicos verdaderos depositarios de las verdades del Mito de la caverna de ese autor.


El amor entre ellos nació un día en el que los dos, cada uno por su parte, reflexionaban sobre el modo en el cual le dirían al mundo que eso que veían era sólo sombras, que todos vivíamos en una caverna y que el mundo, el verdadero mundo, se encontraba fuera de ahí, que sólo a través de la guía de ellos, los animales de esa montaña verían la realidad y no las sombras mentirosas a la cual todos estaban acostumbrados.

En ello pensaban cuando se encontraron justo debajo de un árbol frondoso, excelso, creador de una sombra filosófica que inspiró a cada uno de ellos a decirle al otro las verdades conclusivas de cada uno.

Pocos instantes pasaron y ya los dos se habían dicho las mismas verdades a las cuales habían llegado individualmente y de forma separada. Se miraron a los ojos como nunca habían mirado a nadie, visto que los intelectuales prefieren mirar a los libros y no a las personas, y descubrieron la cosquillita del amor revolcándose en sus almas. Cayeron al mismo tiempo muertos de la risa entre los brazos naturales que las gruesas raíces de ese árbol les ofrecía.

Fue un período mágico en la vida de la gallina y del conejo. Se veían todos los días en ese lugar de reflexión y pasión.

Sus diferencias físicas nunca fueron un problema visto que los unía el mágico lazo de la reflexión, es decir, del espíritu. Entre lecturas y puntiagudos besos que la gallina picoteaba en la boca enana de aquel conejo se pasaban los días sin preocupaciones, ni disculpas. Los dos aprendieron a acariciarse finamente, casi rozándose. La suavidad de los pelos blancos del conejo para la gallina era fuente de deseo e intimidad. En días fríos, el calor que le brindaban al conejo las alas abiertas de la gallina cubriéndolo, y el viento suave que en días calurosos le regalaba con los movimientos de sus plumas, no eran comparables con ninguna de las sensaciones que antes le habían brindado las conejitas del lugar.

Se sentían completos, por eso nació el amor.

Nació y nadie se dio cuenta, al inicio ni siquiera ellos mismos. Nació y como siempre lo hace el amor, descompuso todo, partió, rompió, botó esa máquina aburrida del cotidiano y derramó las sales y los bálsamos, los perfumes y cipreses, todo en un sólo territorio: el de sus almas, para crear el aroma de lo desconocido y lo diferente.

De ese aroma se embriagaron por años y días e instantes de todo, hasta que la diferencia de la naturaleza prepotente, ya cansada del olvido al cual la había obligado la utopía, se reveló.

La naturaleza comenzó con su trabajo de separación a través de la sociedad.

Todos los miembros de esa sociedad mágica se dieron cuenta de tan impía relación entre naturalezas diferentes y entonces llegaron los castigos sociales.

Un proceso público dio inició en la plaza de la Soledad en la cual fueron castigados a caminar durante setecientos treinta años sin pensar, ni leer nada.

Más tarde los sacerdotes jefes, representando cada especie animal, se reunieron, pidiéndose disculpas entre ellos por tal agravio a las leyes naturales y concluyeron que había que excomulgar al conejo, visto que la gallina no tenía derecho a recibir el sagrado maní de oro de cada miércoles al mediodía.

Por último la sociedad de magnates y poseedores del saber filosófico, en sesión plena, decidieron que todas las cosas que salieran de la boca de aquellas dos criaturas por más verdaderas que fueran serían falsa.

Y así fue. La heterogénea y desunida sociedad, se unió de manera perfecta y en mayoría para castigar la diferencia.

Los dos protagonistas se entregaron en cuerpo y alma a la reflexión teológica del amor.

Pasaban todo el día pensando con sus ojos cerrados y escondidos bajo las sombras de su árbol protector, repitiendo el sagrado rito de la conversación con el dios Ataus, el dios de los animales de ese quinto piso de la Antártida sur.

Sabían que sus reflexiones tardarían mucho en llegar a los oídos eternos de Ataus, que pasarían siglos. Pero la eternidad no era un problema comparado con el problema que es siempre el amor.

Después del año 2001, cuando ya casi estaban por rendirse y practicar el rito maldito y perpetuo de las disculpas sociales, cuando ya se habían decidido a descender de nuevo en la caverna del cotidiano y de las leyes por no ver sufrir más a sus hermanos menores – los cuales eran torturados como castigo social por aquel amor imperfecto – llegó de la cima de la montaña la voz gloriosa, justa y eternamente sonriente del que los había creado por capricho y cariño.

Ellos, consternados por el olor a fresas frescas de Ataus, le pidieron con ojos cerrados y manos en las orejas, como lo prescribía el rito, de encontrar una solución al problema indisoluble de su amor.

Ataus les respondió con educación y sinceridad que sólo él podía realizar eso que ellos decidieran, que no podía decidir de sus existencias sin la fuerza de sus voluntades, que pidieran ellos eso que querían, y que si lo que pedían no iba contra la salud de él mismo se haría realidad.

Les dio entonces cinco minutos de reflexión, a ellos, que estaban acostumbrados a la reflexión cotidiana. Les dijo que en esos cinco minutos, a través del lenguaje del silencio, ellos podrían comunicar las soluciones, que lo pensaran bien, que podían ser más de una las propuestas, que podían ser individuales, pero que también comunes, que se pusieran de acuerdo si lo deseaban, que hicieran lo que pensaban más correcto y que él esperaría en el silencio y daría su respuesta después del tiempo estipulado.

Cada uno de ellos, nervioso, contento, borracho de amor, pidió a Ataus la cosa que en su corazón sabía que el otro deseaba con más fervor. Entre ellos no comunicaron, seguros de que lo mejor era el bien del otro.

El dios escuchó sus propuestas individuales a través del lenguaje del silencio: ella pidió con todo el amor del universo, entre lágrimas y sentimientos de martirio de convertirse en una coneja. Él pidió con un sentimiento hondo y sincero, mientras rogaba disculpas espirituales a su madre y a su padre, de convertirse en un gallo.

Dios vio que sus deseos más sinceros y profundos no se oponían a su existencia divina y, que al fin y al cabo, ellos eran lo que eran a causa de su capricho, así que usando otro capricho de amor les dio el don que más querían.

Después de cinco minutos ella abrió los ojos, todavía llenos de lágrimas, y se vio convertida en una linda coneja y, asustada por la presencia de un gallo que nunca había visto antes, justo ahí, en el lugar del milagro, le preguntó: ¿y tú quién eres?

Miguel Angel Pérez Pirela
(Traduzione italiana Tiziana Borghini)

Nel pianeta del settimo cielo, capitale andronica sessantaquattro, incastrato fra il precipizio rosso della galassia artica e i fiumi sassosi del quinto piano dell’antartide del sud, si trova quella montagna. E’ abitata da secoli da animali perfetti che non hanno mai sofferto il degradante destino del vecchio Darwin.

Quegli animali furono e saranno sempre quello che sono, un po’ come dio. In realtà, fu lui stesso, in un attacco di bontà, che li mise lì, a immagine e somiglianza di uno dei poemi che più gli erano piaciuti nella sua infanzia divina, nell’anno jdhiu – wji.

In quel luogo, che si trova perduto nel più ritrovato dei luoghi, i sogni dei sette anni, le galline sono galline, i gatti sono gatti, le iguane sono iguane, i conigli sono conigli. Tutto è destinato ad essere com’è, e nulla, assolutamente nulla, ha mai cambiato quel capriccio divino.

Lì nacquero tante storie d’amore, di amicizia, di attrazione intellettuale, fra tanti altri sentimenti che sarebbe impossibile descrivere in queste linee.

I miei sette anni furono fruttuosi di aneddoti inesistenti che resuscitavano quando chiudevo gli occhi. Di tutti questi fantastici artifici della mia infanzia ne ricordo ancora uno. Lo ricordo quasi tutti i giorni prima della mio metro quotidiano per andare al lavoro. Fu una storia d’amore piuttosto strana.

Erano una gallina e un coniglio, apparsi entrambi in quel luogo all’inizio del secolo quarto dopo Cristo. Erano più o meno della stessa età e con gli stessi interessi per i libri platonici. I due pensavano di essere gli unici veri depositari delle verità del mito della caverna.

L’amore tra loro nacque un giorno in cui i due, ognuno per conto suo, riflettevano sul modo in cui avrebbero detto al mondo che ciò che vedevano erano solo ombre, che vivevamo tutti in una caverna e che il mondo, il vero mondo si trovava fuori di là, che solo attraverso la loro guida, gli animali di quella montagna avrebbero visto la realtà e non le ombre menzognere alle quali tutti erano abituati.

É a questo che pensavano quando s’incontrarono proprio sotto un albero frondoso, eccelso, creatore di un’ombra filosofica che ispirò entrambe a dire all’altro le verità conclusive di ognuno.

Pochi istanti passarono e già i due si erano detti le stesse verità alle quali erano giunti individualmente. Si guardarono negli occhi come mai avevano guardato nessuno, visto che gli intellettuali preferiscono guardare i libri, e scoprirono il solletico dell’amore che si rotolava nelle loro anime. Caddero allo stesso tempo morti dalle risate fra le braccia naturali che le grosse radici di quell’albero offriva loro.

Fu un periodo magico nella vita della gallina e del coniglio. Si vedevano tutti i giorni in quel luogo di riflessione e di passione.

Le loro differenze fisiche non furono mai un problema visto che li univa il magico laccio della riflessione, cioè, dello spirito. Fra letture e baci appuntiti che la gallina beccava nella bocca nana di quel coniglio, trascorrevano i giorni senza preoccupazioni, né colpe. I due imparavano ad accarezzarsi finemente, quasi sfiorandosi. La soavità dei peli bianchi del coniglio per la gallina era fonte di desiderio e intimità. Nei giorni freddi, il calore che gli offivano le ali aperte della gallina, coprendolo, e il vento dolce che nei giorni afosi gli regalava con i movimenti delle sue piume, non erano comparabili a nessuna delle sensazioni che prima gli avevano offerto le conigliette del luogo.

Si sentivano completi, per questo nacque l’amore.

Nacque e nessuno se ne rese conto, all’inizio nemmeno loro stessi. Nacque e come sempre fa l’amore, alterò tutto: divise, ruppe, gettò via quella macchina annoiata del quotidiano e sparse i sali e i balsami, i profumi e i cipressi, tutti in un solo territorio, quello delle loro anime, per creare l’aroma dello sconosciuto e del differente.

Di quell’aroma si ubriacarono per anni e giorni e istanti di tutto, fino a che la differenza della natura prepotente, ormai stanca dell’oblio alla quale l’aveva obbligata l’utopia, si rivelò.

La natura cominciò con il suo lavoro di separazione attraverso la società. Tutti i membri di quella società magica si resero conto di una così empia relazione fra nature differenti. Allora arrivarono i castighi sociali.

Un processo pubblico ebbe inizio nella piazza della Solitudine nella quale furono puniti a camminare per settecentotrent’ anni senza pensare né leggere nulla.

Più tardi i sacerdoti capo, rappresentando ogni specie animale, si riunirono, chiedendosi scusa fra di loro per un tale affronto alle leggi naturali, e conclusero che dovevano scomunicare il coniglio, visto che la gallina non aveva il diritto di ricevere la sacra arachide d’oro ogni mercoledì a mezzogiorno.

In ultimo la società di magnati e possessori del sapere filosofico, in seduta plenaria, decisero che tutte le cose che fossero uscite dalla bocca di quelle due creature, per quanto vere, sarebbero state menzogne.

E così fu. L’eterogenea e disunita società, si uni in maniera perfetta e in maggioranza per punire la diversità.

I due protagonisti si dedicarono anima e corpo alla riflessione teologica dell’amore.

Passavano tutto il giorno a pensare ad occhi chiusi, e nascosti sotto le ombre del loro albero protettore, ripetendo il sacro rito della conversazione con il dio Ataus, il dio degli animali di quel quinto piano dell’antartide del sud.

Sapevano che le loro riflessioni avrebbero tardato molto ad arrivare alle orecchie eterne di Ataus, che sarebbero trascorsi secoli, ma che l’eternità delle loro esistenze non era un problema di fronte al problema che è sempre l’amore.

Dopo l’anno 2001, quando stavano ormai quasi per arrendersi e praticare il rito maledetto e perpetuo delle scuse sociali, quando ormai avevano deciso di scendere di nuovo nella caverna del quotidiano e delle leggi per non vedere soffrire più i loro fratelli minori – i quali erano torturati come punizione sociale del loro amore imperfetto – arrivò dalla cima della montagna la voce gloriosa, giusta ed eternamente sorridente di colui che li aveva creati infinitamente per capriccio ed affetto.

Loro, costernati dall’odore di fragole fresche di Ataus, gli chiesero ad occhi chiusi e con le mani sulle orecchie, come lo prescriveva il rito, di trovare una soluzione al problema indissolubile del loro amore.


Ataus rispose loro con educazione e sincerità che lui solo poteva realizzare quello che avrebbero deciso, che non poteva decidere delle loro esistenze senza la forza delle loro volontà, che chiedessero ciò che volevano, e che se quello che chiedevano non andava contro la sua stessa salute sarebbe diventato realtà.

Allora diede loro cinque minuti per riflettere, ad essi, che erano abituati alla riflessione quotidiana. Disse loro che in quei cinque minuti, attraverso il linguaggio del silenzio, avrebbero potuto comunicare le soluzioni, che pensassero bene, che le proposte potevano essere più di una, che potevano essere individuali, ma anche comuni, che si mettessero d’accordo se fosse stato il caso, che facessero quello che pensavano più corretto e che lui aspettava in silenzio e avrebbedato la sua risposta dopo il tempo stipulato.

Ognuno di essi, nervoso, contento, ubriaco d’amore, chiese ad Ataus la cosa che nel suo cuore sapeva che l’altro desiderava con più fervore. Fra loro non comunicarono, sicuri che la miglior cosa fosse il bene dell’altro.

Il dio ascoltò le loro proposte individuali sotto il linguaggio del silenzio: lei chiese con tutto l’amore dell’universo, fra lacrime e sentimenti di martirio, di trasformarsi in una coniglia. Lui chiese con un sentimento profondo e sincero, mentre supplicava scuse spirituali a sua madre e a suo padre, di trasformarsi in un gallo.

Dio vide che i loro desideri più sinceri e profondi non si opponevano alla sua esistenza divina e, che in fin dei conti, essi erano quello che erano a causa del suo capriccio, cosìcchè usando un altro capriccio d’amore diede loro il dono che più desideravano.

Dopo cinque minuti lei aprì gli occhi ancora pieni di lacrime e si vide tresformata in una bella coniglia e spaventata dalla presenza di un gallo che non aveva mai visto prima, proprio lì, sul luogo del miracolo, gli domandò: e tu chi sei?

martes, 6 de abril de 2010

La inseguridad / L'insecurité


Miguel A. Pérez Pirela

Es de mañana, temprano, demasiado temprano. Suena el despertador como todos los días.
Qué extraño, no lo escucha. Duerme como un muerto. De hecho, sueña como un muerto. Está en su urna y percibe tantas cosas que pasan por entre sus ojos cocidos de muerto. Ve manchas que pasan y no tocan su faz todavía fresca, gente que se le acerca como para mirarlo, como para saber si está muerto de verdad. Siente que su lugar de descanso, su urna, casi está por caerse y se da cuenta que es sólo uno de sus primitos, que obsesionado por ver a su primer muerto, trata por todos los modos de asomarse y convertirse en una sombra más. Afortunadamente su intención fue detenida por su madre quien lo toma, le da una nalgada de mentira y aprovecha para verlo, a él, al muerto. Era un funeral muy desordenado, entre tantas sombras que pasan por su cara, tantos cafés fríos y llantos perdidos que se confunden con sudores. La única cosa que parecía verdaderamente existir ahí era el muerto y su impotente intención de abrir los ojos.
Suena todavía más fuerte el despertador y por fin cumple su cometido. Entre el calor asfixiante de pleno verano, el sonido incesante de automóviles que van al trabajo con personas esquizofrénicas adentro y el opaco semblante de aquella ciudad que una vez fue tan bella, se descubre despierto en la cama Agustín Pereira. Mira el techo y una sensación de no se sabe qué se le revuelca encima. Sintió que se tenía que levantar, vestirse y salir, así, un poco desordenado pero elegante como lo hacía siempre. Sintió también que tenía que tomar un bus, hacer treinta y tres minutos de tráfico y llegar hasta uno de los tantos edificios del centro con aspecto de los años sesenta. Sintió tantas cosas de ésas que hieden a responsabilidad que, al final, en el hastío de tantos días iguales y el momentáneo rechazo cósmico por todo eso, decidió hacerlo, una vez más, prometiéndose que dentro de poco todo cambiaría. Y así fue.
Apenas salió, algo lo estaba esperando, justo en las escaleras de la entrada de su casa alquilada desde hacía más de trece años. Salió y así, simplemente, como si nada fuera, encontró ahí un objeto extraño. Como era su costumbre y la costumbre de todos los no creyentes, no sólo en dios sino en cualquier cosa, hizo como si eso que estaba viendo en realidad no existiera. Siguió caminando con un poco más de pensamientos en la cabeza, pero caminando al fin. Fue hasta la parada del bus y esperó unos quince minutos entre las miradas de una mujer embarazada y un joven con sus mismas características sociales: un poco moreno, visto el sol inclemente de esa ciudad; un pantalón negro con aires de seriedad oficinista; una camisa manga larga, cansada de ser lavada, y una corbata no muy ancha de esas que se usaban exactamente diez años antes. Todo eso con un poco de sudor del día anterior y unas cuantas gotas un poco ácidas que comenzaban a brotar en formas de pequeñas burbujas en su espalda y en la parte inferior de su frente.
Llega el bus con su cansancio de siempre y lleno de tantas personas, animales y objetos contundentes. El medio de transporte es de muchos colores, tal vez de todos los colores del mundo, divididos entre líneas rectas, mensajes de nacionalismo y máximas populares. Dentro de éste la diversidad de objetos haría pensar a cualquier fondo de cualquier mar del mundo: cucharas, espejos, gallinas, celulares, medallitas de la virgen del “Perpetuo Socorro”, discos de vinil, cédulas de identidad perdidas pegadas en los espejos esperando por sus dueños, cajas de mudanzas, colchones doblados por la mitad y más o menos ochenta personas, entre las que estaban adentro y afuera, colgando de las ventanas y de la única puerta de acceso que funcionaba.
En ese ejemplo de tolerancia e improvisación caribeña estaba él, subido, sudado, tocado, pateado, pisado, ya cansado, pero sobre todo normal, él con su normalidad a cuestas.
Bajó del autobús y estaba más o menos en horario: cuarenta y cinco minutos de retraso. Ya seguramente había perdido el primer café de la oficina y las críticas machistas de las secretarias viejas contra las minifaldas de la señora Sulbarán. Apenas tomó la primera de las anchas calles del centro, se dio vuelta, así de pronto, y otra vez vio a esa cosa extraña. Ya sin más paciencia y con un poco de improvisación, se detuvo de pronto y volteó de nuevo su vista. Esa cosa extraña también se detuvo y lo miró fijamente. Continuó a caminar y después de poco a correr con su corbata que se movía de una lado al otro, saltando al ritmo de los huecos de la carretera que él esquivaba de forma olímpica. Se detuvo de nuevo y ahí estaba esa cosa. Entonces, ya cansado, entró en el primer café que encontró y se sentó, consciente de que su retraso esta vez sería de los mejores de su oficina. Se dijo que ya de frente a un café y un emparedado pensaría un poco más sobre esa cosa extraña. “Quizás es el hambre, algunas veces te jode”, pensó. De todas maneras si era eso, ya estaba más que acostumbrado, visto sus orígenes sociales y visto muchos de los días de su vida actual. No había bebido, desde hacía tiempo no fumaba y… “es extraño, a qué se deben estas alucinaciones”, se escuchó decir. Se frotó un poco sus ojos con los puños cerrados, los abrió y trató de individuar algo, pero sólo vio manchas fluorescentes y después, al poco tiempo, a esa cosa extraña otra vez detrás de él, sentada en las últimas sillas del café. Entonces, ya sin paciencia, visto que cada vez que él se volteaba esa cosa también se volteaba, colocándose siempre justo detrás de él, decidió retroceder lentamente mientras se mantenía sentado en la silla. Ésta, arrastrada por el piso de mosaico viejo, creó un ruido de esos que dan dentera, pero nadie pareció darle importancia. En la mente de todos esos amanecidos del centro de la ciudad cualquier acción está, ya desde el principio, justificada por el cada día imposible de ese país.
Cuando ya estuvo cerca de esa cosa extraña por fin la pudo individuar en toda su majestad y en sus rasgos sutiles y brillantes. Era perfecta, equilibrada, rápida. Tenía el aspecto de algo eficaz, definitivo, conclusivo. Parecía un objeto divino, eterno, algo especial. Con ese aspecto delgado y ese peso y sus metales mezclados armónicamente y, sobre todo, esa pequeñez que inspiraba respeto, con el olor a vida y muerte que poseía, con las facciones de desesperación y supervivencia. Era en realidad un objeto extraño.
Trató de hablarle, pero ese objeto extraño no le respondió y francamente era mejor así. La respuesta de esa cosa tal vez hubiera sido la prueba irrefutable de la locura de ese hombre. Él la observó, por largo rato, como mirándola a los ojos, y tal vez entendió.
De ahí en adelante la costumbre hizo un poco de su parte y, como todas las cosas en ese país, también esa extraña cosa y ese hombre entraron en la unión perfecta y olvidadiza del cotidiano y la costumbre caribeña. Fueron varios años repletos de días hechos del mismo modo: de trabajo, de retrasos, de amores pagados con cervezas, ron y salsa, de autobuses embarazados de la palabra “todo”, de sonidos de mar y de un poco de hambre, cuando los amores (cervezas, ron y salsa) no dejaban para más. La relación entre ese objeto extraño y su amigo ya desde hacía varios años era permanente y resignada. Tenía la semblanza de uno de esos tantos matrimonios acostumbrados o del despertador responsable, que andaba incluso sin pilas con tal de “joderme la vida”, como solía repetir él. Esa cosa estaba siempre ahí, incluso en los momentos de más pasión y pudor. Afortunadamente en esos casos tenía la delicadeza de voltearse y no presenciar el espectáculo del sexo durante aquellas noches calientes y arenosas. Pero estaba siempre ahí, presente, como esperando, con sus ojos bien abiertos y su cálculo con olor a destino y pobreza, con su mezcla de elegancia y violencia, con sus ganas, a veces sólo con eso, con sus ganas.
Un día, uno de los tantos días iguales y al mismo tiempo absurdos, el hecho sucedió tranquilamente, como suceden las cosa ahí, sin mucho alarde de triunfalismo o victimismo, sin escándalo o mucho silencio. Pasó. Así. Pasó y ya. Fue una noticia, sólo eso. Quién sabe por cuál motivo, intención o circunstancia, mandada por quién o para qué, quién sabe si sucedió para resolver qué cosa o aliviar qué dolor o crear qué alegría. Esa noche, eran quizas las 10:30 p.m., ni siquiera muy tarde era, Agustín Pereira sintió de manera súbita y relajada una bala, que ya decidida, entró justo en la parte superior izquierda de su espalda, pasando sutilmente y sin paradas por cada uno de los instantes de su cuerpo, dividiéndolo y descubriéndolo en un solo instante para realizar la magia de la muerte, al salir de forma precisa por la parte inferior de su corazón ya un poco jorobado y caer justo entre las medias sucias, al lado de algunas latas de cerveza vacías y dobladas y una televisión prendida Panasonic año 1976. Esa bala ahí tirada, manchada de un rojo vida, sin trabajo. Muerta.

L’insecurité
Traduit de l’espagnol (Venezuela) par Ximena González Broquen

C’est le matin, tôt, trop tôt. Le réveil sonne comme tous les jours.
Etrangement, il ne l’entend pas. Il dort comme un mort. D’ailleurs, il rêve comme un mort. Il est dans son cercueil, et il sent tant de choses passer au travers de ses yeux cousus d’homme mort. Il voit des taches, qui passent et ne touchent pas sa figure encore fraîche, des gens qui s’approchent de lui comme pour le regarder, comme pour savoir s’il est vraiment mort. Il sent que son lieu de repos, son cercueil, est presque en train de tomber, et il s’aperçoit alors qu’il ne s’agit que d’un des ses petits cousins qui, obsédé par la vision de son premier mort, tente par tous les moyens possibles de se pencher et se transforme ainsi en une ombre de plus.
Heureusement, son intention est contrecarrée par sa mère qui l’attrape, lui flanque un semblant de fessée, dont il profite pour le voir, lui, le mort. Il s’agit de funérailles très désordonnées, entremêlant tellement d’ombres passant par son visage, tellement de cafés froids et de pleurs perdus se confondant avec les sueurs.
La seule chose qui avait vraiment l’air d’exister était le mort et son impuissante tentative pour ouvrir les yeux.
Le réveil sonne encore plus fort et atteint finalement son but. Entre la chaleur asphyxiante du plein été, le son écrasant des automobiles allant au travail pleines de gens totalement schizophrènes, et l’opacité de cette ville qui un jour fut belle, Agustin Pereira se découvre bel et bien éveillé dans son lit. Il regarde le plafond et une sensation de je ne sais quoi se déverse sur lui. Il sentit alors qu’il devait se lever, s’habiller et sortir, comme ça, un peu chiffonné mais élégant comme il l’était toujours. Il sentit aussi qu’il devait prendre le bus, endurer trente-trois minutes de bouchons, et arriver jusqu’à un de ces nombreux immeubles des années soixante du centre. Il sentit tant de choses de celles qui puent la responsabilité, qu’à la fin, dans le ras-le-bol de tant de jours semblables et le rejet momentané de tout cela, il décida de le faire, une fois encore, en se promettant que bientôt tout changerait. Et ce fut ainsi.
A peine il sortit, quelque chose l’attendait, juste sur les marches de l’entrée de sa maison louée depuis plus de treize ans. Il sortit et ainsi, simplement, comme si de rien n’était, il trouva là un objet étrange. Comme à son habitude et comme à l’habitude de tous les croyants, non seulement en dieu mais aussi en n’importe quoi, il fit comme si ce qu’il était en train de voir n’existait pas en réalité. Il continua à marcher avec un peu plus d’idées dans la tête, mais en marchant tout de même. Il alla jusqu’à l’arrêt de bus et attendit à peu près quinze minutes entre les regards d’une femme enceinte et d’un jeune homme aux mêmes caractéristiques sociales que lui : un peu basané, vu le soleil implacable de cette ville ; un pantalon noir d’un sérieux bureaucratique ; une chemise à manches longues, fatiguée d’être lavée, et une cravate pas trop large de celles qui se portaient il y a exactement dix ans. Tout cela agrémenté d’un peu de sueur du jour antérieur et d’un bon nombre de gouttes acides qui commençaient à poindre sous la forme de petites bulles dans son dos et sur la partie inférieure de son front.
Le bus arrive avec sa fatigue de toujours, bourré de tellement de gens, d’animaux et d’objets pointus. Le moyen de transport est de tant de couleurs, peutêtre de toutes les couleurs du monde, divisées en lignes droites, en messages nationalistes et en maximes populaires. A l’intérieur de celui-ci la diversité d’objets ferait penser à n’importe quel fond de n’importe quel mer du monde : cuillères, disques en vinyle, cartes d’identité égarées et colées sur les vitres attendant leurs maîtres, cartons de déménagement, matelas pliés en deux et à peu près quatre-vingts personnes, entre celles qui étaient dedans et dehors, suspendues aux fenêtres et à l’unique porte d’accès qui fonctionnait. C’est dans ce modèle de tolérance et d’improvisation caribéenne qu’il se trouvait être, juché, en sueur, touché, piétiné, écrasé, fatigué déjà, mais surtout normal, lui qui trimballait sa normalité.
Il descendit du bus et il était plus ou moins à l’heure : quarante-cinq minutes de retard. Il avait sûrement déjà raté le premier café du bureau ainsi que les critiques machistes des vieilles secrétaires à propos des minijupes de madame Sulbarán. A peine il prit la première des larges rues du centre-ville, qu’il se retourna, tout à coup, et il vit à nouveau cette chose étrange. Vidé de toute patience et d’une manière un peu improvisée, il s’arrêta tout à coup et tourna à nouveau les yeux.
Cette chose étrange s’immobilisa elle aussi et le regarda fixement. Il se remit à marcher et peu après à courir, sa cravate se balançant à droite et à gauche, bondissant au rythme des trous de la rue qu’il esquivait d’une manière olympique. Il s’arrêta à nouveau et la chose était toujours là. Alors, fatigué déjà, il entra dans le premier café qu’il trouva et il s’assit, conscient que le retard serait cette fois-ci un des meilleurs de tout son bureau. Il se dit que face à un café et à un sandwich, il réfléchirait un peu plus à cette chose étrange. « Peut-être est-ce la faim, parfois elle joue de vilains tours », pensa-t-il. De toute manière, s’il s’agissait de cela, il était plus qu’habitué, vu ses origines sociales et vu nombre des jours de sa vie actuelle. Il n’avait pas bu, cela faisait longtemps qu’il ne fumait pas… « C’est étrange, à quoi peuvent bien être dues de telles hallucinations ? », s’écouta-t-il murmurer. Il se frotta un peu les yeux de ses poings fermés, les ouvrit et tenta de discerner quelque chose, mais il vit uniquement des taches fluorescentes et ensuite, peu de temps après, il vit cette chose étrange encore une fois derrière lui, assise sur l’une des chaises du fond du café. Alors, n’ayant plus aucune patience, vu que chaque fois qu’il se retournait cette chose se retournait aussi, se positionnant juste derrière lui, il décida de reculer lentement tout en restant assis sur sa chaise. Celle-ci, traînée sur le sol en vieille mosaïque, fit un bruit de ceux qui font grincer les dents, mais personne ne sembla y prêter la moindre attention. Dans l’esprit de tous ces insomniaques du centre-ville, chaque action est en effet justifiée d’avance par l’impossible dont chaque jour de ce pays est fait. Quand il fut proche de cette chose étrange il put enfin l’observer dans toute sa majesté et dans ses traits les plus subtils et les plus brillants. Elle était parfaite, équilibrée, rapide. Elle avait l’aspect de quelque chose d’efficace, de définitif, de concluant. Elle avait l’air d’un objet divin, éternel, de quelque chose de vraiment spécial. Avec cette finesse et ce poids, et la fusion harmonique de ses métaux et, surtout, cette petitesse qui inspirait le respect, avec cette odeur de vie et de mort qu’elle possédait, avec ces traits dedésespoir et de survie. C’était en vérité un objet bien étrange.
Il tenta de lui parler, mais cet objet étrange ne lui répondit pas et c’était beaucoup mieux ainsi. La réponse de cette chose aurait été peut-être la preuve irréfutable de la folie de cet homme. Il l’observa un long moment, comme s’il la regardait droit dans les yeux, et peut-être comprit-il alors.
A partir de ce moment, l’habitude ayant une part de responsabilité, comme toutes les choses dans ce pays, cette chose étrange et l’homme créèrent eux aussi cette union parfaite et oublieuse dont sont faits le quotidien et les habitudes caribéennes. Ce furent des années remplies de jours bâtis de la même manière : de travail, de retards, d’amours payées en bières, rhum et salsa, de bus gros du mot « tout », de bruit de mer et d’un peu de faim, quand les amours (bière, rhum et salsa) ne renfermaient rien d’autre. La relation entre cet objet étrange et son ami était depuis plusieurs années permanente et résignée. Elle ressemblait à un de ces nombreux mariages lassés et aussi à un de ces réveils responsables qui marchent même sans piles rien que pour « me gâcher la vie », comme il avait l’habitude de le répéter. Cette chose était toujours là, même dans les moments de plus forte passion et pudeur. Heureusement, dans ces cas-là, elle avait la délicatesse de se retourner et de ne pas assister au spectacle du sexe de ces nuits chaudes et sablonneuses. Mais elle était toujours là, présente, comme attendant quelque chose, avec ses yeux grands ouverts et ses calculs, puant le destin et la pauvreté, avec son mélange d’élégance et de violence, avec son envie, parfois rien qu’avec cela son envie.
Un jour, un de ces nombreux jours pareils à eux-mêmes et en même temps absurdes, cela arriva tranquillement, comme les choses arrivent ici, sans afficher beaucoup de triomphalisme ou de victimisation, sans faire beaucoup de silence ou de bruit. Cela arriva. Comme ça. Cela arriva et c’est tout. Ce fut une brève, rien que cela. Qui sait pour quelle raison, intention ou circonstance, envoyé par dieu sait qui ou quoi, qui sait si cela arriva pour résoudre quoi que ce soit ou soulager on ne sait quelle douleur ou créer on ne sait quelle joie. Cette nuit-là, il devait être 10h30 pm, il n’était même pas très tard, Agustín Pereira sentit subitement une balle, bien décidée, qui entra par la partie supérieure de son dos, passant subtilement et sans arrêts par chacun des instants de son corps, le divisant et le découvrant en un seul instant afin de réaliser la magie de la mort, en sortant d’une manière extrêmement précise par la partie inférieure de son coeur quelque peu foutu déjà, avant de tomber juste au milieu des chaussettes sales, à côté de quelques canettes de bière vides et écrasées, et d’une télé Panasonic 1979 allumée. Cette balle jetée là, tachée d’un rouge vie, sans travail. Morte.