(Publicado en la Revista "Enlace", Universidad del Zulia)
Resumen
El presente artículo describe los dos nichos de poder fundamentales de la ciencia y la tecnología moderna. Por una parte, la monopolización del conocimiento a través de las disciplinas; por otra, la manipulación de la vida a través del biopoder científico. En ambos casos se trata de un preocupante control de la realidad, por parte de un individuo moderno y de una ciencia que Habermas describió como “ideologizada”, que requieren límites. A partir de ello se plantea entonces la necesidad de una “indisciplinariedad” científica, que surge del “paradigma bioético”, entendido como convergencia transdisciplinaria de conocimientos en pro del respeto por la vida.
Palabras clave: Ciencia, Disciplina, Bioética, Biopoder, transdisciplinariedad.
The Indisciplinary Science and Technology.
Science and Technology as a Power, Bioethics as an Antipower.
Abstract
This article describes the two fundamental power niches of science and modern technology. On the one hand, the monopolization of knowledge across disciplines; on the other hand, the manipulation of life through scientific biopower. In both cases, this is about a worrying control of reality by a modern individual and a science described by Habermas as “ideologized” that require limits. From this the need for a scientific "indisciplinarity" which comes from the "bioethical paradigm” arises, understood as a transdisciplinary convergence of knowledges towards the respect for life.
Keywords: Science, Discipline, Bioethics, biopower, transdisciplinarity.Poder y Disciplina
La transdisciplinariedad como característica fundante de la bioética[2] la aleja de ese modus operandi propio de la disciplina. De hecho, la disciplina ve la realidad sólo a partir de un punto de vista o, por así decirlo, una dimensión cognoscitiva. Por el contrario, la bioética parte de eso que podríamos llamar la “indisciplina”, es decir, que parte de la voluntad de romper con las amarras propias de un solo punto de vista sobre la realidad. La bioética propone más bien posar una mirada-otra sobre ese inmenso e inconmensurable objeto de reflexión que es la vida (Bio).
Lo dicho a propósito de la disciplina como mirada única puede también ser conjugado a la pluri-multi-inter-disciplinariedad: en todos estos métodos epistemológicos existe siempre, en menor o mayor proporción, una relación disciplinaria con relación a la naturaleza estudiada.
El argumento disciplinario puede ser enunciado así: yo hablo y parto desde las certezas y (en ocasiones) los dogmas de mi disciplina, defiendo ese castillo o fortín del conocimiento que me he forjado a través de la historia epistemológica de mi disciplina. En otras palabras, en la pluri-multi-inter-diciplinariedad existe una especie de diplomacia del conocimiento que me permite, en un momento determinado, realizar un acto de tolerancia epistemológica con el otro encarnado en las otras disciplinas.
En la bioética no hay, o al menos no deberían haber, actos diplomáticos del conocimiento. La bioética parte más bien de la necesidad que impone el respeto por la vida. Respeto que obliga a las disciplinas a sentarse juntas para reflexionar y pactar en torno a problemas imposibles de resolver éticamente a partir de las especializaciones propias de las disciplinas.
De hecho, si observamos con detenimiento la realidad como objeto de investigación, nos percatamos que la misma es un hecho o fenómeno holístico: la realidad es un “todo”, y precisamente en cuanto “todo”, es que habrá de entenderse en su complejidad. Fue precisamente ésta la intuición y metodología que percatamos desde Aristóteles en la antigüedad, hasta Leonardo Da Vinci en el Renacimiento. La realidad era concebida como un todo, y desde esa visión holística venía escrutada y pensada. De ahí precisamente el carácter transdiciplinario de dichos pensadores que no dudaron en ser: biólogos, teólogos, físicos, filósofos, astrónomos, eticistas, ingenieros, etc.
Es precisamente con la disciplina moderna que se termina de anular la categoría griega de filosofía con la cual se entendía una ciencia que era “madre de todas las ciencias”, o mejor, un saber (y práctica del saber) que no fragmentaba el conocimiento humano en parcelas disciplinarias, sino que lo concebía como un todo.
La filosofía practicada por un Aristóteles se acercaba a la realidad para su estudio y comprensión a partir de la unión natural de las disciplinas, no como hecho diplomático, sino como método certero para entrar en los secretos de la naturaleza y convertirlos en conocimientos humano.
Contrariamente a ello, la realidad en cuanto todo, al ser parcializada por una disciplina sólo nos muestra una parte o fragmento de ella misma. Es el caso del disciplinado investigador que toma sólo una parte de la realidad y la describe como un todo: La realidad sería entonces – como se dijo alguna vez – una vaca, de la cual el biólogo, vendado por su disciplina, tocaría sólo la cabeza y la cola, concluyendo que una vaca es un animal raro cuya fisonomía consiste en una cabeza pegada a una cola. También es el caso de un disciplinado filósofo que vendado tocase sólo una ubre y una pata de la vaca, lo cual lo haría concluir que una vaca es un extraño animal cuyo cuerpo es una pata que termina en una ubre de la cual sale leche.
De este modo la realidad viene fragmentada, en vista de una disciplina que no nos deja penetrar en la complejidad que ésta esconde. De ello nace precisamente la necesidad de crear mecanismos-otros fundados en un pensamiento del todo a partir del todo: he aquí la vocación de la bioética, y hasta su misma necesidad, en cuanto puente del conocimiento humano que piensa todo lo relacionado a la realidad hecha vida.
Pero llegados a este punto una aclaratoria se impone: todo lo antes dicho no implica de ninguna manera la iniciación de una cruzada epistemológica contra la(s) disciplina(s). Éstas son y nacieron como necesidad metodológica para explorar la realidad de forma más racional, ordenada y efectiva. De hecho, conociendo y aplicando como investigador los instrumentos teóricos y prácticos propios de una disciplina, seguramente se podrá fragmentar mejor un trozo de realidad que será estudiada de forma más adecuada. Sería por ello irresponsable, en nombre de la transdisciplinariedad, darle a un filósofo un bisturí para que realice una operación a corazón abierto. No es desde esta perspectiva que hay que estructurar la crítica a la disciplinariedad.
La mirada crítica va más bien en otra dirección. La misma radica en el hecho que los “disciplinarios” no tardaron mucho en entender que toda disciplina es fuente innegable de poder: quien posee el conocimiento sobre un fragmento de la realidad, posee el poder sobre la misma y sobre quienes quieran acceder a ella. Y el arma fundamental para ejercer dicho poder no es nada más y nada menos que la palabra.
Las disciplinas a través de un lenguaje fundado en el hermetismo de cada campo fueron alejando entonces al otro para habitar y amurallar su fragmento epistemológico de la realidad: la vaca fue picada en mil pedazos y cada pedazo fue patentado por una disciplina.
Todo esto creó un fenómeno, más que conocido y practicado, según el cual, por ejemplo, un biólogo molecular, un físico cuántico y un matemático fundamental, tienen dificultad para dialogar entre sí; así como también un filósofo analítico, un sociólogo del trabajo y un antropólogo forense penan para encontrar un lenguaje común. ¿Qué decir en este sentido del diálogo y el acuerdo entre un matemático fundamental, un antropólogo forense y un físico cuántico? Y es que la Torre de Babel disciplinaria ha llegado incluso al interno de las disciplinas: un filósofo político, un filósofo analítico y un filósofo estético, muchas veces no logran ni siquiera entenderse. Cada uno de éstos se cerró en su fortín del conocimiento y escondió la llave de su lenguaje debajo de la almohada de su facultad universitaria.
A la luz de lo antes dicho, cómo pensar algo al menos parecido a la bioética donde “especialistas” de muchas disciplinas se unen para pensar y normar sobre, nada más y nada menos, la capital de la realidad: la vida.
Indisciplina y Derecho
La respuesta a dicha interrogante debe partir de la premisa siguiente: la bioética es fruto de una necesidad humana. Como lo afirma Hooft: “Hiroshima y Nagasaky hicieron que los físicos – en palabras de Oppenheimer – ‘conocieran el pecado’; Dachau y Auschwitz fueron los espejos que reflejaron las atrocidades cometidas con seres humanos en nombre de la ciencia y la medicina. Lo propio ocurriría con los juristas – pensemos en Gustavo Radbruch, en los años de post guerra – cuando éstos tomaron conciencia que justamente en nombre de la ley y del derecho (gezets ist gezest) se habían conculcado y violado sistemáticamente la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales en los dos grandes sistemas totalitarios del siglo XX” (Hofft, 2004, p.4-5).
La bioética surge entonces como una postura ineluctable de frente a la acción humana en relación a la vida. Es por ello que la bioética no puede observar, medir, escrutar desde la disciplina fragmentaria del físico, el médico o el jurista, sino más bien desde el todo. Lo propio de la bioética es entonces ver juntos como seres humanos eso que se nos dificulta ver de forma aislada. La pregunta sería entonces: ¿cómo realizar esta empresa transdisciplinaria sin caer en la tentación de una práctica diplomática entre investigadores disciplinarios en pro de un resultado “políticamente correcto”?
Por lo pronto se debería pensar en dos “caminos” (del griego método) que acaso podrían verse como incompatibles entre sí: la aplicación de un método (a) indisciplinario que nos permita llegar a (b) el derecho.
Se habla aquí de la indisciplina como postura y acción común por parte de las disciplinas para acceder de forma transparente a un savoir faire transdisciplinario. En otras palabras, cada disciplina a través de una posición y diálogo indisciplinario podría hacer implotar esas “certezas epistemológicas” que hacen muchas veces de la ciencia una “ideología científica”, en el sentido de “dogma científico” que le da Habermas (Ver Habermas, 1984).
Cuando se hace de la disciplina científica y de la ciencia en general un dogma, se cae en la tentación de destruir todo aquello que vaya contra el “progreso” de la propia disciplina o ciencia, diciendo que dicho disenso iría contra el “bienestar” y “desarrollo” de la humanidad toda. El primer recurso que utiliza entonces la dogmatización científica es recurrir a una especie de chantaje en nombre del “progreso”, la “libertad” y la “esperanza” del ser humano a través de la ciencia (véase Pérez Pirela, 2008). El motor de dicha postura se encarna muchas veces en la certeza del especialista disciplinario al cual (nos lo ha demostrado el siglo XX), se le hace de más en más difícil aceptar y colocar límites a su accionar científico.
Es justamente aquí que surge la necesidad de una postura epistemológica que hemos querido llamar indisciplinaria. Muchas veces la dogmatización de las propias certezas es peligrosa, por lo que la relativización de la misma se convierte en imperativo ético y epistemológico. Se trataría de una especie de momento crítico por el cual hacer pasar la propia disciplina para llegar, en un segundo momento, a una síntesis positiva, no sólo para la propia disciplina, sino también para el entorno y la sociedad.
La bioética y el carácter indisciplinario que le hemos querido atribuir se inscribe precisamente en este momento crítico que interpretamos en el sentido hegeliano: tesis-antítesis-síntesis. La indisciplina sería un momento antitético que, a partir de una crítica ética y epistemológica de la propia disciplina, nos acercaría a una síntesis que podríamos llamar “Síntesis Bioética”.
La indisciplina podría partir entonces de una mirada de la propia disciplina a partir de otras disciplinas. Podríamos ir incluso más allá y plantear el punto de partida de la bioética como una mirada de la propia disciplina desde la meta-disciplina, es decir, desde la sociedad humana entendida como fenómeno holístico y no necesariamente disciplinario.
De lo que se trata aquí es de aplicar en cierta medida el método hursseliano (ver Husserl, 1962), de la fenomenología que consiste en “colocar entre paréntesis” (en este caso) la propia disciplina, para objetivarla y medir sus posibilidades y consecuencias éticas y epistemológicas. Al negar la práctica científica disciplinaria como mero dogma, y al objetivarla y colocarla entre paréntesis, se estaría dando el primer paso para la necesaria transición, de una ciencia a una con-ciencia.
La conciencia en este caso no es otra cosa que una mirada-otra sobre un objeto determinado – en este caso la ciencia – que nos permite percatarnos de dos cosas: (a) que el objeto existe, es decir, que existe una ciencia que no puede ser negada en cuanto realidad objetiva; (b) que el sujeto conciente que mira el objeto o ciencia, también existe como realidad insoslayable. Ello quiere decir entonces que la conciencia nos coloca delante, no sólo de una ciencia como fenómeno auto-referencial, sino también delante de un sujeto o ser humano que la practica y la vive.
Dicho descubrimiento abre entonces la ciencia a su dimensión humana. El científico, a partir de ello, es conciente del hecho que la ciencia no es un fenómeno justificable en sí mismo, sino en razón del sujeto o ser humano que lo funda: la ciencia es de este modo humanizada.
Al quitarle entonces a la ciencia su carácter dogmático, al darle matices de indisciplina, al hacerla transdisciplinaria, al permitirle dialogar con realidades humanas meta-científicas, no hacemos más que aplicarle a la ciencia los métodos, contenidos y criterios bioéticos.
Pero el método indisciplinario, hasta ahora apenas esbozado, no basta para realizar un verdadero trabajo de pensamiento y re-pensamiento de los fines, acciones y métodos de la ciencia desde la perspectiva bioética. La indisciplina deconstruye sin verdaderamente construir. La indisciplina es antítesis y no síntesis. Es precisamente en este punto que surge el segundo camino o método propuesto: el Derecho.
La bioética se debate en tres dimensiones: la teórica (fundamentos filosóficos y éticos), la práctica (comités de bioética) y la normativa (códigos de bioética). La postura teórica nos da luces sobre los que deberían ser los “principios de la bioética” (pensemos en el modelo basado en los principios de Beauchamp y Childress, 1979). Por otra parte, la postura práctica coloca como punta de lanza los comités de bioética y su toma de decisiones fundadas en la casuística (pensemos en la oposición a la “tiranía de los principios” de Jonsen y Toulmin, 1988).
Pero hay que aclarar que ambas posturas serían etéreas y hasta infructíferas sin un apoyo o fundamento amparado en el derecho. Tomamos aquí la categoría de “derecho” en su dimensión más amplia. Desde este punto de vista el derecho no puede ni debe reducirse a un conjunto de leyes o normas; tampoco a un derecho especializado como por ejemplo el derecho penal o administrativo.
El derecho es tomado aquí como el producto cultural, es decir humano, de una reflexión holística sobre la realidad humana. De hecho, no hay derecho sin una previa profundización teórica sobre los comportamientos del hombre. Más aún, no hay derecho sin un previo diálogo social que, en último término, le de fundamento. De ahí precisamente el carácter contractual, dialógico, consensual, del derecho.
El derecho como horizonte de regulación fundamental de la vida social de los seres humanos sería por ello una especie de work in progress, es decir, de continuo trabajo humano cuyos fundamentos, límites y posibilidades son, a cada momento, pensados y re-pensados nuevamente. Ello quiere decir que se puede relativizar, anular o superar una ley o norma, pero nunca la continua labor humana de construcción, deconstrucción y estructuración del comportamiento del hombre a través del derecho.
Por otra parte, el derecho (como lo afirmamos en relación a la bioética) es fruto de una necesidad: no hay vida social sin derecho. La normatividad de los comportamientos es la premisa incondicional de la vida en común. Es precisamente en este punto que comienzan a surgir las perplejidades en relación a cuál ley, y fundada en cuál idea de bien.
La problemática surge de la idea misma de Aristóteles que consideraba al hombre como Zoom Politikon, es decir, como un animal político, un ser social. Partiendo de esta premisa el filósofo pensaba que toda actividad humana parte de una finalidad (telos) y que la finalidad de una acción corresponde a la idea de bien (véase Aristóteles, 2000: I, 1, 1094). De ahí el hecho que Santo Tomás de Aquino (Santo Tomás de Aquino, 1994), retomando a Aristóteles, planteaba que el hombre, por ser hijo de Dios, siempre hace el bien. Es por ello que, según el Doctor de la Iglesia, cuando alguien hace el mal lo hace pensando que es el bien. Dicho de otro modo, no hay otra dimensión, ni finalidad posible para el hombre que el bien. El siglo XX y sus genocidios racionalizados, la bomba nuclear, el paulatino ecocidio planetario, entre otros fenómenos ligados a la voluntad del ser humano parece contradecir dicha postura.
Como podemos ver, bien y mal se confunden en las definiciones y prácticas humanas, dejándonos serias perplejidades en relación a cuál ha de ser la idea de bien para el hombre. Sin previa idea de bien parece no existir ética posible, y por supuesto, tampoco bioética. Además, cómo plantear una regulación de la acción humana a través del derecho sin una idea de bien que funja como marco teleológico para saber qué es permitido y prohibido hacer.
Algo es cierto con relación a lo antes dicho: sin diálogo y acuerdo entre los seres humanos no es posible hacer surgir una idea de bien. Entre el derecho y el bien se encuentra entonces el diálogo, acuerdo y contrato social como mediador.
Derecho ------------------------Diálogo-----------------------------Bien
Acuerdo
Contrato
Delante de esta triade surgen entonces ulteriores perplejidades que complejizan la cuestión: ¿el derecho antecede al bien o el bien es el fundamento del derecho? ¿Para crear el derecho debemos partir de una visión específica de bien, o es precisamente el derecho que define qué cosa es el bien?[3] ¿Cuál es el peso del diálogo-acuerdo-contrato entre los hombres en la resolución de la anterior diatriba?
Las problemáticas apenas planteadas han recorrido la historia de la humanidad dando como resultado diversas interpretaciones y posturas. El problema es que dichas perplejidades deben ser afrontadas de un modo todavía más radical por encontrarnos nosotros en el siglo XXI. De hecho, los siglos XX y XXI nos colocan delante de un reto mayor: no sólo debemos reflexionar sobre el bien sino también, y sobre todo, sobre el mal. Claro está, el fenómeno del mal no es nuevo en la historia de la humanidad, lo que sí es una novedad es que, a través del desarrollo tecno-científico, el ser humano puede acceder a la seria hipótesis del fin de la vida y la humanidad sobre el planeta.
Ello quiere decir que hoy día no sólo debemos ponernos de acuerdo sobre qué es el bien, sino también y sobre todo, sobre cuál es el mal último a evitar. Es justamente aquí que surge la bioética como necesidad humana, que ha de acompañar la transmilenaria diatriba entre el derecho y el bien.
La cuestión está en que una minoría de seres humanos hoy día monopolizan un conocimiento a la vez maravilloso y horrendo, muy parecido a eso que los griegos llamaban “Deinos”. La ciencia, a través de sus disciplinas, hoy por hoy detenta parcelas de conocimiento que pueden, sin más, modificar el curso de la vida en la tierra. No debemos ser ingenuos cuando de bioética se trata. La cuestión de la regulación normativa de la bioética debe comenzar insoslayablemente por la cuestión del biopoder.
Biopoder que puede reflejarse y alimentarse en la metodología disciplinaria y sus fortines de poder, pero que además radica en un poder meta-científico. De hecho, ¿quiénes están detrás del accionar científico, de sus descubrimientos, de sus necesidades materiales y normativas?
De hecho, la monopolización del poder no se ve reflejada sólo en las disciplinas a través de un poder epistemológico del conocimiento, sino que también se conjuga como poder sobre la vida o biopoder. La vida, desde este punto de vista, se encontraría entonces entre dos frentes: un poder sobre el conocimiento, hecho disciplina, y un poder sobre la vida, hecha objeto.
La pregunta se impone naturalmente: ¿a partir de cuál método epistemológico y cuál ideal de derecho actuar, para placar estos biopeligros?
Bioética – Biopoder – Bioderecho
La respuesta pasa por una reflexión sobre los derechos humanos. Estos se presentan hoy día como uno de los puntos de partida incontestables de una ética universal de los seres humanos. Los mismos fungen como tablas laicas de la ley que la segunda guerra mundial entregó a la humanidad. No es casualidad que la universalización de los derechos humanos coincide con el constitucionalismo de la segunda postguerra: “Enseña Fernández Segado (1996) que uno de los rasgos sobresalientes del constitucionalismo de la segunda postguerra que coincide con la “univerzalización de los derechos humanos” y el nacimiento del derecho internacional de los derechos humanos “es la elevación de la dignidad de la persona humana a la categoría de núcleo axiológico constitucional y, por lo mismo, a valor jurídico supremo del conjunto ordinamental” (Hofft, 2004, p.9).
Desde esta perspectiva los derechos humanos se presentan como una suerte de acuerdo fundamental común de la humanidad. Los mismos serían un punto de partida para profundizar la relación entre el accionar humano y la vida.
Lo cierto es que para entender los derechos humanos en toda su amplitud no debemos considerarlos como meras reglas de vida en común, sino más bien como un llamado a principios éticos de la humanidad toda. Reducirlos a un manual de conducta quiere decir despojarlo de su carácter universal.
Pero ¿realmente existe un carácter universal en lo que respecta a los derechos humanos? Aquí radica el problema. La bioética parece caer en la tentación de querer sostenerse a sí misma en fundamentos “objetivos”, y los derechos humanos han sido una excelente materia prima para llenar este sueño de objetividad. Desde este punto de vista los derechos humanos no serían sólo un conjunto de normas, sino también, principios universales, y por lo tanto, objetivos.
Es aquí que interviene el filósofo Marcel Gauchet (2002) para recordarnos que los derechos humanos se han erigido nada más y nada menos que como “fundamentos”: “ello quiere decir que estos no son simplemente posiciones de valores reguladoras supremas hacia la cual tender para bien o para mal. Los derechos humanos no serían tampoco simplemente barreras impenetrables opuestas al poder. Los mismos se proponen más bien como principios definitorios que son, a la vez, primeros y exhaustivos y que solicitan determinar todo desde la base y no dejar que nada escape de ellos” (Gauchet, 2002, p. 331). Según Gauchet, los derechos humanos se imponen de este modo a la conciencia colectiva como “único instrumento disponible para pensar la coexistencia” (Gauchet, 2002, p.347).
No cabe duda que al presentarse bajo estas prerrogativas, se colocan éstos como fin último del ser humano e ideal de bien máximo. La cuestión radica entonces en preguntarnos cuáles son las raíces históricas e ideológicas de los derechos humanos, y si los mismos no llevarían al hombre a una identidad única y una sola concepción de los valores y la ética: ¿dicha ética de los valores humanos universales no esconde detrás de sí un etnocidio vehiculado por las sociedades occidentales? ¿Los derechos humanos no podrían verse como la elevación a valores universales de valores étnicos de una tradición humana específica? Si la respuesta es positiva, dicha universalización de valores parciales sería en desmedro de aquellas tradiciones étnicas excluídas.
Si los derechos humanos se aceptan como ética universal, qué hacer entonces del artículo 12 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos que llama al “respeto de la diversidad cultural y del pluralismo”[4]. ¿Todas las culturas tienden irremediablemente hacia una fundación universal de su accionar a partir de los derechos humanos promulgados en 1948?
Hay que estar atentos, no se trata aquí de relativizar, ni mucho menos anular lo conquistado con la promulgación de los derechos humanos. El reto para nosotros está más bien en establecer con claridad la vinculación que existe entre los derechos humanos y la necesidad de fundamentos bioéticos. Lo importante es saber si los derechos humanos deben ser considerados como fundamentos de la bioética, o si más bien la bioética debe ser considerada como nuevo horizonte de los derechos humanos. La dogmatización e ideologización de los derechos humanos no resuelve los vacíos fundacionales de la bioética. Por el contrario, la hace entrar en un necio círculo vicioso.
Lo importante de los derechos humanos para la discusión bioética no son tanto sus artículos, sino el carácter dialógico de los mismos. De ellos debemos recuperar entonces su valor metodológico el cual nos dice que, a partir de una discusión generalizada entre los seres humanos, es posible establecer principios que, aunque no son dogmas, poseen un carácter de inviolabilidad. Como lo expresa Bauzon: “La pretensión de los derechos humanos de ser universal no reside tanto en su expresión, sino más bien en la permanencia de su estructura” (Bauzon, 2006, p.38). Permanencia que, hay que aclarar, ha mutado desde el judeocristianismo hasta nuestros días, pero que encuentra su riqueza humana precisamente en esa mutación.
Es justamente en este punto que la bioética puede encontrar una fundación sólida en los derechos humanos: los mismos deben ser percibidos como una discusión universal en torno a la idea de “derecho” y “bien”, cuyo principal objetivo es encontrar el modo más idóneo para distinguir entre sujeto y objeto, persona y cosa, vida y muerte.
La bioética nos ofrece, entonces, la posibilidad de pasar del derecho, al derecho humano, para llegar en último término al bioderecho. Éste último, entendido como regulación humana del biopoder en medio de la era tecno-científica, que tiene entonces la inconmensurable responsabilidad de situar la frontera entre una cosa y un ser vivo, un objeto y un sujeto. Todo ser vivo, es decir, todo ser que tenga un “movimiento inmanente y auto-perfeccionante”, reenvía a la idea de sujeto. No es lo mismo mutilar una silla que una persona. Tampoco lo es gestionar el uso y la disposición de la pata de la silla mutilada y de la pierna de una persona. La pregunta sería ¿por qué? La respuesta pasa por toda la historia de la humanidad.
El ser vivo apela a una categoría bioética precisamente por ser sujeto y no objeto. De aquí el hecho que toda monopolización del ser vivo en cuanto sujeto, sea ésta disciplinaria (poder sobre el conocimiento), o amparada en el biopoder (poder sobre la vida) de grupos minoritarios, debe ser sometida a la crítica o antítesis propia de la bioética: Si la ciencia es una tesis, la bioética es esa antítesis necesaria que la llevará hacia una síntesis humana.
Ese momento antitético que es la bioética de ningún modo debe ser entonces percibido como una disciplina, sino más bien como un lugar o topos transdiciplinario e indisciplinario desde donde ha de fraguarse la necesaria reflexión y gestión de la vida, en miras a la creación de un bioderecho que nos obligue a ser y permanecer como seres humanos delante de una ciencia y tecnología cada vez más “biopotente”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aristóteles (2000). Ética Nicomaquea, Porrúa: Mexico.
Bauzon, S. (2006). La persone biojuridique, Paris: Presses Universitaires de France.
Beauchamp, T. y Childress J.F. (1979). Principles of biomedical ethics, New York: Oxford University Press.
Gauchet, M. (2002). La démocratie contre elle-même, Paris: Gallimard.
Habermas, J. (1984): Ciencia y técnica como ideología, (trad. de M. Jiménez y M. Garrido). Madrid: Tecnos.
Hofft, P. (2004). Bioética y Derechos Humanos, Buenos Aires: Desalma.
Husserl, E. (1962). Ideas relativas a una fenomenología pura y filosofía fenomenológica, (trad. de J. Gaos), México: FCE.
Jonsen, A & Stephen T. (1988). The Abuse of Casuistry: A History of Moral Reasoning. Berkeley: University of California Press.
Pérez Pirela, M. A. (2008). Bio-poder, Bio-ética, Bio-política: la Bene-fi-ciencia o el bien de la ciencia. Revista RELEA N° 26 (en prensa).
Rawls, J. (1993). Teoría de la Justicia, Buenos Aires: FCE.
Sandel, M. (2000). El Capitalismo y los límites de la justicia, Barcelona: Gedisa.
Santo Tomás de Aquino (1994). Suma teológica, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
[1] Dir. del Centro de Investigaciones Teóricas (CENIT) del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA), Jefe de la Unidad de Ciencia Política, Caracas, Venezuela.
Post-doctor en Filosofía Política por la Sorbona, Paris 1, Francia; Dr. en Filosofía Política por la Pontificia Università Gregoriana de Roma, Italia.
[2] Desde el mismo inicio hay que descartar la figura de “bioeticista” como protagonista y personificación de la bioética. Hablar de bioeticista implica partir del hecho que la bioética es una disciplina: nada más suicidario para esta nueva empresa humana que, desde su mismo nacimiento, es y debe permanecer transdiciplinaria.
[3] Sobre esta discusión véase: Rawls, J. (1993). Teoría de la Justicia, Buenos Aires: FCE; Sandel, M. (2000). El Capitalismo y los límites de la justicia, Barcelona: Gedisa.
[4] El articulo 12 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos establece que: “Se debería tener debidamente en cuenta la importancia de la diversidad cultural y del pluralismo. No obstante, estas consideraciones no habrán de invocarse para atentar contra la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales o los principios enunciados en la presente Declaración, ni tampoco para limitar su alcance.” Recuperado el 18 de Mayo de 2008, del sitio Web de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO):
http://unesdoc.unesco.org/images/0014/001461/146180S.pdf