Miguel Ángel Pérez Pirela*
Antes de plantear temas candentes de la propuesta de reforma constitucional como, por ejemplo, la propiedad, la reelección o la geometría del poder, es imperativo ponernos de acuerdo sobre el “marco referencial” en el cual se inscribe dicha discusión. No afrontar el debate a partir de esta premisa quiere decir perpetuarse en detalles y particularidades que no dan luces sobre la esencia y razón de ser de la propuesta en cuestión.
De hecho, dicha propuesta de reforma a la Carta Magna se sitúa en la discusión a propósito de la tensión que existe entre “democracia representativa” y “democracia participativa”. Discusión que, además de poseer una importante carga teórica, tiene un fuerte componente empírico amparado en 40 años de aplicación de una democracia representativa cuyos resultados fueron funestos.
Es precisamente a partir de este antecedente que, sobre todo a lo largo del último decenio, se ha planteado un apasionante debate nacional entorno a la posibilidad de una democracia participativa, pre-vista como sistema que parta de la horizontalidad en las relaciones de poder. Dicha democracia desmontaría el abismo existente entre “gobernados” y “gobernantes”, y el natural resultado de este fenómeno que hace de los primeros meros entes “pasivos”, dejando a los gobernantes el privilegio de la “acción”.
Plantear el debate desde este punto de vista quiere decir re-definir la semántica democrática: ya no se hablará más de los “gobernados” pues la terminología misma incita a pensar en el pueblo como pasividad pura. Pero tampoco se conservará la infeliz figura de “gobernantes”. Ello obliga a una re-configuración del poder instituido a partir de la idea de pueblo concebido como ente activo.
La discusión entorno a la propuesta de reforma constitucional parte entonces de la necesidad de re-pensar el poder a partir de la “acción”, no más como exclusividad de la clase gobernante, sino también como posibilidad (¿necesidad?) del pueblo.
Aquí radica precisamente el problema. ¿Será posible, a través de esta propuesta de reforma, acabar con los exclusivos atributos de la clase gobernante? ¿Cómo hacer del pueblo un ente activo, y a la vez efectivo, en términos de organización del Estado?
El debate entorno al tipo de democracia que se quiere implantar en el país nos lleva sin más a lo que podría ser el punto de llegada de la discusión: la cuestión del “Estado”. De hecho, sería una ingenuidad plantear este debate en términos netamente conceptuales, etéreos, fantasmáticos. Si se posee la voluntad política de traducir todo esto en una realidad concreta es imperioso re-plantear el tipo de Estado que se quiere.
Evidentemente no se puede responder a la pregunta “qué Estado queremos”, sin antes clarificar lo concerniente a “qué Estado tenemos”. No es muy difícil dar luces sobre esta última cuestión. El Estado que hemos heredado los venezolanos puede ser resumido en algunas pocas características. Nos encontramos de frente a un Estado ineficiente, burocrático, corrupto y piramidal. Acaso el último punto funde los primeros tres. El carácter piramidal o elitista del Estado venezolano le quita al pueblo la posibilidad de actuar para dárselo a los representantes del pueblo. He aquí el problemático binomio “democracia representativa/Estado” que pone en jaque el rol protagónico del pueblo, es decir, su soberanía misma. De hecho, se es soberano cuando se puede actuar, decidir. La soberanía de un pueblo pasivo es un contrasentido.
Es justamente en oposición a ello que surge el innegable marco referencial desde donde debe plantearse la discusión en torno a la propuesta de reforma de la Constitución. Temas álgidos de dicha reforma como el de la propiedad, la reelección o la geometría del poder sólo son justificables a partir de un re-pensamiento del tipo de democracia que se quiere, del Estado que la acompañará y, sobre todo, del lugar del pueblo en la geografía del poder.
La propuesta será por ello plausible sólo, y sólo si, la misma cuestiona la democracia representativa y el Estado piramidal sin tomar, al mismo tiempo, al pueblo como cebo para atraer a esa bestia desproporcionada que es el poder.
*Doctor en Filosofía Política.
Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA
Antes de plantear temas candentes de la propuesta de reforma constitucional como, por ejemplo, la propiedad, la reelección o la geometría del poder, es imperativo ponernos de acuerdo sobre el “marco referencial” en el cual se inscribe dicha discusión. No afrontar el debate a partir de esta premisa quiere decir perpetuarse en detalles y particularidades que no dan luces sobre la esencia y razón de ser de la propuesta en cuestión.
De hecho, dicha propuesta de reforma a la Carta Magna se sitúa en la discusión a propósito de la tensión que existe entre “democracia representativa” y “democracia participativa”. Discusión que, además de poseer una importante carga teórica, tiene un fuerte componente empírico amparado en 40 años de aplicación de una democracia representativa cuyos resultados fueron funestos.
Es precisamente a partir de este antecedente que, sobre todo a lo largo del último decenio, se ha planteado un apasionante debate nacional entorno a la posibilidad de una democracia participativa, pre-vista como sistema que parta de la horizontalidad en las relaciones de poder. Dicha democracia desmontaría el abismo existente entre “gobernados” y “gobernantes”, y el natural resultado de este fenómeno que hace de los primeros meros entes “pasivos”, dejando a los gobernantes el privilegio de la “acción”.
Plantear el debate desde este punto de vista quiere decir re-definir la semántica democrática: ya no se hablará más de los “gobernados” pues la terminología misma incita a pensar en el pueblo como pasividad pura. Pero tampoco se conservará la infeliz figura de “gobernantes”. Ello obliga a una re-configuración del poder instituido a partir de la idea de pueblo concebido como ente activo.
La discusión entorno a la propuesta de reforma constitucional parte entonces de la necesidad de re-pensar el poder a partir de la “acción”, no más como exclusividad de la clase gobernante, sino también como posibilidad (¿necesidad?) del pueblo.
Aquí radica precisamente el problema. ¿Será posible, a través de esta propuesta de reforma, acabar con los exclusivos atributos de la clase gobernante? ¿Cómo hacer del pueblo un ente activo, y a la vez efectivo, en términos de organización del Estado?
El debate entorno al tipo de democracia que se quiere implantar en el país nos lleva sin más a lo que podría ser el punto de llegada de la discusión: la cuestión del “Estado”. De hecho, sería una ingenuidad plantear este debate en términos netamente conceptuales, etéreos, fantasmáticos. Si se posee la voluntad política de traducir todo esto en una realidad concreta es imperioso re-plantear el tipo de Estado que se quiere.
Evidentemente no se puede responder a la pregunta “qué Estado queremos”, sin antes clarificar lo concerniente a “qué Estado tenemos”. No es muy difícil dar luces sobre esta última cuestión. El Estado que hemos heredado los venezolanos puede ser resumido en algunas pocas características. Nos encontramos de frente a un Estado ineficiente, burocrático, corrupto y piramidal. Acaso el último punto funde los primeros tres. El carácter piramidal o elitista del Estado venezolano le quita al pueblo la posibilidad de actuar para dárselo a los representantes del pueblo. He aquí el problemático binomio “democracia representativa/Estado” que pone en jaque el rol protagónico del pueblo, es decir, su soberanía misma. De hecho, se es soberano cuando se puede actuar, decidir. La soberanía de un pueblo pasivo es un contrasentido.
Es justamente en oposición a ello que surge el innegable marco referencial desde donde debe plantearse la discusión en torno a la propuesta de reforma de la Constitución. Temas álgidos de dicha reforma como el de la propiedad, la reelección o la geometría del poder sólo son justificables a partir de un re-pensamiento del tipo de democracia que se quiere, del Estado que la acompañará y, sobre todo, del lugar del pueblo en la geografía del poder.
La propuesta será por ello plausible sólo, y sólo si, la misma cuestiona la democracia representativa y el Estado piramidal sin tomar, al mismo tiempo, al pueblo como cebo para atraer a esa bestia desproporcionada que es el poder.
*Doctor en Filosofía Política.
Investigador del Instituto de Estudios Avanzados-IDEA